Es inmenso el alivio que me invade cuando voy acercándome a mi casa después de tantas horas en el estudio. Al salir como al volver la calle está oscura. La mayoría de mis días transcurren de la misma manera, encerrada en el lúgubre reducto que es mi oficina, sin una mísera ventana desde la que pueda ver la luz del sol. Solo mirar el reloj me orienta con el horario, y los comentarios que hacen las personas que vienen de afuera me ayudan a suponer cómo está el clima.
Apenas atraviesa el umbral de la puerta de entrada, ese mismo que traspasó hace más de diez horas en sentido contrario, parece ser otra. Sus brazos se desploman, tira la pila de expedientes en la mesa ratona y comienza a desvestirse como si fuera desgajándose. Al fin puede sacarse los tacos y ese trajecito tan ajustado e incómodo. Se arranca el broche que sostiene en un tirante rodete su cabellera, que empieza lenta y libremente a ensortijarse, y registra la tensión en las sienes y en la mandíbula. Se envuelve en la bata y busca algo para comer. Solo le quedan un par de latas y restos de comidas de varios días atrás resecos en la heladera. Decide abrir un paquete de galletitas dulces y así resuelve la cena. Jamás consigue dedicar el tiempo suficiente a organizar su alimentación, como ya le recomendaron millones de veces que hiciera.
Solo un rato más tarde oscurece totalmente y un aire helado invade la casa. Leda cierra la ventana de la cocina, que da al jardín, y se resiste a desplegar las cortinas. Las acaricia con las yemas de sus dedos y se acuerda del día en que las compró y las puso. Había pensado con detenimiento en el color y en el estampado del género para que combinaran con los muebles. Y cuando ya estaban colgadas quedaron más hermosas de lo que había imaginado. Recuerda que eso, como todo lo demás, fue elegido cuidadosamente por ella, reparando hasta en el mínimo detalle, cuando decidieron convivir con Esteban. Si le consultaba algo, él siempre le respondía “me da lo mismo”. Claramente le daba lo mismo porque esta casa nunca dejó de ser un lugar de paso para él. Tan fugaz fue su pasaje que no llegó ni siquiera a enterarse del ferviente deseo de ser madre que estaba creciendo en ella.
¿Qué le sucede ahora con estas cortinas? ¿Qué le impide desatarlas y correrlas? Sabe que hacerlo sería aceptar que termina el día y se aproxima el insomnio con toda su crudeza. Se ha quedado noches enteras mirándolas, identificando imágenes que se dibujaban con la sombra de sus pliegues, y ahora le resultan extrañas, peligrosas. No sin dificultad logra deslizarlas por el barrote de madera y siente un puño cerrado presionándole el pecho.
Espontáneamente se da cuenta de que mañana será el primer jueves de agosto, y como todos los primeros jueves de cada mes irá Aníbal Romero al estudio para preguntarle si hay novedades de su caso. Una vez más debe armarse para enfrentar la situación enormemente penosa de no tener nada nuevo ni alentador para decirle.
En varias ocasiones descubrió pruebas contundentes que la llevaron a ilusionarse y a darle a Romero alguna esperanza. Pero indefectiblemente, cuando llegaban a manos de Díaz Echagüe -su jefe-, se desvanecían como por arte de magia, las anulaba de inmediato.
Cuando ocurría eso, en este caso o en otros similares, la citaba en su despacho y le sugería que tomara unas semanas de descanso o que se retirara de la investigación para que quedara algún otro colega a cargo. “Estás muy afectada y perdés la objetividad”, solía decirle. “Te tenés que despegar de tus emociones -le advirtió un día -, si no, no podés hacer bien tu trabajo y nos vas a exponer a todos”. ¿A quiénes? y ¿a qué?, se preguntaba Leda apretando los dientes. Esas parecen ser las reglas en su lugar de trabajo, su libertad en las investigaciones llega hasta el límite que ponen los intereses y los negociados de Díaz Echagüe.
Ensaya algunas respuestas posibles para darle a Romero y se le escapan las palabras, se le van, se escabullen.
Las busca como si estuvieran escondidas. Al principio desorientada, pero con paciencia, luego irritable arrojando todo lo que está al alcance de sus manos. Solo durante algunos instantes intuye que las tiene cerca, que están detrás de un mueble o en la alacena, pero no puede evitar que rápidamente se escurran por los rincones o se desvanezcan. Si lograra hallarlas, asegura, haría todo lo posible por retenerlas. Quisiera atarlas, mantenerlas amarradas para que no se me vayan más -piensa sin poder decírselo porque ya no cuenta con sus palabras-. No llega a comprender por qué se esfuman así, de un momento a otro.
