Publicado en: 09/03/2024 Mercedes Andrada Comentarios: 0
Foto: Acuarela de Beatriz Petit

A las cuatro y diez de la mañana del que podría ser el último día de tu vida, volvés a mirar el reloj. Toda vos en una punzada filosa que te atraviesa por completo.

Armando duerme en la cama de al lado. Lo adivinás un largo rato en la penumbra de la habitación, preguntándote cómo hará para seguir. Triste, seguro. Te necesita. Pero también con ese alivio que no se confiesa. Y más tarde, un resto de futuro, ojalá.

La sensata luz del día se empieza a colar por la persiana y marca renglones en la pared. No sabés con qué podrías llenarlos. Tu tiza hoy sólo escribe palabras molestas, incorrectas. Lo que se piensa y no se dice, barramos debajo de la alfombra. Todo prolijito.

Antes hubieras saltado de la cama a dibujar corcheas, fusas, esa canción. Con fibra en la pared recién pintada, sin que nada rompa tu impulso de vida.

Antes.

Otro amanecer, contra tus deseos.

-Armando- susurrás lento, aumentando de a poco la voz, para que le llegue tu presencia, despacio, sin sobresaltos. Pobre viejo, tu compañero. No le esperan días calmos. Aunque claro, él no lo sabe.

Se despierta, inquieto, despeinado, ojeroso, alerta.

-Hola, mi amor, buen día. ¿Cómo dormiste?- mientras mira tu cara e intenta una sonrisa.

-Bien -mentís, sin siquiera un saludo-. ¿Me harías un favor? Necesito que venga Nina, quiero verla, si podés llamarla…

-Es temprano, muy temprano. Voy a preparar el desayuno y después la llamamos. Igual Nina viene mañana, seguro.

-Necesito que sea hoy, exigís.

Te sonríe, te besa la frente y se empieza a cambiar.

Un beso. En la frente.

Treinta años, una vida juntos, y la despedida se deshilacha con un beso en la frente. Pero él no lo sabe.

No seas mezquina, tampoco hubo un adiós cuando subiste por última vez a la terraza, en ese viaje que creíste sólo de ida. Callada, sin palabras de consuelo para los demás. Cruel paradoja, ibas a volver. Pero vos tampoco lo sabías. Mucho menos lo deseabas.

Y te quedas pensando en Nina y ese lazo incondicional con nombre y apellido. La unión que sobrevive a pesar o gracias a no se sabe qué hechizo. La amistad que sin describirse, sólo se disfruta. La amiga hermana de niñez compartida, sueños que se festejan, fracasos que se lloran, miradas que advierten, tropezones, y la otra ahí, agarrándote del codo, para que no te estampes contra el piso.

Siempre juntas, a veces más juntas, a veces menos, pero siempre al alcance de la mano. Muchas risas y llantos sin pudor, de esos que te dejan la cara desfigurada y el cuerpo más liviano.

Desnudas en piel y alma.

Adolescentes tiradas panza abajo, cruzadas en la cama y las piernas bailando, entre confidencias indiscretas.

El primer beso, el porro que se afanaron y las asustó. La risa y el hambre que no pasaban. El miedo a ser descubiertas.

Puertas cerradas para que nadie escuche. Como si las paredes pudieran evitar fugas en ese concepto tan inasequible que encierra el mi mejor amiga.

Sabe que a su lado no va a encontrar la paz que necesita, nunca la tuvo tampoco, al principio ni siquiera la quiso. Pero hoy, Armando tiene la desazón de lo irreparable. La verdad que quiso evitar, se le estampó en la cara.

En esa piba hermosa y torbellino que puso su mundo patas para arriba, encontró la carcajada que desconocía. Una loca linda, que alumbró su camino sedentario, un poco estoico, de escasa sonrisa y demasiado trabajo.

Junto a ella no podía aburrirse, su velocidad siempre a punto de estallar.

Juego y risa, así era vivir con ella. Como sin permiso, huyendo de bares sin pagar, colándose en eventos que poco les importaban. Pero sintiendo la adrenalina en la boca seca, en las manos transpiradas, en el corazón galopante.

