Demencia senil le dijeron, loca y vieja pensó. Los retoños de la sentencia no tardaron en dar el presente.
Olvidándose del olvido se encontraba buscando lo que nunca encontraría, cambiando nombres, enfurecida o brillante. Agresiva, vulgar, cansada, insomne. Sin poder explicarse ni explicar eso de que el desgaste de los neurotransmisores del cerebro de un hemisferio provocaba trastornos que…
El neurólogo, irónicamente, despliega un palabrerío ambicioso para explicarle que no le funciona el cerebro al paciente que escucha sin saber siquiera su número de documento. Y encima finge alegrarse porque está afectado un solo hemisferio. Inútil, le dice, inútil que se guarde la enciclopedia porque lo que él le cuenta con sonrisa de utilero ella lo vive, que se vaya al infierno.
Memantina y Duloxetina son sus compañeras de atrofia, las saluda, habla con ellas. No son amigas tampoco las quiere, bastante aprendió de esa farsa. Bien que cuando las necesitó no estaban, como siempre le ha pasado, por qué tanto asombro.
Elenita y Nora, canastas de domingo, desaparecieron cuando confundió piernas, puras e impuras y escoba. Es cierto que ella escupió el café de Nora pero no fue para tanto.
Bueno, también está Lidia que la ayuda con las cosas de la casa y plumero en mano la mira de reojo y asustada.
Desayuna con el pastillero de días ordenados en mañana, tarde y noche. Pasa un tiempo hasta que la maquinaria arranca y se esfuman las ganas de volver a la cama.
Piensa que los neurotransmisores no se ven y la gente necesita ver. Un yeso, un pañuelo en la cabeza, un algo que justifique los olvidos, lo errático, la furia contenida.
En un rato el cerebro atrincherado se mueve. Cerebro cuervo, revolotea oliendo la destrucción y la podredumbre.
Dicen que se quiso matar volando sobre el balcón sin medir las nefastas consecuencias de vivir en el primero. Quedó estampada contra el piso de la vecina de planta baja hasta que volvió de la peluquería y le preguntó qué hacía en su patio mientras acomodaba el potus roto. Escayola y moretones que le duraron algunas cruces en el almanaque de la cocina. No se acuerda de haber volado y mira las cruces rojas pensando de quién habrá sido el cumpleaños.
La fue a ver el cura, ingrata idea de no sabe quién, pero seguro fueron Nora y Elenita. El cura le dijo que el cuerpo no es nuestro, es del Todopoderoso y Él decide, y entona con voz de sermón una lista de infinitos no: aborto, eutanasia, suicidio. Se pregunta si la demencia senil entra en esa lista. Le dijo al cura que entonces sería algo así como que Dios es dueño de nuestro cuerpo y nosotros somos inquilinos. Claro, contestó el cura y se ajustó el alzacuello, cansado de esa charla inconducente. Ella le ofreció un té, para después agarrarlo del pelo de la nuca y decirle que se fuera y no volviera más, porque no entendía nada y no sabía de qué intento de suicidio le hablaba.
A ella el Todopoderoso le quitó todo y encima no puede matarse porque iría al infierno. O quizás estarían a mano porque Él se ocupó de matar una parte y ella del resto. Piensa en firmar un contrato de prestaciones abyectas. No sabe por qué se pregunta por el infierno si no le interesan ni el Infierno ni el cura embustero. Infierno es lo que vive. El olor a condena, la insurrección de su ser. Ella ya no obedece culpas ni remordimientos, guarda una pícara maldad irreversible, como la escupida al café de Nora.
Debe ir a la panadería. La tarea del día dijo Lidia, quien seguro aprovecha su dilatada ausencia para robarle.
Dos cuadras y algunos descuidos. No pasa por la Iglesia, a ver si aparece con esos ojos redondos que encajan en su cara triangular de ratón y continúa con la saña de los debes y deberías. Cura anarquista de amante embarazada y derecho al sermón. No se acuerda si los malos pensamientos están en la lista de los mortales o los veniales.
Sabe Dios si todo lo sabe que bien lo necesitó y bien sola la dejó. Entonces ahora es sola, con su cerebro cabizbajo.
Camina por Dorrego, dobla por Tucumán y escucha como todos los días el aflautado saludo del vecino, soberbio en su juventud pasajera, erguido y de fácil andar. En vez de obligarla a un «cuídese», afilado, podría ir a comprarle el pan, ya le va a llegar el neurotransmisor desconectado.
Así me lo contó: “No digo yo que mejor es ser sola. Dios me exilió y los otros me exiliaron, redoblé la apuesta. Nunca nadie podría rasgarme o quebrarme. Sin embargo, acá estoy, mutilada, en un compás de espera y desesperanza. Porque acechan en el horizonte cercano la depresión, la inestabilidad, la ansiedad que galopa, las lagunas, la incapacidad de formar una palabra. La degradación física”.
Se pregunta qué tanto importaría una leve desviación moral y le aletea en el cerebro una idea rapaz. Debería anotarla para no olvidar, pero la descarta, temerosa de Dios.
Italia. Cruza. Media cuadra más, y dos pan flauta y una leche.
La vuelta. La bolsa pesa y cambiar de mano pesa también. El alma pesa. El frío del invierno pesa. El futuro pesa.
Cruza y se le clavan en la nuca como agujas la impaciencia de los autos que esperan su flaco avance. No apura el paso, los mira con odio contenido porque hacen alarde de salud. Y le pasan por carril derecho, carril izquierdo, la esquivan, como si en vez de nafta tomaran Memantina.
Dorrego y media cuadra. Le debería comprar un potus a la de la planta baja. Al fin llega. Pone la compra en la mesa de la cocina y ahí está Lidia mirando de reojo. Váyase chinita, largue el plumero, dígame qué hay para cenar y váyase. Para almorzar, señora. Es lo mismo, para comer, qué hay para comer. Polenta.
Se acuerda del cura, de Elenita y Nora, de Lidia y del potus roto. La desesperanza tiene la ventaja de la valentía.
Abre el gas de las cuatro hornallas. El fuego se lo deja al cura anarquista y su infierno anunciado. Se acuesta en el piso de la cocina y espera. Esperar con futuro tiene mejor semblante. La espera es amable, teje una vuelta floreada a la rutina, mira y le sonríe. Se le cruza el rayo hechicero del arrepentimiento, pero no cede. La escucho: “Yo no lo busqué. El Todopoderoso empezó. Yo sólo firmé con letra bailarina e ininteligible mi parte del contrato”. Se deja llevar.
La despierta el grito de Lidia, ¿qué hace señora durmiendo en el piso? Le cuesta levantarse, tiene hambre, se sienta a desayunar polenta con un pan gomoso que no sabe quién dejó arriba de la mesa. Mira las perillas de las hornallas que están perfectamente alineadas.
Autor: Mercedes Andrada