A Jean Phillipe
Se volvió dejando a sus espaldas la catedral y se detuvo a contemplar la casona pesada de más de quinientos años. Estaba allí, idéntica a la de las fotos que celosamente había ordenado y etiquetado en uno de sus álbumes y que aún no habían empezado a perder el color. Situada enfrente de la iglesia, en el centro de la ciudad, había sido, sin duda, una casa donde sucedieron muchas cosas.
Idéntica se dijo, y esa idea no debía entrañar ningún desconcierto, pero lo que lo turbaba era justo eso, que fuera perfectamente idéntica. Era extraño que la memoria no hubiera ejecutado sus procesos y que la casa se viese tan igual.
Sin el protagonismo de París o Roma, la fama de la ciudad era sobria y firme. Se había conservado a lo largo de los siglos y él la percibía, según sus propias metáforas, como algo casi tan confiable como un reloj suizo, o más aún: como el trabajo del viento sobre las rocas.
Estaban los franceses, y esta vez sería por más tiempo. Habían pasado los alemanes que, esa vez, no se habían preocupado por comprender el lugar.
Sabía eso y, sin embargo, (no era la primera vez que le ocurría) había una inquietud detrás de sus pensamientos periféricos y, quizás, reiterados. Y esa incierta molestia emanaba de la casa.
Era evidente el esmero con que la habían mantenido durante el tiempo que ya había aplastado a las demás casas de la época, donde el destino no había querido hacer una excepción.
Sería, con seguridad, un buen negocio conservarla así, labrada por la tradición, algo torcida, con los arcos de las bases bajo el peso de los años, emergiendo del pavimento que la separaba de las salpicaduras del lodo de invierno, al que también iban olvidando.
La casa sabría de qué se trataba.
Él la contempló durante largos minutos con la antipatía que provoca el exceso de ornamento.
Así, tal vez, tapando la fealdad, se aplacan las evidencias de las erosiones. Así lo han hecho, sin éxito ninguno, los nobles y la realeza.
Sin embargo la casa lo ha tenido. La casa sabe de tiempo y por lo tanto lo va olvidando, se dijo unos instantes antes de seguir camino por la Calle de las Alabardas.
Se volvió hacia su izquierda y emprendió la marcha. Un paso detrás del otro, pensó, uno cada medio segundo, estableciendo un ritmo con el corazón y con las menudas percusiones de un reloj. Separados, disonantes y coordinados hasta encontrarse en la probabilidad, infinitesimal, quizás, de que todos marquen un solo compás.
Había soñado otra vez, y experimentaba el desasosiego que ya conocía.
Ahora su sueño, que a la postre surtiría el mismo efecto, no había sido tan neto como aquélla vez que empezara con una intuición, con el esbozo de una certidumbre. Su última experiencia semejaba más al ensueño y discurría en lo que debía ser un templo egipcio y hermético, quizás en la misma Karnak. Era un recinto sombrío y austero, separado de la luz obscena del Nilo en verano por los gruesos bloques de piedra encastrada.
Allí las lámparas sólo iluminaban una tarima con un pequeño obelisco triangular donde cada cara tenía una señal.
El obelisco rotaba y, alternativamente, exhibía sus símbolos. Eran el del infinito, entrelazado y cíclico; el de la vida, con la vesícula y el falo en su gineceo y apuntando hacia el vacío, y el del Ojo de Horus, testigo, amoral y maquillado.
En el sueño había abordado la visión de la escena desde diferentes puntos y, ora se sentía al lado del obelisco notando la rugosidad de la piedra rotativa, ora estaba más alejado, como atisbando los sucesos dentro del recinto. Era curioso que detrás del obelisco, bajo el haz de luz que lo hacía relumbrar, reinaba una oscuridad espesa y sin fondo.
También era curioso que los sucesos se resumieran en la rotación del obelisco. Debía provenir desde muy abajo, desde el centro donde se genera todo movimiento; en una oscuridad inmóvil.
Percibía esa quietud y cuando veía el recinto desde lejos, lo sugestionaba como una alegoría de otra cosa estrechamente próxima, según su parecer: la eternidad.