Ella lo incitaba a hacer el amor en lugares insospechados, a rebelarse a la vida. Qué paz hubiera necesitado Armando si era la primera vez que su vida carcajeaba.

Los roles bien marcados, él el carro, ella un caballito desbocado. La pasividad y la energía en una sincronía perfecta.

Después de lo qué pasó, los tentáculos del caos lo abrazan, se cansó de vivir alerta, sin saber qué sorpresa agria encontrará, de adivinar para dónde irá la cabeza y el capricho de ella cada mañana.

Dejó de ser gracioso.

Estuvo siempre, calmó su culpa, quiere descansar.

Pero claro, ella todavía no lo sabe.

A veces, cuando ella duerme y aprovechando que María está en casa, se va a jugar unas fichitas. En ese aturdimiento, su cabeza lucha por desconectarse. Empezó así, siguieron la ruleta, el póquer. Quizás un whisky, aunque apurado, mirando el reloj, atento al celular. Intranquilo.

Se pregunta a las cinco de la tarde y con la insensatez o sensatez del alcohol, en qué se convirtió, o más vale, qué es lo que fue. Un títere de quien amó . Así, conjugado en pasado.

Amó, en los momentos de escapadas, de esa adolescencia tardía a flor de piel, del mar que los abrazaba y sus cuerpos, solo uno, sal y arena.

Armando cortaba flores en jardines ajenos y ella coronaba su pelo y le daba un beso.

Caballito desbocado, carita de manzana. Se pregunta una y otra vez qué es lo que pasó. Cuál fue el momento del quiebre. Del antes y el después.

Se le desdibujan los cuándo.

Ella quería terminar la carrera, y dejó de trabajar para avanzar con los estudios. Ir de viaje, vamos de viaje. Le dio todos los gustos y también la razón creyendo que la hacía feliz. Pobre idiota. Hasta que empezaron los problemas. Siempre un problema, y cuando no había, los encontraba.

A la razón se la dió literalmente. En bandeja, a cambio de su cordura.

Duda si lo del embarazo fue un descuido. Ella, tan meticulosa con las pastillas. Decía que quería una familia, una carrera y una familia, y de repente, no. Al final de cuentas, recibirte un año antes o dos años después es lo mismo, le dijo Armando, sabiendo que ella en vez de estudiar se pasaba todas las tardes de bar en bar con Nina, o haciendo compras. Se lo dijo y se puso como loca, en ese momento creyó conocer a la verdadera piba torbellino. La otra cara, la sinuosa.

Intentó todo lo que pudo, él quería ese bebé, aunque no lo hubieran planeado.

Discutieron. En vano, ella logró lo que quería.

Otra pelea, el lugar que eligió parecía un matadero. Un asco. Se lo recomendó Nina, Nina siempre metida en el medio. Sórdido, de gasas sucias y olor a desinfectante.

Cuarenta días con una hemorragia que no paraba. Sanatorio, altas y reposo. Al fin, la pesadilla pareció terminar. En realidad no. Había consecuencias. Pero entonces, ellos no lo sabían.

La normalidad duró dos o tres escapadas a Brasil y Miami y de nuevo el capricho. Quiero una familia, quiero una familia.

No hacían el amor, cogían como máquinas, el sexo convertido en reglamento, automatizado, los días en que ovulaba, cinco antes, cinco después, y en el medio no había nada. Sólo la espera que terminaba cuando salía del baño llorando o a los gritos y se tiraba unos días en la cama.

Y Armando, simple espectador de los personajes que ella montaba

Con el diagnóstico final vino esa depresión tan contagiosa, que se instaló en la casa, pegándose como chicle, absorbiendo el oxígeno.

Años de exigencias, egoísmo salvaje, arrebatos desbocados.  Empezó a ir y venir, furiosa, y volvía a él, arrepentida por unos minutos. o culpable.

La vorágine del después, llevó a Armando al camino de la locura y la decisión.

No fue de un dia para el otro, sino como ir al cine, sin querer te va envolviendo ese mundo raro, las luces tenues, propagandas, te vas metiendo, desconectarte del afuera cuando apagás el celular, las luces finalmente desaparecen y ahí ves. Ves de verdad, con todos los sentidos. Y te das cuenta.

