En el espacio literario latinoamericano el nombre de Jon Fosse, ganador del Premio Nobel de Literatura 2024, produjo sorpresa. Su obra narrativa y teatral ha recorrido un largo camino en los países de Europa sin que esa difusión se replicara en nuestro ámbito. El hecho de ser elegido como acreedor del premio movilizó a los estudiosos e interesados detrás de sus creaciones e inmediatamente, a veces con premura, comenzaron las reseñas, los comentarios y las críticas de lo que se iba conociendo. La prisa no es recomendable y menos cuando la aproximación está en proceso. Nos vemos tentados al juicio rápido propio de cuando acontece la sorpresa y, entonces, convendrá proceder con prudencia ―el tiempo cumplirá con su oficio― a fin de considerar la magnitud y la profundidad de una obra.
Entendemos que en el caso de este autor, una vez asidos a su cuerda, resultará difícil soltarse.
Si el trasfondo desconcertante fue acuñado como denominación de la literatura en la que R. Carver detenta el mayor prestigio, ese concepto parece, a priori, no menos apropiado para lo que se ha podido leer de Fosse. Sin embargo, a poco de descifrar las claves, su estilo comienza a fluir provocando, en buena parte de sus lectores, una suerte de embeleso. Es que la repetición exasperada, las ideas obsesivas, las reiteradas referencias que constituyen a los protagonistas (nunca muchos) operan como una salmodia en la que, a pesar de la insistencia, es posible el goce literario. Las páginas de Fosse comienzan a sucederse con una naturalidad ágil una vez que el lector ha rubricado el contrato y se sumerge en la llana vastedad concéntrica de esta narrativa.
Realismo místico es un nombre propuesto para el estilo que detenta Fosse y él ha aceptado esa denominación. Es clara la búsqueda de unión del alma con Dios por el amor, particularmente en aquellos personajes que operan como alter egos del autor. Aquí parece adecuado acotar que, al igual que en otros grandes escritores, los personajes no trasuntan malignidad sino, más bien, sujeción a sus destinos en los que los actos son tan imprevisibles como fatales.
En lo que respeta a la eufonía ―aun habiendo traspuesto la frontera que significa su traducción al español― podemos incluir a Fosse entre aquellos escritores de frases extendidas, de escenas que se detienen y se sostienen y en los que la musicalidad cumple un papel definitorio permitiendo paladear el uso del lenguaje. Cortázar, Saramago, Murakami atesoran una melodía que realza su lectura. Lo mismo sucede con Fosse aunque su sonoridad, de nuevo, nos remite a lo místico.
Partiendo de una postura que precisa de los actos de fe, la obra de Fosse no se sustrae a las discusiones tan racionales como metafísicas alrededor de la existencia o no de “lo divino” y no hesita en exhibir las inconsistencias ―aún las extravagancias― del dogma, en particular el judeocristiano. Sin embargo, finalmente, habrá de refugiarse en la necesidad de la fe para afrontar una vida que, caso contrario, adolecería de sentido. No hay ―y pensamos que es adrede― disimulo en ostentar ese recurso y la recitación de las oraciones sagradas, así como la letanía enajenante propia del rosario católico o del mantra oriental, suele acompañar al protagonista de sus historias.
Aquí deberemos detenernos en el estilo narrativo de sus últimas obras en las que, a fuerza y mérito de repetición y ausencia de hiatos, nos sumerge en ese ánimo que provoca una escisión, un olvido del yo, algo que es también propio del rapto literario. Las historias, profundamente humanas exaltan la desprotección y la orfandad de cada individuo frente al enigma existencial, por lo que la identificación de lector con esos problemas es natural.
Fosse apela al dolor y el sinsentido de vivir y a la vez le opone un camino para poder soportarlos, camino que llega a ser confortable en escogidos y escasos momentos.
