Publicado en: 04/06/2023 Nancy Botta Comentarios: 0
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Latinoamérica, mayo del 2023

 

Hola Juan

Noches atrás fui sorprendida con tu visita mientras dormía. Me sobresalté cuando irrumpiste en mi sueño irguiéndote abruptamente desde una posición de sosegado reposo mientras tu boca exhalaba un intenso y enronquecido sonido, como si expulsara algo. O alguien. Pura pesadumbre desencarnada.

Sabiéndote embajador de las dimensiones espectrales, te pregunté con familiar naturalidad, si habiéndote descargado, no sé de quién o de qué, te sentías aliviado.

Vos me respondiste, no con palabras, al menos que pudiera recordar despierta. Lo hiciste con una comunicación serena, suavemente modulada, portadora del embeleso propio de tu estilo de escritor.

Al no responder a mis fervientes aunque ingenuas convocatorias en las noches posteriores, decidí escribirte intentando retribuir el despliegue de amabilidad con que me sentí honrada en ese encuentro. En él, me participabas de tu satisfacción y sosiego por compartir la palabra que vertiste en tus libros. Decías que te otorgo la posibilidad de convivir con la herida propia de la vida: sabernos mortales y cómo el comparecer esparciendo palabras plasmaste el arraigo y la pertenencia a tu tierra.

Me retorna esa frase tuya “Cómo crecer sabiendo que la cosa de la que podemos agarrarnos para enraizar está muerta…” Vaya que encontraste como hacerlo con tu singular sello que te ha convertido en uno de los más mayores escritores de nuestra lengua.

Si comprendí tu mensaje, si como dicen sólo muere lo que se olvida, vos, tu obra, ya trascendieron. Y “trascender” sobrevuela al “no olvidar”. Porque “no olvidar” puede estancarse en una repetición agobiante de vivencias penosas, de las que tu pluma nos liberó fantásticamente con sus subyugantes relatos y escenas. Padecimientos existenciales de los que hemos sido redimidos, dejando de arrastrar el dolor propio de cada quien.

En cuanto  a mí, tomada por tu manera de expresarte, fui viajera en el tiempo, compenetrándome con esos parajes y momentos históricos, sin que ninguna emoción íntima alcanzará a empañar mi deleite al leerlos.   Pude escuchar el Río en sus diferentes estados de ánimo, arrasador o vivificante, al Viento ausentarse y volver, estar entre nubosidades y sentir el albergue de la Noche apaciguadora del ardiente asoleamiento y velando la inconmovible rigidez de las rocas. También sorprenderme con el aroma de la floración en contrapunto con ámbitos agresivos y ardientes.

Allí donde fui transportada, el calor y el olor, afectan el aire, la sangre y la tierra. Esa tierra tuya, que puede leerse, escucharse, palparse y sentirse profunda y ancestralmente. Desde Moctezuma o antes aún, atravesando la brutal conquista europea, la colonia hasta las diferentes revoluciones.

En ella, toda existencia, evidencia ser su producto, emergen y subsisten como respuesta manifiesta a esa tierra que los engendrara. Qué mirada amorosa fue necesaria para transformar esos duros e inhóspitos lugares, en ambientes embellecidos por la poética de tu descripción y lograr que vidas implacablemente arrojadas al fracaso, se tornen narraciones disfrutables con la sutileza de tus modos.

Hasta las versiones más vandálicas y salvajes de tus personajes convertiste en ineludibles pasos de contradanza vital que la vida misma les ha coreografiado. Necios unos, ingenuos otros, atrapados todos en tamaña desolación, no se puede sino absolverlos de juicio alguno. Si ya vagan en una condena perpetua profetizada antes de su nacimiento. Nunca salvaguardados por la redención religiosa, padeciendo tanto la impiedad del no perdón por parte de la iglesia como la inexplicable ferocidad del poder estatal de turno sin ley ni regulación alguna.

Solo un receptor tan sensible pudo haber devuelto a los ausentes desplegando sus vivencias más íntimas sin perturbarlas.

Les has dado la oportunidad de verter sus penosas existencias oponiéndote al silencio, para que no mueran del todo permaneciendo donde sus raíces trabajosamente penetraron muy profundo, buscando algo de agua vivificante o para que el viento furibundo no las arranque de ese terruño tan suyo como seco y polvoriento. Tanto que no cubre lo suficiente los cuerpos que aloja. Y así persisten, aferrados a sus raíces sin decidirse a morir del todo, transidos por la indefinición, ni vivos ni muertos.

Sus ancestros allí enterrados y la vida misma les legaron el paralizante “saber que no hay salida”. No hay camino que permita irse en dirección alguna. La tierra, si la abandonan, no tendría modo de contarlo a través de sus hijos sin esperanza.

Además, últimamente se enteraron de que aquellos que forzaron su destino creyendo que es posible desarraigarse y emigrar en busca de mejores tierras, caen en un infierno terrenal. La mayoría entrampados peor que animales, algunos encerrados en cajas de vehículos donde la muerte llega por asfixia lentamente, otros amontonados en habitaciones sin ventanas donde son sometidos a todo tipo de vejámenes, también hay quienes son vendidos y tratados como mera mercancía, y los menos desafortunados mueren limpiamente a balazos.

Lo más terrible de ese infierno es que nadie escucha sus voces, ni sus gritos pidiendo ayuda y hasta el llanto de los niños es desoído. Distinto es en Comala, donde, mágicamente, por tu intermedio, sí se dejan oír entre lastimeros susurros y cómplices murmullos.

No sé si ellos te llamaron décadas atrás para que seas su voz, tampoco si lo hicieron ahora para atraerte a mi sueño y que, entonces, pueda agradecerte en su nombre y en el de cada lector que puede, pudo y podrá deleitarse con tu obra.

Gracias, Juan Rulfo.

 

Autor:
Nancy Botta

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