Tirarse de la terraza, le cuesta confesarlo- volver, casi viva, peor, deprimida e inválida. Piernas títeres. Hizo todo, lavó su culpa. Se va, ella todavía no lo sabe.

Mirás a Armando mientras se cambia, quizás alguien vuelva a hacerle las listas para disimular su daltonismo. Medias marrones y pantalón negro. Esas listas que colgabas en la parte de adentro del placard, con flechas y combinaciones, en la época de las risas. Cuando no había basura para esconder debajo de la alfombra.

Armando baja y empieza la música de lo cotidiano, los ruidos de la cocina, la radio, el olor a café y tostadas. El vals de lo diario, de lo simple.

Te duele, pero no sabés qué.

Se parecen el dolor del cuerpo y del alma cuando están juntos, y como nadie te regaló ni un minuto de amnesia, todo te lleva al mismo instante. Una fuerza apretada, negándote el aliento. Como lo que sentiste al caer. El silencio vertiginoso, el pecho pegado a la espalda, sin espacio, ahogándote y después, el ruido. Ruido sordo que se fue encendiendo de a poco.

Y el dolor intenso, dolor tenaza.

La voz de María te saca de tus obsesiones memoriosas, obsesiones esbeltas y emperradas. La siempre fiel María. Práctica, eficiente, sufrida.

¿Por qué creés que María sufre?. Vos le pusiste sufrida, ella es diferente, nada más. No es necesario que sea sufrida. A lo mejor ella cree que la sufrida sos vos. Ella es servicial, no te confundas. Canta bajito alguna melodía guaraní, caderas anchas, y  pelo lacio y oscuro, trenzado con alguna flor. María tez blanca y ojos grandes, risueña y maternal.

María, que vino hace mil años, dejando atrás su Paraguay natal para quedarse, al principio con cierta distancia, y que hoy te baña y te cambia los pañales. La que te miró con recelo cuando volviste del hospital, sin comprender esas miserias de la gente de las capitales. De donde viene María la vida es lineal.

Para ellos soy un nombre fácil de decir, María. Hace mucho tiempo que estoy con los señores, y me alcanzaba antes con las salidas de los jueves a la tarde y los domingos todos para mí. Me voy a la pensión de calle Saavedra, me encuentro con mis amigas paraguayas, nos cruzamos a la plaza para ver jugar a algún mitaí ajeno y charlamos.

Les cuento de la guarara que se armó, de la señora. El señor es tranquilo y bueno, pero ella está siempre peor. Y le exige a una todo el tiempo, de mala manera. Y yo los quiero, pero estoy cansada.

Pobre mujer, tuvo problemas, pero eso de tirarse de la terraza…

Problemas tenemos todos, si lo sabremos nosotras, tenemos que ocuparnos de lo nuestro acá y de los nuestros allá. Y la falta de plata para mandar a los que se quedaron. Acostumbrarnos a la forma de vivir de los de acá.

Tienen todo lo que cualquiera quiere, pero se tiran de las terrazas.

Arma líos y le anda gritando por macanadas, cada vez más. El señor se pone mal. Y yo ya ni siquiera puedo tararear porque parece que molesto.

Es de balde seguir quedándome. Ramona me consiguió un trabajo en lo de la hermana de su patrón. No es para quedarme a vivir, como ahora, pero hay lugar en la pensión de Saavedra.

No voy a quedarme con ellos.

Pero todavía no lo saben.

Esa mujer, sufrida para vos, es quien hoy maneja a la perfección la cama ortopédica que te hospeda y te hospedará, según los médicos.

“¿Podrá volver a caminar, doctor?”. “Para ser honesto, no creo”.

Si hubieran tenido hijos quizás María sería como tu hija mujer. Quién sabe. Es bajita, como vos. Tiene caderas anchas, como vos. Pero ella es fuerte. Y vos no.

Si hubieran tenido hijos todo hubiera sido distinto.