Se detiene en el asomo del recuerdo de cuando era niña y las palabras no le bastaban para expresar lo que sentía o pensaba. En aquella época no eran suficientes, ahora desaparecen. Concluye aliviada que ya no corre el riesgo de perderlas porque no las tiene más.
Quizás la continuidad entre el cansancio y el insomnio no la dejan detenerse a pensar y encontrarlas. Entonces, procura recuperar la calma recostándose en el sillón del living. De pronto da un salto y prosigue la cacería de manera más acalorada aún. Hasta llega a presionar fuertemente sus sienes con los dedos mayores de las manos para ayudar a su memoria a recobrarlas, y no lo logra. Corrobora que nada sirve, nada alcanza. Se le van.
Agotada y ya sin fuerzas rebusca palpando su propio cuerpo. La opresión, que en un comienzo se había instalado en su pecho, baja con la misma intensidad hasta la pelvis. Un fuego incontrolable se expande por debajo de su piel y, de inmediato, un helado sudor le brota de los poros como si se estuviera derritiendo. Se exaspera y en un intempestivo arrebato se despoja de la bata, quedando absolutamente desnuda. Raro en ella, a quien su exagerado pudor nunca le permitió soportar la propia desnudez, sintiéndose avergonzada aún en la íntima soledad de su habitación.
Recorre su lánguido tronco con las manos. Desliza con frenesí las palmas por su agrietada corteza, advirtiendo la prominente angulosidad de sus caderas y las ondulaciones de las cicatrices que la vida le fue marcando, y luego las ahueca llevándolas hasta su nariz, olfateando la ausencia. Corrobora el vacío introduciendo los dedos en cada orificio de su cuerpo. El olor verde intenso perfora sus fosas nasales provocándole un incontrolable temblor. Siente náuseas. Teme convertirse repentinamente en álamo. Sus piernas se alargan formando gruesas raíces que perforan el suelo, arraigándose con tanta intensidad que le resulta imposible moverse.
El viento abre impetuosamente las ventanas, alterando la monotonía de las cortinas, y una fresca brisa acaricia la piel de Leda y se va, como se le fueron las palabras. Así, de repente, dejándola en espasmódica rigidez, como un árbol atónito ante la rudeza del invierno en una de sus primeras heladas.
Una lágrima de resignación, que concentra el sabor amargo que la inunda, brota en su castaña mirada, se desborda y cae. Resbala en su mejilla y muere al recalar en la comisura de la boca. Demasiado salada para sus resecos labios. ¿Le duele? No lo sabe.
Se tranquiliza pensando que no existen palabras que puedan llenar algunos vacíos, el de ese hombre, el suyo. Esa convicción le sirve para aplacar su sensación de impotencia.
Sale del estupor poco a poco, se distiende y queda dormida, acurrucada en el sillón. Despierta después de unos minutos y ve que empieza a amanecer.
Se incorpora con lentitud. Agarra su trajecito entallado -que hizo confeccionar a medida cuando tenía cinco kilos menos- para ponérselo nuevamente y, con algún esfuerzo, desliza hacia abajo la falda acariciándola para desdibujar las arrugas. Enlaza su rebelde cabellera en un prolijo rodete, se sumerge en sus zapatos de taco alto, se maquilla y ya está dispuesta a cruzar el umbral de la puerta de su casa para afrontar, aparentando entereza, un nuevo largo día de trabajo.
Media hora más tarde llego al estudio y, como cada primer jueves de todos los meses desde hace cinco años, está sentado en la sala de espera Aníbal Romero, con el mismo gorro de lana negro y el saco de pana marrón que usa todos los inviernos. Restriega sus manos, resecas por el constante contacto con el cemento y el frío, para concentrar en ellas un poco de calor. Me espera desde muy temprano y al verme llegar, como de costumbre, muestra una incipiente sonrisa cargada de una remota esperanza.
Lo hago pasar cuanto antes para no seguir dilatando su espera y me acomodo en el sillón de mi oficina frente a ese hombre de mirada lagañosa. Respiro profundo, tratando de descubrir palabras nuevas que puedan mitigar su dolor y no consigo encontrarlas. Entonces le repito, una vez más, casi con las mismas de siempre, que aún no hay prueba suficiente para llevar a juicio a los asesinos de su hijo.
Me agradece y lo veo irse, lentamente, con la tristeza rigidizando sus ojos y encorvando su espalda, y pienso con desesperación que todavía me faltan casi diez horas para volver a traspasar el umbral de mi casa.
Autor:
Graciela Roselli