Esa mañana, Jean Phillipe Horvat se miró las manos grandes y pecosas. Era un ademán inconsciente que ejecutaba cada vez que sus pensamientos se abocaban a lo que a él le placía llamar inquietudes.
Creía saber que el pensamiento estaba íntimamente emparentado con las inquietudes y que provocaba lo que él estaba ejecutando: un movimiento.
Todo se mueve, se dijo, ocupado en percibir las fluencias en sus manos. Era muy difícil separar el movimiento de su gemelo: el tiempo; por lo menos en el universo al que les tocaba componer.
Mientras caminaba por la calle Gutemberg, distraía por instantes sus ideas para escoger dónde iría a cenar esa noche. En La Chaine D´Or, decidió, allí en su esquina de la Calle de la División Leclerc. En la pizarra había visto que tenían lo que deseaba comer.
Sus dos metros de altura seguían pesando ciento cuarenta quilos. Conservaba la agilidad y el porte de un camionero joven. Su voz aguda y su manera de hablar, tonante, seguía recordando al Tirol y a sus cantos. Pero él era alsaciano y ahora estaba reconociendo, con orgullo, la sobriedad distinguida de la ciudad y su manera de eludir las urgencias de las grandes urbes.
Sabía que si seguía derecho, llegaría a “La Pequeña Francia”, donde había casas mantenidas con el esmero de la casona frente a la catedral. Casas menos grandes, cerca del agua vigorosa del río y con espacios más modestos que la daban un aire de barrio burgués, afable y seguro.
Eternidad y movimiento se dijo Horvat, mientras se acercaba a La Pequeña Francia, y pensó en el río.
Volvió a repasar lo que quedaba entre las brumas del sueño, y remarcó una discordancia: el símbolo de infinito no era egipcio, como los otros dos jeroglíficos. Era un producto del siglo diecisiete, si mal no recordaba y su mentor llevaba el mismo apellido de una mujer que no olvidaría, y que, tal vez, aún quisiera verlo: Wallis.
A marcha acompasada y con algún dolor en la cintura, Horvat se preguntó en qué condiciones habían transcurrido los tiempos de él y de ella desde la última vez que la vio, hacía treinta años, en la tarde previa a su casamiento con un conocido de él, en la que había dicho “si me lo pides no me caso con Stephan”.
Horvat quiso saber el porqué de esa digresión. El apellido, se dijo enseguida, y le hubiese gustado seguir con esas memorias, pero, disciplinado como era, volvió al significado de su sueño.
En el signo del infinito quería ver una bella alegoría de eternidad y movimiento. El movimiento se dirige hacia la eternidad. Y la eternidad circula en su infinitud.
Pero el ojo de Horus, y el símbolo de la vida y de los seres inmortales, sí eran egipcios.
Llegó hasta el río, más con el propósito de continuar con sus razones que para reconocer los lugares por donde solía pasear cuando era un muchacho.
Udyat, pronunció en un susurro, El Ojo de Horus, que encarnaba el estado perfecto, la estabilidad cósmica. Udyat distante y sanador, observándolo todo.
Quería encontrar las intersecciones entre estos símbolos, donde, por qué no, podría estar el Sancta Sanctorum cósmico, la piedra filosofal, pero prefirió sonreír y respirar profundamente: era más humano conformarse con la idea de que significaban diferentes representaciones de lo mismo, que requerían uno del otro para explicar un todo, y que esa había sido la operación de su inconsciente.
En realidad, como casi siempre que se miraba las manos, deseaba que su adversario mostrase la cara. A pesar de sostener su sonrisa, quería vérselas con él de una vez por todas. Aun sabiendo que era un lugar común, el adversario de Jean Phillipe Horvat era, entonces, el tiempo.
Volvió a los símbolos. Udyat: un ojo que sabe de medidas, como todo ojo, en particular de fracciones.
Un ojo que mira a Ankh, el símbolo de la vida. Y de los seres inmortales.
Un ojo que sabe de fracciones y que mira la vida a través de la eternidad.
Y esa trilogía rota en la pirámide, mostrando sus caras alternativamente. Un sueño perfecto se dijo Horvat. Pero le pareció una trampa cuándo se preguntó qué sueño no era perfecto.