No podés hacer otra cosa, sólo pensar, y la palabra hijos desata la lluvia espasmódica, que empieza como un goteo tenue de verano, primeras gotas del pasado en tu puerta, llueve más y más, el agua te socava, te chupa las ganas, te hundís.

Como no podés descansar del pasado, lo dás vuelta, pensás en colores, en blanco y negro, para atrás , en diagonal, en simultáneo, al revés.

Pero nunca en porvenires. Ni perfectos ni pluscuamperfectos.

Y caés siempre en una ficha. Porque sólo moviste una ficha, el derrumbe no tiene tu firma. Una ficha del dominó, una decisión, que selló tu futuro con saña. Eras una piba.

Pensás al revés, en  blanco y negro y con el cinismo del diario del lunes, cuando conocés el final, la verdad. Como esas películas que dan marcha atrás en cámara rápida. O lenta, qué te importa, si tiempo es lo que te sobra.

Tres, dos, uno.

Moviste una ficha. Una sola. Y eras una piba.

Vas para atrás, en blanco y negro.

Sos incompleta. La terraza te chupa del piso. El vacío y el pecho pegado a la espalda. Miedo y una medida de whisky. Siempre las decisiones. “Rebelate un poco, llorá por los dos, o por los tres, Armando, que yo sola no puedo llorar por todos”. El “así estamos bien, somos dos y nos amamos”, frase que ya te desquicia. Armando cada vez más dócil y vos cada vez menos joven, cada vez más huérfana de ese regalo que ayer asesinaste, y hoy querés con garra. Tu trabajo descuidado. La vida que se empieza a descomponer, la cama que te retiene más de lo habitual. “Daño uterino irreversible”. “Hagamos una consulta”. El óvulo que siempre, siempre, siempre cae desangrado en tu bombacha. La fecha del óvulo que morirá o será retenido en una combinación de genes. Sos joven todavía, pero cada vez menos. El desaliento que se va instalando sin pedir permiso. Probar y no. Probar y no. El tiempo pasa, y ahora sí. La eliminación de terceros indeseados. Tu férrea decisión y un Armando dócil que asiente. “Prefiero dejarlo para más adelante”. Tu carrera inconclusa y toda una vida esperándote. Armando dále, va a ser lindo. La sospecha de una sorpresa no buscada, la confirmación y los planteos. Un descuido en un viaje descontrolado. Sos fértil, completamente fértil, libremente fértil. Algunas salidas y el amor bendecido por un cura de cara lavada y sin entusiasmo. Conocés a Armando. Sos muy joven, muy fértil, muy feliz. Sos.

Fin del carrete. Y ahora de nuevo, pensás en colores, con la ingenuidad que te cubre de la intemperie y del después que, claro, no sabías.

Porque sólo moviste una ficha. De piba.

Uno, dos, tres.

Vas para adelante, y en colores.

Sos. Sos muy joven, muy fértil, muy feliz. Conocés a Armando. Algunas salidas y el amor bendecido por un cura de cara lavada. Sos fértil, completamente fértil, libremente fértil. Un descuido en un viaje descontrolado. La sospecha de una sorpresa no buscada, la confirmación y los planteos. Armando dále, va a ser lindo. Tu carrera inconclusa y toda una vida esperándote. “Prefiero dejarlo para más adelante”. Tu férrea decisión y un Armando dócil que asiente. La eliminación de terceros indeseados…

No podés seguir, la ficha que soplaste y el dominó que arrasa. Los porqués.

Te ahoga esa ficha.

Porque sólo moviste una, y eras una piba.

El tiempo pasa, y ahora sí. Probar y no. Probar y no. El desaliento que se va instalando sin pedir permiso. Sos joven todavía, pero cada vez menos. La fecha del óvulo que morirá o será retenido en una combinación de genes. El óvulo que siempre, siempre, siempre cae desangrado en tu bombacha. “Hagamos una consulta”. “Daño uterino irreversible”. La vida que se empieza a descomponer, la cama que te retiene más de lo habitual. Tu trabajo descuidado. Armando cada vez más dócil y vos cada vez menos joven, cada vez más huérfana de ese regalo que ayer asesinaste, y hoy querés con garra. El “así estamos bien, somos dos y nos amamos”,  frase  que ya te desquicia. “Rebelate un poco, llorá por los dos, o por los tres, Armando, que yo sola no puedo llorar por todos”. Siempre las decisiones. Miedo y una medida de whisky. El vacío y el pecho pegado a la espalda. La terraza te chupa del piso. Sos, pero incompleta.