Confortable tiende a volverse su lectura por lo que el retorno a su obra responde más al placer que al interrogante. Parece invitarnos a un peregrinaje. Deberemos agregar que ese recorrido, compuesto de amplias singladuras suele provocar una suerte de trance hipnótico al que refieren algunos de sus lectores. Escisión del yo, olvido y peregrinación sobre el terreno vital como paleativo a la angustia, lo perdido, lo que no ha de concretarse. Melancolía, entonces, como material de la historia, o más bien de la condición humana. Melancolía exaltada por el paisaje propio de los países escandinavos donde la bruma, las sombras, el silencio, el frío, las durezas, acompañan estos peregrinajes.
Que en dos o tres generaciones los destinos de los habitantes de tales latitudes hayan accedido ―partiendo desde condiciones precarias y hostiles― a situaciones de confort impensadas en los tiempos de los abuelos de Fosse representa un cambio que está presente en las historias del autor. Los hábitos propios de condiciones duras y humildes se oponen a los que promueven las comodidades y servicios del presente. La dificultad, la escasez, el ahorro, la optimización de los pocos recursos han marcado y marcan aún la vida de mucho de los habitantes. En el juego del esfuerzo y la recompensa va la vida de los personajes. Culpa y solidaridad se recrean haciendo viable esa comunidad organizada donde el contrato social tiende a cumplirse, aunque queden un buen número de asuntos pendientes de resolución, el alcoholismo, a propósito. Esa adicción y sus resultados indeseables, omnipresente en la obra de Fosse y en la sociedad escandinava representa una manera de escape a lo que, paisaje, clima, soledad mediante, acucia a los habitantes de tales países.
La escisión del yo a que se ha hecho referencia arriba puede abordarse desde otro punto de vista que incluye rasgos fantásticos: el personaje y su doble. Ese recurso visitado en reiteradas ocasiones por muchos autores, adquiere una dimensión especial en la obra de Fosse porque el diálogo con los otros yoes se sostiene, se demora, dando a esa fantasía visos de naturalidad y, por lo tanto, de realismo.
El recurso exhibe lo que podría suceder con quienes, compartiendo una individualidad de nacimiento y niñez, se escinden y transitan destinos dispares debido a decisiones dispares. Nos enfrentamos a la posibilidad de que exista el libre albedrío y, entonces, los caminos que se hayan escogido provocarán consecuencias acordes. Aparecerá, como opción, el refugio en las adicciones ―en las que el alcohol, insistimos, juega un papel principal― y en una suerte de fatalismo triste que el autor (por propia experiencia en esos campos) refuta apegándose a lo que ha sido, para él, amarra de la que sostenerse: el misticismo, católico por elección. Y la escritura, es claro, a la que, al igual que Kafka, ha calificado como un modo de rezar.
Podemos hablar de Fosse como un autor expresionista en el que las reacciones se replican con naturalidad y ajuste a los hechos, exponiendo la condición de los protagonistas. La suavidad y el humanismo no evaden escenas de fuerte contenido dramático que se abordan apelando a la misma sustancia de la que están compuestas: la naturaleza humana.
Podemos, también, incluir a Fosse dentro del minimalismo, dadas las escenas revisitadas, el limitado número de personajes y la temática que remite a lo cotidiano como fuente de conflictos. En la vida misma, en la trastienda de los sucesos están los conflictos, las limitaciones, las derrotas de sus protagonistas. Es por eso que la interpelación de los hechos a manera de letanía suele calar en el lector por el proceso de la identificación.
En su vasta obra teatral, los cuadros restringidos, los sencillos diálogos, la fantasía, no quitan, más bien refuerzan los efectos de la historia. Con poco se puede expresar mucho y autores como Beckett y Kafka aparecen entre las influencias reconocidas por el autor. Como con ellos, puede ocurrir que la obra de Fosse provoque fatiga en algunos de sus lectores. Aunque, también, una vez asimilado su estilo, es probable que ese hastío mute o se traslade para apreciarla en su profundidad.
Finalmente debemos registrar que la valoración y el conocimiento de Jon Fosse está, para el ámbito latinoamericano, en proceso y que, por las expresiones de muchos de sus nuevos lectores, incurrir en su narrativa y su dramaturgia sorprendentes provoca y convoca a seguir visitando la obra del noruego.
Autor:
Ebel Barat