Seguía de pie junto al río, se concentró en los pliegues de su piel y notó una nueva y apenas visible mancha oscura en el dorso de su mano derecha. Se dijo: demasiado rápido.
Siempre más rápido. Los años pasan volando, aseguran los hombres maduros hasta hacerse viejos, cuando se olvidan de esas cosas y se acercan al presente.
Él no era una excepción. A los lapsos de tiempo en su memoria le cabían más años. Decir diez u ocho, lo refería a hechos que no eran distantes, que parecían frescos.
Eso es, se dijo, el tiempo se acelera y el patrón de esa aceleración es la memoria, la memoria del tiempo.
He vivido sesenta y dos años y un año de mi vida representa ahora, la sesenta y dos ava parte de mi memoria de tiempo, Cuando tenía diez años, un año era mucho más, era un décimo de esa memoria.
Pero no es lineal, pensó, porque un niño no se preocupa por memorias y, tal vez, un anciano las vaya olvidando, puesto como está, a rescatar el día.
Pero allí operan y son las encargadas de medir el tiempo cuanto menos y, cuanto más, de producirlo.
Horvat dirigió su mirada a la quietud gris de una gaviota posada en la muralla de la costa. Siempre le habían parecido aves hermosas, de líneas y tonos delicados, hechas al espacio.
Y adentro de la gaviota, el esbozo de una memoria, es decir, el esbozo del tiempo, se dijo.
Buscó un banco, no lejos del ave que parecía esperarlo, y por fin se sentó cómodamente porque no era hora de pasear, sino de dedicarse a aquello de lo que todavía no se cansaba: rastrear verdades.
Debía seguir la veta establecida en su sueño, donde había girado una pirámide con tres símbolos, Ankh, el de la vida, que es la memoria, el del infinito, venido desde el siglo diecisiete, cerrado y retroalimentándose, y Udyat, hierático y capaz de entender en su sabiduría y sus fracciones.
Los años se convierten en fracciones de la memoria, cada vez menores, y si la memoria es la génesis del tiempo, entonces el tiempo se acelera, razonó. Está bien, así lo llamaré: la memoria del tiempo.
Sacó su libreta donde tomaba notas que le parecían útiles para sus artículos del New Times, donde publicaba regularmente estudios de las cosmogonías antiguas, y dibujó dos ejes coordenados. En la ordenada situó la variable memoria de tiempo y colocó una escala que comenzaba, desde arriba hacia abajo, con un entero, y seguía con fracciones: un medio, un cuarto, un octavo, y así sucesivamente hasta el último cociente: uno sobre infinito. Después confirmó que ese cociente, daba cero.
En un infinito número de años, la memoria del tiempo es igual a cero. En esa eternidad, el tiempo es nulo; es decir que no hay tiempo.
En la abscisa colocó la variable tiempo, dividida en años.
Después dibujó la línea siguiendo los puntos que pedía la ecuación y vio que era logarítmica y que llevaba su concavidad hasta hacerse asintótica con la abscisa. Confirmó que en un infinito número de años, la memoria del tiempo era nula. En las dos páginas siguientes, todavía representó la pirámide triangular de su sueño con los signos inscriptos en sus caras.
Horvat elevó la mirada y sonrió. La gaviota estaba allí, todavía. Se levantó muy lentamente y se alejó, intentando que su corpulencia no molestara esa quietud y esa posible ausencia de tiempo. Le dio las espaldas y no quiso volverse más. Esa gaviota ha de quedarse donde está, para siempre, yo lo decido, afirmó, y volvió a sonreír.
Sentía deseo de tener hambre y sabía que ése era el mejor modo de empezar a tenerlo. Siguió hasta los puentes de La Pequeña Francia y después entró en esa suerte de isla donde quiso imaginar cómo se verían los cueros en los tejados, cuando los curtidores le daban vida al barrio.
Iba terminando sus vacaciones y había querido volver a la ciudad donde había hecho la escuela intermedia y donde había creído comprender lo que significaba ser alsaciano.