Fin del carrete y acá estás. De la terraza al infierno más temido. Ahora mutilaste tus piernas, antes habías empeñado tu útero, tus hijos, tu futuro.

Una semi mujer, mujer incompleta, que -encima- siembra alertas en el “prójimo próximo”. Arrastrás al resto con tus decisiones. Pero ahora no sos una piba.

Armando sube con la bandeja. El desayuno y una incontable cantidad de pastillas de colores que se te antojan caramelitos de sorpresa de cumpleaños para la magia y la sonrisa eterna. “Todos para vos”, dirá.

-Todo para usted, mi amor.

Armando, tan previsible.

La garra que le pone te molesta.  Querés gritarle que no te alcanza ese mero espejismo de cobijo. Que estás ahí, es verdad, pero vacía. “Vacía, Armando. Seguí tu vida porque te hundo a vos también, porque ya no soy la piba arrogante de decisiones fáciles, y cada vez la jodo más. Déjame, andá a buscar a alguien que te dé una vida de colores, al menos una lista de combinaciones”.

Pobre viejo de la eterna resignación, que te quiere a pesar de. Quería ese hijo pero aceptó, y después aceptó también el nunca más, hoy acepta a la mujer de fragmentos. Preferirías que grite, porque te duele. Y sentís que no te lo merecés.

Se queda sentado al borde de tu cama, haciendo comentarios del diario y el clima, pero vos sabés que es para controlar que tomes todo. Para evitar los ataques de furia o el llanto desconsolado o, lo peor, lo más miserable, el silencio eterno y los ojos muertos en algún punto que desconoce y teme.

-¿La podés llamar a Nina? -decís mientras mirás el té con leche que te da náuseas y los caramelos que no te salvarán. Promesas azules, verdes y blancas, sin éxito asegurado.

Esas promesas a las que les vas a cortar las alas, dejándolas ahí huéspedes tullidos de la cama ortopédica.

-Nina, Nina. Mirá que viene mañana. ¿Te acordás que viene los viernes?

-Sí, pero quiero hablar con Nina.

-Desayunemos y la llamo.

Se hace eterna la lucha de “tomate el té, hace un esfuerzo, dale. A ver, así, claro, de a sorbitos. Y las pastillas. Muy bien”.

Te sentís un despojo, la borra al terminar la taza de café, el charco que se niega a irse al vaciar la pileta. El insulto a la dignidad escondido en un idioma idiota de un pequeño, tomá la pastillita que te hace bien, a un adulto que fue completo. Y sano. Y joven. Y fértil. Que hoy es un deshecho atrofiado por decisiones equivocadas.

Puta, che, eras una piba y la jodiste con un puntapié a una pieza. Qué podías saber del milagro que se te ofrecía, querías viajar, recibirte, libertad. Por qué tenías que saber que el destino es orgulloso, y el capricho de entonces se volvería un nunca. Por un error de piba terminó todo mal. Y ahora estás postrada, huérfana de hijos, sin título, con pañales y piernas suicidadas.

-¿Le decís a María que suba, por favor? Me siento sucia.

– Pero estoy acá, lo hago yo.

– Quiero a María.

La voz te sale más fuerte de lo esperado y Armando te mira con preocupación, pero obedece.

Cuando baja, agarrás el puñado de caramelitos prometedores, lo tirás en la taza del té con leche y con esfuerzo, al basurero que tiene pañuelos sucios, blíster de pastillas, el vaso que estrellaste ayer en un ataque de furia, contra la pared de los renglones. Todavía está ahí, envuelto en diario. Tus últimos días resumidos en una bolsa patética de residuos.

Sube María y su trenza cantarina de brillo indómito. Le decís que llame a Nina.

Obedece. Te pasa el celular y le decís que espere afuera.

