Publicado en: 02/06/2023 Graciela Roselli Comentarios: 0

– Una más, doña Prudencia, una solita más.

– Sí, siempre dices lo mismo y después no dejas de alzar el codo hasta que alumbra el día.

– Una sola copita más, ña Prudencia, y no se me enfade. Ya ve que se le principia a engurruñar la cara y se le cargan como veinte años más.

– Una copita más, una copita más… tanta copita y en cualquier momento se me va a desparramar en el suelo y lo voy a tener que levantar a cucharadas.

– No me exagere Pru, qué va a pensar acá el amigo.

Usted no se me preocupe que la Prudencia toda la vida fue así, de andar espantando. Aunque cuando se pone a presagiar yo por las dudas la escucho, no vaya a ser que sea verdad lo que dice y a uno después lo agarren desprevenido. Es que el que ha andado por ahí de correrías queda para siempre en guardia, durmiendo con un ojo abierto, atento por si se viene la vuelta de algo. A usted se le ve que no es hombre de malas andanzas, pero segurito entiende a que me refiero.

– Acá tiene y ya. Cuidado con quedárseme esparcido por el piso.

– Gracias, Pru. Y pare de andar anunciando desgracias como pájaro de mal agüero, que me lo va a asustar al amigo.

Ahí la tiene pues, no deja de estar arguyendo y llamando a la desventura. Fíjese que hace un rato se me acercó y me dijo que usted está aquí desde tempranito porque vino a llevarme. Adónde me va a llevar si yo sé volver solito. Que vino a buscarme porque tengo que pagar por las penas que causé y que estoy minado de demonios, dice. Esas ideas que se le ponen a la Prudencia.

Le cuento para que sepa cómo son las cosas porque usted no parece ser de por acá. En este pueblo uno aprende de chiquito a callarse lo que piensa. Hasta que se hace grande, y lo sigue callando igual, pero un día descubre que el alcohol le ayuda a soltar la lengua y las palabras le salen como de a chorros. Ahí empiezan los líos. Y no solo la lengua se suelta, también las manos, y ahí sí hermanito, la infinidad de pleitos que se desatan que nunca se sabe cómo van a acabar. Imagínese pues, siendo así, es imposible que quede alguno libre de pecados. Toditos tienen que vérselas con los demonios que se le meten. Unos se los tragan y los vomitan, a otros se le quedan adentro, y abundan los que los llevan atragantados toda la vida. Y de esto yo sé de sobra, mire, aunque los demás le digan que soy perezoso para la comprensión.

Eso pensaba mi padre. De él poco recuerdo, solo que insistía con que yo le había salido flojo de entendederas. Mi madre decía que era por la insolación que me agarré un día en el río, que volví con la cabeza acalenturada y duré abombado varios días. Yo creo que uno se hace flojo de entendederas porque es tanto mejor no andar comprendiendo demasiado cuando escucha a su madre llorar día y noche.

Cuando mi padre volvía, borracho y dando patadas a todo cuanto se le cruzara en el camino, se quitaba con ella el empacho de sus padecimientos a los golpes y a los insultos. Yo corría a esconderme y era un no parar el golpetearme de la mandíbula hasta que él se quedaba dormido. A mí me miraba con desprecio. Mucho tiempo anduve creyendo que lo que le disgustaba con ella era que le hubiera dado este hijo, pero después dejé de lado ese pensamiento. Un día no volvió más y ni rastros dejó. Al principio estuvimos tranquilos y luego mi madrecita se fue muriendo, de pena y de hambre.

– Severo, ahí te anda buscando don Cosme porque necesita manos para la faena. Me dijo: ve a la cantina y tráemelo al Severo Montoya que seguro anda necesitando moneda.

– Pues dile que ahorita mismo no puedo, Froilán. Estoy acá hablando con el amigo. Además, ya estoy viejo para esas tareas.

– Sí, y bastante jalado por lo que veo… Dile pues a ese amigo que dices que está contigo que te espere, y mientras que le haga compañía a la Prudencia.

Este es el Froilán Montes. Anda, de continuo, recolectándole braceros a don Cosme para que le vayan a hacer los trabajos. Voy casi todas las veces, pero últimamente ando muy cansado.

– Ve Froilán, ve a decirle a tu patrón que el Severo está ocupado. O no, mejor dile que no me has encontrado.

Le estaba contando que mi madrecita se me fue muriendo. Y ahí me quedé solo con mi abuelo. El viejo nunca me hablaba y todas las tardes, apenas caía el sol, viajaba solamente con la mirada las cinco leguas que lo distanciaban de su pueblo, mientras su cuerpo permanecía en la silla de paja. Yo me daba cuenta de que iba a encontrarse con su madre porque balbuceaba con voz de niño. Por momentos se sonreía y luego seguramente algo triste le estaría contando porque se le empañaban los ojos de lágrimas y comenzaban a derretírsele. Después se quedaba silenciado, se le endurecía otra vez la cara y seguía ahí quietecito en su silla de paja.