Se dirigió al Mercado de Navidad, en la plaza Kléber, y aún a sabiendas de que no habría productos que pudieran interesarle, se puso a repasar los utensilios y la ropa. Sonrió al pensar en la proporción de medias que había respecto a las otras prendas y se preguntó si necesitaba más pares. Quería hacer correr la tarde que lo separaba de la hora en que se metería en La Chaine D´Or, y quiso saber cuán lejos estaba de abolir al tiempo. Demasiado poca memoria, todavía, se dijo.
Es eso, la sensación del tiempo, concluyó. Ése sería el nombre de la curva de su gráfico, que representaba la relación entre la memoria del tiempo y el tiempo medido en unidades, como los años.
Aún tengo demasiada sensación de tiempo, porque no he vivido mucho, se reprendió, y tengo que ocuparlo con paseos, silogismos, y, eventualmente, pares de medias.
El tiempo va hacia su propio olvido, razonó.
Qué no va hacia su propio olvido, se cuestionó después y afecto a los poemas, como era, siguió con el hermoso verso del poeta brasileño: “distraídos venceremos”.
Sonreía, ahora con los ojos perdidos en el incómodo vendedor chino que no retiraba su propia mirada de la de Horvat, ensayando comprender al absorto gigante.
Distraídos venceremos, se repitió y aventuró que por ese cauce se percibiría el bien del hombre, que debería ser el bien de todo.
La eternidad es la abolición del tiempo, es el infinito presente de Buda y el estado perfecto en el Ojo de Horus.
Uno sobre infinito, cuatro sobre infinito, mil sobre infinito, finito sobre infinito, iguales a cero, de Jean Phillipe Horvat, que soy yo; y la aceleración del tiempo hasta su propia abolición, su propio olvido.
Esto es responsabilidad de mis sueños, concluyó Horvat, y, enseguida, recordó al hombre de aquella foto, el protagonista de aquel sueño tan sorprendente de hacía unos meses, en París.
Ese hombre era alguien que jamás había visto en la vigilia y que, sin embargo, había existido, como lo confirmaba un retrato de hacía sesenta años; una fotografía de cuando él era, apenas, un niño.
Esa vez había soñado con hechos a los que no había asistido y que, aun así, habían ocurrido. Y había encontrado el retrato que acreditaba esa realidad, también en una feria, como ésta, pero en su barrio de Menilmontant.
En su oficina de Paris, a la derecha de su escritorio, estaba ese testimonio, el producto de un sueño que había ido hasta el pasado a encontrarse con un hombre verdadero de pelo largo, delgado, húmedo de llovizna y cubierto por un impermeable gris, como el ambiente. Ese hombre, percibido en un sueño, estaba allí, registrado por la fotografía, no muy grande, que había colocado junto a otra que amaba particularmente: “Los niños de la calle Vilin”.
Se preguntó cuántos años tendría ese hombre real del pasado, que sólo vio en un sueño, y después en la foto, si viviera aún. Trató de determinar el año en que la foto fue tomada. Alrededor de los sesentas, se dijo. Ese hombre cuyas intenciones habían penetrado, vaya alguien a saber por qué fenómeno, en su sueño, es decir, en su propia alma. Sería viejísmo si viviera, ateniéndose a la época de la foto y su aspecto en ella. Seguiría siendo flaco, seguiría llevando el pelo largo y húmedo que, de negro reluciente y desordenado, quizás habría devenido en blanco ralo, igualmente revuelto. Lo podía ver.
Ese hombre, tal vez, había hecho llegar sus intenciones hasta aquel sueño acontecido en Horvat, sesenta años después. Quizás no lo sabría, como creía saberlo Horvat. O quizás sí.
Erraría (y mientras tanto, tal vez caminara cerca del cementerio Père Lachaise, como en aquel sueño) aún entre sus propias inquietudes, que, en verdad, son apenas propias, constituidos, como estamos, por recombinaciones de lo que ha existido.
Horvat, que se aprestaba a tomar la Calle de la División Leclerc para dirigirse al comedor, experimentaba una suerte de ternura por los seres que se erigían como emblemas de los sueños y las percepciones: el hombre delgado que había introducido sus inquisiciones en su propia noche, en su sueño, sesenta años después; y la gaviota inmóvil, honda y suave, como una laguna, que él dejó parapetada para siempre en la muralla del río y la tarde de ecuaciones.