María observa y cumple, sin sacar conclusiones. María nunca saca conclusiones, pensás. Sólo vive. Y canta bajito.

Nina demora en atender.

Claro que hubieron  peleas, siempre hay peleas en una amistad que se jacte de serlo. Algún tiempo separadas, entre odios y recelos. Extrañar, y después el mensaje que llega, la mano que está de vuelta, como si nada hubiera pasado.

Muy distintas. Casi antagónicas. Nina, la osada, libre, de apariencia distante. Nina fundamentalista de la libertad. Trotamundos sin brújula, ni lazos. Sin marido ni hijos ni familia que hagan añicos su ir y venir, estar y volver a partir.

Tan distintas. Vos con las cartas marcadas de antemano, y un camino a seguir, más calmo. Un amor, un título universitario, matrimonio, hijos. Vos sí buscando alianzas contenedoras, una casa ruidosa feliz en las tradiciones.

Sin saber que una sola decisión, iba a ser la que convierta tu futuro en un nudo apretado.

Otra vez me llama, por favor, ya me molesta el timbre de su voz diciéndome “Hola, Nina”. Qué quiere ahora. La quiero y estuvimos toda la vida juntas, pero me tiene harta. Ésta piba se cree que lo único que tengo que hacer es escucharla. Claro que me siento a veces culpable, pero tampoco la pavada. Todo el tiempo exigiendo, llamando la atención y ahora empezó con ese temita de la bendita promesa, o pacto, o como se le ocurra llamarlo. Pero si teníamos una curda terrible cuando hablamos de eso y hace mil años. Yo no me voy a meter en un quilombo semejante, mirá si después tengo problemas encima.

Que se tire de nuevo por la terraza, capaz le sale bien. Claro que ahora no puede.

Harta me tiene.

Fue tomando decisiones durante toda la vida, sin pensar en nadie más que en lo que ella quería. Me parece genial, pero bancáte las consecuencias. Y encima se le ocurrió decir que la culpable de su infertilidad era yo, por elegir el lugar. Yo no lo elegí, le dije dónde podía ser, nada más. Si vino llorando desesperada para que la ayudara, porque sabía que yo había abortado un par de veces y no podía preguntarle a nadie más. Qué culpa tengo, si me los hice en el mismo lugar y no me pasó nada. Tuvo mala leche, nada más.

Después se le ocurrió jugar a los Ingalls y dale que va. Quiero una familia, quiero una familia. Es insoportable.

Nina demora en atender.

El silencio del otro lado de la línea te incomoda. Te asusta. Es tu última posibilidad. El pacto de juventud. Pacto de honor fortalecido en días felices, a ejecutar en la oscuridad de la inconsciencia.

Pensás en la encrucijada de esos “convenios”. En la insondable cruz de lo que se promete cuando se apuesta sin pensar en el día de pago. Sin saber tampoco quién resultará deudor o acreedor, verdugo o mártir. Y el riesgo. Una ruleta rusa.

Juramentos apresurados sin medir consecuencias.

Los días que deciden las suertes, empiezan como cualquier otro, y sin embargo, un viento feroz te puede dejar ahí, desamparada y sin norte.

Pero Nina va a cumplir. Te lo debe.

Vos lo harías por ella. Irías corriendo a cumplir sus deseos.

¿Irías corriendo?

Dudo en atender. Si no lo hago, la conozco, me va a llamar sesenta veces. Es muy pesada. Y si atiendo, vaya a saber qué pretende. O cuánto dura la llamada. Mañana voy a la casa y le digo que tuve problemas con el celular, con el trabajo. No sé, que se murió alguien. Ahí está. Eso le encantaría. Porque vive de drama en drama. En la cornisa. Pero jodiendo al resto.

Yo de última me la banco y no me meto con nadie.

Sigue llamando. Tengo mil cosas para hacer. Ahora quiero desayunar tranquila con Tato. Qué noche pasamos con éste pibe. Es una máquina. El ni siquiera sabe quién es ella y ni pienso contarle la historia.

No sabría tampoco qué contarle. Una piba que sí, compartimos mucho, y después fuimos por diferentes caminos. Y ella insiste con el: mi mejor amiga. Obvio, si no tiene otra.