– Severito, si no se va con el hombre se me va a tener que ir yendo para la casa. Ya ha tomado demasiado y no se me va a quedar acá, achicharrado por el demonio, hasta dispersarse en el suelo.

– Pero doña Prudencia, qué dice, si estamos aquí tranquilitos y para nada la molestamos. Además, cómo me voy a ir con el hombre, adónde, si yo nunca me moví de la zona.

Me fui por ahí un tiempito algunas veces, sabe, pero nunca lejos. Recuerdo que el período más largo comenzó un día de verano. Estábamos acá mismo. Ya desde tempranito veníamos bebiendo para atemperar el calor cuando entró de repente don Adelqui Famoso y encaró derechito hacia mí, con su pecho ancho y el bigote renegrido recién pintado. “¿Dónde está Severo Montoya?” -gritaba mientras se me venía encima. Andaba reclamando que hiciera mi mujer a su hija Dora porque ella le había dicho que el hijo que tenía en el vientre era mío. No tuve mejor ocurrencia que aclararle que casi no la conocía a la muchacha. Lo cual era cierto. Solo bastaron esas palabras mías para que el viejo se encabronara aún más. Y me rellenó de insultos y amenazas mientras la Dorita, llorando con desconsuelo, rezaba estrujando con las manos una estampita de la virgen niña.

Es que, sabe amigo como son las cosas, cuando uno anda excediéndose seguido con el alcohol, llega el momento en el que la comprensión se le afloja y va por ahí haciendo maldades que después ni recuerda. Así que, como no podía andar asegurándole a don Adelqui que el niño no fuera mío, una vez que me recuperé del terror que me dejó largo rato paralizado y mudo, aproveché que don Cosme necesitaba gente para la cosecha y de ese modo me ausenté, desentendiéndome del asunto.

Luego me quedé trajinando por los caminos unos cuantos meses más para alargar la vuelta, viéndomelas con las penurias. Hasta que decidí regresar. Y va que, apenitas de haber llegado, el viejo Famoso me sintió el olor y se me vino como perro al hueso, cargando a la Dorita y al crío, que ya había nacido. Mientras se me acercaba le vi en los ojos, inyectados de sol y furia, la pretensión de degollarme. Diga que se interpusieron varios que estaban conmigo para que no me matara. Me alcanzó la cara con semejante bofetón que me hizo tambalear y fui a caer a los pies de la Dorita; y en eso le veo al niño, que estaba desnudo en brazos de su madre, la misma mancha en la barriga que me ha dejado mi madre a mí de su antojo de buñuelos. Y ya ni yo mismo tuve dudas de que era mío.

Fui a convivir con ellos hasta que la Dora me corrió porque dijo que no me aguantaba más. Don Adelqui, que ya andaba achacado, no intervino. Y así fue que seguí solitario y con mi alma herida a cuestas.

Espéreme un tantito, que le voy a pedir otro trago a la Prudencia.

– Ña Pru, ya andamos necesitando otra copita…

Pero, dónde se habrá metido que no me oye. Debe andar secreteando con los del más allá. Dicen que puede verlos y que pasa largas horas conversando con ellos en un idioma que nadie por acá conoce.

Y usted, hombre, ¿no va a tomar nada? No diga que anda apurado. No se vaya a creer esos inventos de la Prudencia, que me tiene que andar llevando. Todavía no pienso irme para ningún lado, y menos acompañado. Yo desde chiquito ando solo y puedo seguir así.

Como le decía, pocas veces me alejé del pueblo, y siempre obligado a escabullirme por alguna cuestión confusa.

Otra vuelta en que anduve errante por ahí fue por el desgraciado episodio de haberle dado muerte al Benigno Cruz, cosa que escapaba a mi intención.

Estaba anocheciendo, el cielo se cubrió de nubes y andaba yo cargando apresurado unos sacos de alfalfa desde el corral para dejarlos al resguardo antes de que se viniera el aguacero. Veía que no iba a llegar, cuando sucedió que me encontré de repente al caballo del Benigno deambulando solitario. Tenía la solución ahí nomás, frente a mis ojos, así que lo tomé prestado. El pobre animal relinchaba asustado por el crujido de los truenos. Me costó mucho amansarlo, pero lo fui logrando de a poco, le adosé el carro y terminé el trabajo justito antes de que se desatara la tormenta. Así que para cuando llegó el chaparrón yo ya estaba acostado en mi cama.

Luego continué aprovechando los beneficios de tener mi propia movilidad. Hasta que va que me encuentra el Benigno, tres días después, descansando en el monte. Venía con dos de sus secuaces.

– Severo Montoya, así te quería agarrar. ¿Qué es eso de andar robándome mi caballo?

– No te equivoques Benigno, el caballo andaba solo y lo tomé prestado. Ahorita mismo pensaba volver a retornártelo.

