Y me veo apoyando la pelota cerquita del banderín del córner para ejecutar el tiro de esquina, el último tiro de esquina del partido, quizá el último de nuestro equipo en primera división. Sí, falta un minuto y chirolas para que termine el juego, vamos empatando 0 a 0 y necesitamos hacer un gol para no descender. Un gol para evitar la tragedia. Nuestro rival está pidiendo la hora, nuestra hinchada ruge, movete Chaca movete, movete dejá de joder, que esta hinchada está loca, hoy no podemos perder, y yo agarro la pelota con decisión. Ya falta menos de un minuto y nos estamos yendo a la B. No sé por qué carajo miro hacia el alambrado, siempre fui un distraído según mi vieja, y entonces la veo. La veo al lado de un rolinga desaforado que grita que meta la pelota al segundo palo, que Comesaña entra sin marcas. La veo y me sonrojo como un idiota, como cada vez que me gusta mucho una chica. La veo y siento el flechazo, como buen enamoradizo, y me olvido de todo. Ella también me mira, con ojos chispeantes, quizá también olvidándose de todo. Transcurren así otros veinte segundos de partido. La hinchada me putea, cada vez más, se acuerdan de mi difunta madre. Pero yo, alienado de amor, salto el cartel de publicidad, me acerco al alambrado y le pregunto el nombre. Es cuando diviso el horror. Una avalancha de unos cincuenta ursos, recalientes por mi demora, se nos viene encima. No sé cómo funciona el cerebro, y no me pregunten por qué, pero en una décima de segundo vuelvo a mi niñez y recuerdo aquella ola gigante que me sentó de culo en Santa Teresita. Pero esto es mucho peor que una ola. Es una horda que desciende por la popular, atropella a la chica, rompe el alambrado y cae sobre mí. Es lo último que recuerdo, se me apaga la tele. Despierto en el sanatorio y, apenas entreabro la compota de mis ojos, escucho la voz de mi viejo. Lejos de contentarse por mi reacción, me recrimina que por qué nunca pateé el corner, que soy el mismo pelotudo de siempre, que ahora no solo estamos en la B, sino que también por los hechos violentos nos descuentan veinte puntos en el próximo campeonato, como le pasó a Chicago en el 2007. Si pudiera hablar, no sabría muy bien qué decirle. ¿Cómo explicarle eso inexplicable que es el amor? ¿Existe el amor a primera vista? Quizá sea el único amor verdadero, antes de que el lenguaje lo arruine todo. Tarde o temprano, algún tipo de avalancha nos deja sin nada. Pero qué le voy a andar diciendo eso ahora a mi viejo, ahora que se consumó la tragedia deportiva y yo pareciera el culpable principal, ahora que me siento destrozado por dentro y por fuera y casi un ex jugador. Qué habrá sido de mi chica, pienso, su dulce imagen no se me ha borrado. Aún sigue allí, con sus manos suaves aferradas al alambrado, con esa mirada que congeló mi tiempo y, por ende, el tiempo de juego. Si es que el hiperprofesionalizado fútbol sigue siendo un juego. Para mí, hace largo rato que ya no lo es, desde que entré en la precaria pensión del club y me alejé de mi familia, de mis amigos. Todo con tal de cumplir mi sueño de jugar en Primera. ¿Pero era mi sueño o el sueño trunco de mi viejo? Dicen que para llegar a Primera hay que “sacrificarse”. O quizá ofrecerse en sacrificio a alguien, pienso, mientras lo miro a mi viejo.
Hubo dos muertos, dice
¿Dos muertos?, digo
Por la avalancha, dice
Pudo ser mucho peor, dice
¿Murieron dos hombres o alguna mujer?, digo
Dos hombres, dice
Cierro los ojos, respiro suavemente y la veo a mi chica haciendo jueguitos en la plaza de mi barrio, y me gusta mucho mirarla, me detengo mirándola, porque también me gusta mirar a la gente en la calle, aunque casi nadie me mire, porque casi nadie mira a casi nadie, solo deambulan sin ton ni son, ensimismados, cabizbajos, marcando números para hablar con otros números, o ni siquiera hablar, solo mandar mensajes intrincados, sin alma, no sé por qué me gusta tanto ver a la gente caminar, pienso, sobre todo si son mujeres, claro, pero a los viejos también los miro, desde la época en que volvía de los after tipo nueve de la mañana, borracho y huérfano de toda dignidad, y los viejitos caminaban bien despiertos, como si no hubieran dormido, quizá por miedo a no despertarse nunca más, pero hubo una época en que yo tampoco miraba a nadie, vivía en una nube de pedos, hasta que hice un click, fue en una concentración, antes de un partido con Vélez, donde mi compañero de pieza Pisconti me tiró un libro de fútbol de Galeano, leelo me dijo, y después vinieron las Venas abiertas de América Latina y me bajaron de un hondazo de mi nube de pedos, de los hoteles cinco estrellas, las mujeres de una noche y los amigos del campeón, y empecé a pensar las cosas de otra manera, a disfrutar más de las pequeñas cosas de la vida, sí, disfrutar de las pequeñas cosas, aunque quizá este sea el principal engaño del capitalismo, que quiere que nos contentemos con poco, pienso, pero mejor no pensar tanto, porque uno se pone más triste, el pensamiento casi siempre es solitario e infeliz y así, solitario e infeliz, se me fueron las horas pensando y ya me están por dar el alta, viene el médico y me pide que me acurruque en una bolsa de consorcio negra.
Acurrucate acá, dice
¿Ahí?, digo
Está la barrabrava afuera, están esperando que salgas, dice
Entiendo, digo
Me meto en la bolsa, acurrucando mi dolor, me piden que no me mueva y me sacan junto a otras bolsas de basura, me depositan en el asiento trasero de un auto, alguien desata el nudo de la bolsa, es mi representante, que no emite palabra y empieza a manejar, ya es de noche, abro la ventanilla y el viento acaricia mis pómulos rotos, y veo que pronto pasaremos ante el barrio privado donde vive Kevin, una de las figuras del fútbol argentino, y veo a Kevin despatarrado en su lujoso sofá, tan grande como un monoambiente, jugueteando con sus niños rubios, mientras llega Isabella, la hermosa mujer de Kevin, avisando que la cocinera ya preparó una rica cena, y los cuatro se abrazan y conforman una familia que muchos tildan de perfecta, aunque yo sé bien que Kevin esconde otro celular en su locker del club, como casi todos los jugadores, casi todos ególatras, que no aman ni a sus mujeres ni a la camiseta, aunque quizá esté siendo demasiado duro, y bastante resentido también, ahora que tengo roto el cuerpo y el alma, y lo veo de nuevo a Kevin, comiendo en silencio, mirando la TV, y me dan ganas de bajarme del auto, entrar a su casa y preguntarle si es realmente feliz, pero no lo hago porque ya es demasiado tarde, y porque al fin de cuentas a todos nos cae la misma noche.
Autor:
Matías Torno