Aparte mi mejor amiga, tenemos mil años y sigue con mi mejor amiga. Ella vive en una peli, un drama, una tragicomedia.

Todos tenemos pesadillas, tratamos de no joder. Yo soy libre y no pienso de ninguna manera quedar atada a una ridícula “promesa” de juventud.

No puede ser que piense que fue en serio eso que dijimos. Fue hace mil y no teníamos idea de nada. Yo no pienso cargar con esa culpa espantosa toda mi vida.

Aparte me puedo meter en un quilombo serio. No, ni pienso. Pero no hay forma de convencerla.

Las últimas veces que estuvimos juntas habló casi todo el tiempo de eso. Traté de explicarle que son promesas que se hacen de jóvenes. Como la de nunca meternos con el novio de la otra, esas cosas. Pero no medíamos la profundidad del tema.

Ya tuve un par de entradas por la falopa. Mi prontuario está a punto caramelo. Y ella pretende que juegue a la enfermera asesina. Ni en pedo.

Es insoportable. Tengo que atender.

El libre albedrío. La posibilidad de elegir el hasta cuándo. El cuándo  y el cómo. Eso que no se dice, no se nombra. En algún momento, todos los momentos tienen una buena excusa para suicidarte. O suicidar.

Etimologías complejas para definir voluntades férreas. O débiles. O muy muy muy débiles. De eso no se habla, de la muerte, del suicidio, del aborto. Dónde poner el más final de los puntos finales. Propios y ajenos.

Hoy no, es mejor mañana. Hoy postergás, mañana sería ideal. Hoy no tenés ganas, junto con el quiero que sea hoy.

Pareciera que todas tus decisiones fueron poco felices. Pero eras una piba.

Hoy tu espíritu agónico perdió la paciencia y te apura la prisa de lo efímero.

Pero ésta, tu última decisión, es absolutamente tuya. No roza a terceros. O sí. Pero de reojo, y regalando más libertad que muerte.

Recordas perfecto el pacto. Nina y vos se liberarían mutuamente del dolor. Fue un momento de hermandad suprema. Sentir que había alguien en el mundo dispuesto a ayudarte a poner el punto final. Lo recordás con un escalofrío. Eufórica.

Vos creés que regalás más libertad que muerte. Sembraste un reguero de hartazgos, pero eso no lo contabilizás. No entra en tu cabecita caprichosa. Porque tus decisiones son órdenes.

Nina atiende.

-Amiga, es hoy.

Silencio.

-¿Estás segura?. ¿No será que dormiste mal? A lo mejor se puede aumentar la dosis, puedo hablar con Méndez, yo mañana paso  y lo vemos…

Con la última fuerza que te queda, casi en un grito.

-Es hoy.

Silencio.

-¿Nina, estás ahí?

-Sí.

-No podés fallarme Nina. Lo juramos.

Un nuevo silencio y el miedo te invaden.

-Algún día iba a llegar, es hoy, por favor.

-Si estás segura… aunque podemos charlar un rato antes y hablar con Méndez…

-Nina, te espero hoy, lo antes posible -y exhalas, en un último esfuerzo de esperanza y tristeza- o no quiero verte nunca más.

Cortás sin llegar a escuchar la palabra de Nina, llamás a María y le decís que querés descansar, que por favor no te molesten.

Encima me corta el teléfono, mi paciencia llegó a un límite. En un rato va a empezar a llamar de nuevo.

No pienso ir, ni hoy, ni mañana. Nunca.

No sabés cuánto tiempo pasó, te quedaste dormida. Las tres de la tarde y nadie te despertó.

No hay olor a comida, tampoco ruidos, ni radio, ni voces.

Armando saca la valija que fue escondiendo hace un tiempo.

Todavía no se despertó. Ya va a empezar a llamarla a una. Aprovecho ahorita para ir con Ramona.

El pibe me invitó a ir a la isla a pasar el finde, al carajo todo, vamos.

Gritás con furia y nadie te contesta.

 

 

Autora:
Mercedes Andrada

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