– ¿Qué prestado?… ¡Si serás descarado, Montoya! Devuélveme mi caballo y te la tendrás que ver…

Dijo y se me abalanzó, empuñando su navaja, decidido a destriparme. Desde el piso nomás intenté explicarle. Alcancé a decirle cómo eran las cosas, pero el muy tozudo no quiso oír razones. Con el envión de la primera patada que me dio en el lomo quedé parado, pero con todo el alcohol que llevaba cargado en el cuerpo no conseguía enderezarme para enfrentarlo, así que me le colgué del pescuezo para atemperarle un tanto la furia. Tironeamos un rato hasta que no pudo aguantar más tenerme enganchado como un péndulo en el cuello y me empujó con toda la fuerza. Va que apoyo el pie justo en un toscón que tenía detrás y, en cuanto me quedo sin equilibrio, vuelvo a manotearlo al Benigno y se cae conmigo, con tan mala fortuna que fue a dar justito contra el borde de un abrevadero y quedó ahí tendido, desnucado. Nadie puso en duda que la culpa había sido mía. Decían que le había robado el caballo y que luego lo había matado. Y vaya a hacerle entender a los demás cómo son las cosas cuando ya se les ha metido una idea en la cabeza.

Así que luego de eso anduve errante por ahí, evadiéndome de la autoridad que me buscaba por todos los agujeros para enjuiciarme.

A pesar de la desgracia tuve un tanto de suerte. Como al Benigno eran varios en la zona los que no lo habían querido nada, tenía un regadero de enemigos por ahí, entonces no me era difícil encontrar quien me diera cobijo.

Fui a parar un tiempo a la casa de mi padrino, hombre tan magro como tenaz, que vivía en el monte con sus ocho hijos. Su mujer había muerto en el último parto. Allí me encargaba de alimentar a las gallinas y a los puercos, y cuando había necesidad le colaboraba con los cultivos.

Era un bello lugar, alejado de los murmullos de los que siempre andan chismoseando. Pasaban días y días sin que apareciera un alma por esos lados.

Cuando terminaba en el corral me iba a ver como anochecía donde culminaba la tierra. De camino se escuchaban las risas ahogadas de algunos de los chamaquitos que me seguían para espiarme desde los matorrales. Mientras el sol se escondía, muy de a poco, el aire se tornaba espeso y el cielo se iba pintando de rojo. De pronto, aparecía una línea recta que allanaba cualquier ondulación y ya no se veía ni una sombra, todo quedaba cautivado por ese fulgor. El tiempo se detenía, los pájaros enlentecían su vuelo y lo único que alcanzaba a oírse era el sonido del silencio. Fue lo más cercano a la paz que he sentido en toda mi vida, sabe.

Luego de unos meses, los trabajos ya no dejaban ni para la comida y no quería mortificar a mi padrino siendo una boca más que alimentar. Así que decidí continuar mi camino. Otra vez huérfano y sin rumbo.

Los que querían encarcelarme me fueron persiguiendo hasta que se cansaron. Y agradecido estuve de que así fuera porque yo también estaba agotado de andar huyendo. Así que volví.

Por aquí, si usted pregunta, seguramente le van a andar diciendo que el Severo es esto o aquello. La Prudencia y los demás acostumbran a dejarse llevar por maledicencias. Andan juzgando por ahí como si tal cosa. Pero todos ellos, como ya le conté, cargan algún demonio a cuestas, nomás que se la pasan haciéndose los olvidadizos.

Son tan pocos los que terminan siendo de fiar que, con los años, uno se va poniendo más viejo y cada vez más arisco. No vaya a creer que desconfío de usted. Solamente le comento como son las cosas para que esté en conocimiento y no lo engañen con patrañas. Eso nomás. Ahorita si tiene que irse, vaya pues. No me ande esperando a mí. Vaya tranquilo que de acá yo no pienso moverme. Y si me voy, me voy solo, que no soy ningún crío para que me anden llevando. Vaya, vaya… Cuando aparezca la Prudencia beberé una copita más y luego me iré yo también a descansar.

¡Madrecita! ¿Qué hace aquí? A poco rato me iba a ir. Diga que me entretuve charlando con un amigo, de no haber sido así no me hubiera encontrado. No sabe cuánto la he echado de menos. Qué pena que no haya venido antes, podría haberme ayudado a explicarle cómo han sido algunas cosas a los que me acusan de tener el alma sucia. Veo que usted me está hablando, pero no puedo oírla. Necesito volver a escuchar su voz para aflojar la tristeza que me agujerea el pecho.

Estoy descalabrado, madre. Me he quedado sin fuerzas. Tengo las piernas tullidas y mis ojos están tan tapados de neblina que ya casi que ni puedo verla. El aire me pasa como piedras por la garganta. Se me reseca la lengua. Necesitaría un trago más. Ando bastante cansado, sabe. Me recostaré un tantito aquí porque ya no podré moverme…

– Ahí lo tienen… Míralo pues, si habrá tenido la cabeza dura este Severo que le dije tantísimas veces que ya era hora, que se fuera antes, y ni modo. Aquí sigue estando el pertinaz, nomás que ahora todito muerto y desparramado. Y ya no hay nada que hacerle, a partir de hoy se me va a quedar eternamente esparcido acá, atrayéndome las desgracias.

 

Autor:
Graciela Roselli

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