Inclinó la cabeza hacia atrás para mirar el cielo, celeste e inmenso. Inspiró profundo, y mantuvo atrapado el aire hasta que le dolió el pecho y entonces lo liberó de a poco. Sintió un pequeño alivio, que duró hasta que miró la tierra removida. El rectángulo tenía el tamaño exacto del cuerpo de Mercedes. Ya se habían ido todos. Él se había querido quedar. En realidad, no podía irse. No soportaba dejarla ahí, sola. Otra vez miró el cielo, la luz del sol lo obligó a entrecerrar los ojos. Percibió la tibieza del aire, el olor de la tierra recién removida, el ritmo de su respiración, los latidos cíclicos de su corazón, y no entendió porque aún seguía vivo. La alianza de oro abrazaba su dedo anular izquierdo. Brillaba recordándole los veinticinco años que habían compartido con Mercedes. Toda una vida juntos. No habían tenido hijos, eran ellos dos.
El día no se había enterado de que Mercedes ya no estaba, brillaba con el encanto de la primavera, y él lo odió con todas sus fuerzas. Las flores amarillas encendían los lapachos, el césped brotaba verde y vivaz, todo el paisaje rebosaba de vida. Vibró el celular en el bolsillo del saco, se había puesto el traje que a ella le gustaba tanto, el azul oscuro. Era un mensaje automático que le recordaba el turno médico de la Sra. Mercedes Iriarte para el día jueves cuatro de mayo a las diecisiete horas. Era al día siguiente. La angustia contenida subió desde el mismo centro de su cuerpo en borbotones que rompieron el dique de su garganta, para convertirse en un llanto tan silencioso como incontrolable.
– Buenas tardes.
Levantó la cabeza sobresaltado, el hombre que acababa de saludarlo estaba parado frente a la tumba de al lado. Estaba tan ensimismado en su dolor, que no lo había escuchado llegar.
– Buenas tardes – le respondió tratando de controlar su llanto.
– Es una forma de decir, porque veo que no son nada buenas para usted. Lo siento mucho.
– Gracias.
– Va a tener que armarse de paciencia, amigo. Ese dolor va a convivir con usted por mucho rato. ¿Escuchó esas frases que siempre dicen en los velorios? «El tiempo todo lo cura», «Es cuestión de tiempo», «Va a pasar con el tiempo». Son todas estupideces. El tiempo sólo arrastra el dolor hacia adelante, y van quedando algunas hilachas en el camino, pero no se va nunca. Se lo digo por experiencia.
Lo miró con interés. Era alto y delgado. Si bien no era joven, tampoco era viejo. Tenía el pelo lacio, castaño, con canas, peinado hacia atrás. Los ojos, color ámbar, tenían una mirada triste.
– ¿A quién perdió? ¿Su mujer, una hija? Lindo nombre Mercedes.- le dijo señalando con la cabeza hacia una corona de flores que decía: «Para la Seño Mercedes. Tus alumnos de primer grado».
– Mi mujer. Mi compañera de toda la vida. Nos conocíamos desde chicos, vivíamos en la misma cuadra, fuimos al mismo colegio. En la adolescencia nos enamoramos y no nos separamos nunca más. Hasta ahora.
– ¡Qué duro, amigo! Con mi esposa también estuvimos juntos muchos años. Con mi mujer, porque esposa suena a condena, ¿no? Y para mi no era ninguna condena. Me gustaba estar con ella. Cuando volvía de trabajar a la tarde, me esperaba con el mate listo y charlábamos de los chicos, del trabajo, de las noticias del día. Cosas simples, ¿vio? Y los días que volvía malhumorado, ella me abrazaba fuerte, y yo me dejaba cobijar por su cuerpo tibio y blando, con olor a postre de vainilla, y nada podía andar tan mal.
– Se ve que la extraña mucho todavía.
– ¡No sabe cuánto! Porquería de muerte. ¿De qué falleció su mujer?
– Un infarto. Era sana, pero hacía unos días sentía un dolorcito en el pecho, así que pidió turno con el médico para controlarse. Recién consiguió para mañana, no había antes. Y ayer se murió.
– Es así amigo. Un infarto, un accidente, una enfermedad… ¡La vida! ¿O no nacemos para morir? Estamos todos condenados, no sabemos cuándo, no sabemos cómo, ni por qué, pero estamos seguros que va a suceder.
– Ya lo sé, pero ¡cómo duele!
– Llore amigo, largue todo, le va a hacer bien. Las lágrimas arrancan la angustia.
– Gracias, me reconforta hablar con usted. Desde ayer sólo escucho palabras vacías bienintencionadas. Es la primera persona que comprende lo que estoy sintiendo y me habla con la verdad. ¿Viene seguido al cementerio?
– Cada tanto. Vengo porque, a veces, aún me cuesta creer que sea cierto.
– Sí, lo entiendo. Me parece irreal no volver a ver a Mercedes. Voy a llegar a nuestra casa, donde están todas sus cosas, las tareas de sus alumnos que estaba corrigiendo, las plantas que tanto cuidaba, su ropa, su perfume impregnado en cada rincón, y ella no va a estar nunca más. Por eso estoy demorando el regreso.
– ¿Le puedo dar un consejo? Hable con ella, no importa que piensen que está loco. Cuéntele cosas, recuerdos felices, cosas del día a día, estoy seguro que lo va a escuchar, se va a sentir menos sola. Y a usted también le va a hacer bien. A mi me hace bien hablar con mi mujer, me alivia.
– Le voy a hacer caso.
– Me lo va a agradecer. Bueno, me voy yendo. Ya es hora de volver, se está haciendo tarde. Un gusto conocerlo amigo, a pesar de las circunstancias.
– Igualmente, gracias por sus palabras. No nos presentamos, mi nombre es Pedro Miranda.
– Antonio Helguera, para lo que necesite. Seguramente nos cruzaremos alguna otra vez por acá, si viene a verla. Lo dejo tranquilo para que se siga despidiendo.
Pedro asintió con la cabeza y volvió a mirar la tumba de su mujer. Cerró los ojos un momento e inspiró profundo, recordó la última vez que vio a Mercedes, su cara de sueño, el desayuno a las apuradas, el beso de despedida antes de salir para el trabajo, las últimas palabras que le dijo: «Qué tengas un lindo día, amor. Nos vemos a la tardecita». Abrió los ojos mientras largaba el aire de a poco. Se sentía un poco mejor. Le había hecho bien hablar con alguien que había pasado por lo mismo que estaba pasando él.
Ya se había ido. Él también se tenía que ir, dentro de poco cerrarían el cementerio. La tarde se estaba haciendo noche. Los pájaros cruzaban el cielo violeta en bandadas, el aire se volvía húmedo por el rocío. Juntó las pocas fuerzas que le quedaban y comenzó a caminar hacia la salida. Al pasar por delante de la tumba de al lado, miró con curiosidad la lápida para ver el nombre de la mujer de su nuevo amigo, no se lo había preguntado. En el rectángulo de mármol gris, grabado en letra mayúscula de imprenta decía: “Antonio Helguera- 1917 – 1967 QPD”.
Autor:
Ileana Caprile