Caminó hasta la Calle de Los Francos Burgueses para evitar la avenida y siguió en dirección al sur. Ya tenía el hambre y la alegría que solían darle la perspectiva de la comida de su tierra y el vino claro.
Confirmó en la pizarra que ofrecían lo que deseaba. Había poca gente y el camarero se alegró también, como suele ocurrir con los primeros clientes. Lo invitó a que escogiese cualquiera de las mesas dobles, pero enseguida, pareció incomodarse con la que Horvat ocupara.
Total hay muchas libres, dijo entre dientes. Al escucharlo, Horvat le preguntó si prefería que cambiara. El camarero, recuperando una seguridad que parecía haber perdido, respondió que permaneciese donde estaba, que no había problema.
Trajo el vino rosado de la casa y cuando escuchó que el cliente comería una variedad de salchichas con chucrut como plato principal y que, tal vez, comenzaría con una tortilla de papas y huevo, le aconsejó que pidiera la combinación que incluía ambos platos y un postre adicional por el mismo precio. Agregó que no se preocupase, que las porciones eran las mismas siempre, tanto las de la combinación, como las que se servían separadas.
Piensa que soy un turista, se dijo Horvat. Tal vez los soy, se dijo después, sin perplejidad alguna.
Estaba acostumbrado a cenar solo y, por esa razón, a observar los movimientos y las personas que los ejecutaban en cada restaurante. Había varios camareros y pocos clientes, era martes. Notaba cierta inquietud en su propio camarero que regularmente dirigía la mirada hacia la puerta, como si aguardase a alguien.
Horvat probó la pequeña tortilla de gusto exquisito y pleno. La terminó enseguida y se abocó a beber pequeños sorbos de vino rosado mientras esperaba las salchichas y el repollo.
Recordó la casona, idéntica a la de su foto, inmune al tiempo, frente a la catedral, y sus cimientos donde estarían registrados amores y muertes con barro que hicieron el tiempo de Alsacia, destinado a mutar hasta desaparecer como todo tiempo, pero que mientras tanto (eso es: mientras tanto, se dijo) daba lugar al calor de una mesa como la suya.
La comanda no tardó en llegar. Probó los embutidos que reconocía perfectamente. El chucrut estaba bien, con la acidez correcta y el regusto dulce a manzana que le daba suavidad.
Mientras comía, Horvat reflexionaba sobre la ansiedad del camarero que, si bien lo hacía con menos frecuencia, no dejaba de controlar la puerta del restaurante.
Su corpulencia, su veteranía en ambientes de comedores, le habían dado acceso a conversaciones que le permitían enterarse de ciertas intimidades del personal.
Veo que está pendiente de la puerta, ¿es que pasa alguna cosa, mi amigo?, se dio a preguntarle con su natural disposición, que invitaba a las respuestas francas.
Es extraño, contestó el camarero.
¿Por qué?, siguió Horvat.
Hoy no ha venido nadie solo, salvo usted. Hay muchas mesas dobles vacías.
Bueno, no me parece tan extraño, es martes.
Lo extraño es la mesa que ha ocupado usted.
¿Por qué?
Todos los días viene alguien y se sienta aquí. Hoy, qué raro, no ha venido.
¿Viene siempre?
No falla.
¿Desde cuándo?
No lo sé, es como si siempre hubiera estado viniendo.
¿Puedo saber cómo es él?, preguntó Horvat, e intensificó la demanda en sus ojos de hombre acostumbrado a establecer la importancia de las cosas.
Es un hombre delgado y alto, de pelo largo, lacio, negro, las manos muy blancas, muy blancas.
¿Qué edad tiene?
No sé, es difícil saberlo, no sé.
La casa incólume, enclavada en su presente, fulguró en su pensamiento, que enseguida se dirigió a la cíclica repetición de una escena con el hombre de su sueño y de la foto sentado en su propia mesa.
Suele andar con algún libro que hojea mientras come, agregó el camarero.
¿Un libro?
Sí, tiene signos egipcios, jeroglíficos seguramente.
Signos egipcios, repitió Horvat. ¿El hombre de mi mesa usa un impermeable gris que le llega hasta las pantorrillas?
Sí, ¿cómo lo sabe?, ¿usted lo conoce?
Autor:
Ebel Barat