Publicado en: 23/06/2022 Analía Rodríguez Comentarios: 0

Los zapatos lo arrastraron en un andar oscilatorio y errante. No tenía una clara visión de lo que pisaba, pero sentía cómo el barro y la inmundicia del lugar se le pegaban en las suelas formando una especie de irregulares plataformas que parecía que chillaban… Todo era un asco. Con espanto percibía que el agua acumulada, mugrienta, le mojaba las medias y le lamía la planta de los pies.

Metió las manos en los bolsillos y siguió caminando. Notó que llegaba al final del túnel porque la claridad de la luna dejó entrever la silueta circular de un hoyo que terminaba en la nada… en una barranca de considerable altura que daba al vacío. Quedó parado en el borde del círculo para poder ver desde allí cómo la chata que navegaba por el río atracaba a pocos metros del lugar.

Bajó a la costa usando una escalera sólida de peldaños que parecían de piedra. En tinieblas observó cómo el tráfico de cajas, bultos, baúles, cajones de madera parecía tomar el control del lugar. De no ser por el murmullo de voces roncas y los roces de ropas viejas hubiera jurado que allí no había ni un alma. Igual él ya había escuchado otras veces la canción silenciosa del contrabando, el coro de voces apagado que pide no ser descubierto, las risas socarronas de varios cuando a alguien se le escapa una botella y explota en el pedregullo grasiento…

–Tomá… Es lo único que encontré. Viene de lejos, dicen que es polaca. Yo la encontré llorando en una cantina cuando atracamos en Asunción. Está muy sucia, llevátela lejos, ya no sé qué hacer con ella, dónde meterla. Eso sí. Tirame lo que puedas. Un poco más de lo de siempre. Seguro que te pagan bien si la acomodás un poco.

–Pero lo mío no son las mujeres…

–Esto es así… Agarrá lo que hay.

Por lo general Juan Manuel se ocupaba de vender armas contrabandeadas que llegaban en los barcos a través de la ruta delictiva que desde hacía años estaba arraigada en los cursos del Paraná. En el mercado ilegal de armas Rosario era un punto estratégico, porque cuando se llegaba a la Meca, la Perla del Plata, allí seguro no quedaba ni un cuchillo para repartir.

–Dale, parecés un cafisho y seguro que con los contactos que tenés la ubicás en dos patadas en algún burdel. Dale, che, al grano, dame la guita… que tengo mucho trabajo…

Ya en el coche que conducía su empleado de changas, como lo llamaba al Leo, su guardaespaldas, se fijó en la muchacha que escondía la cara detrás de un par de manos manchadas de barro. Era una mugre, no podía presentarla así…

–Leo, ¿el quilombo de Madame France… será mucho para esta piba?

–Y sííííí… Primero tendría que pulirla un poco, empezando por la cara, aunque lo único que se le ve hasta ahora son los dedos sucios que usa para taparla… Quizá si los mueve un poco podamos tener una idea más clara del nivel de la fulana, digo… ¿Qué le parece llevarla a uno de los burdeles clandestinos de la calle Güemes al 2000… o al de la “Paulina”, en calle Dorrego, o mejor, al del italiano Aureli… Yo lo conozco bastante y me debe algunas changas… Además, las chicas de allí son bastante gauchitas… y de paso, quién te dice, me ligo uno gratis…

El coche atravesaba sin complicaciones el empedrado negro de la calle Güemes. Juan Manuel se acomodó el pelo, la barba empezaba a ponerle ásperas las mejillas, los labios se le habían secado y las ganas de tomarse un wiski lo sobrepasaban.

–Elegí vos, cualquiera de esos vendría bien…

El Leo sonrió con una sonrisa de hiena entrenada… Juan Manuel se lo quedó mirando. Nada mejor para este salvaje de los tugurios que le dejaran asumir el control. Lejos quedaba el recuerdo del horrible crimen que perpetró en la Zona de la Cuarta. El episodio hasta fue relatado en el diario La Capital. En una noche de garufa y alcohol, al Leo se le ocurrió preguntar por el paradero de su concubina. Las palabras quedaron boyando, algún que otro venido en copas rió por lo bajo y, silencio mediante de todos sus compañeros de ronda, la clara respuesta no se dejó esperar. La rabia se le mezcló en la sangre, la ira le incendió la cara y, armado de la pistola Ballester que le había pedido prestada, se fue al quilombo de “La Magdalena”. Allí encontró a la muchacha acurrucada en la panza blanca y asquerosa del Lolo, que dormía la mona apoyando una de sus manazas en una de las tetas de la durmiente. No pudo más y las balas se descargaron sobre el Lolo y la Lolita, que ni se dieron cuenta del final de sus historias. Después vino la acusación: que “el perpetrador era un rufián de aquellos y la pobre era una prostituta de la zona de las ‘no registradas’, barata y de menor reputación”, y la defensa: que “el abatido era un hábil delincuente de los tugurios de la zona de Sunchales y llevaba ya cargados en su espalda múltiples atracos y crímenes sin resolver”. En definitiva, la sentencia casi ni fue… y al año y medio el Leo ya andaba otra vez en la calle oficiando de guardaespaldas, ahora de él.

El auto pasó a una velocidad prudencial, muy cerca del paraíso de prostíbulos identificados todos por un puñado de farolitos rojos que indicaban la entrada.

–Mirá, se me ocurre que el mejor lugar para que la atiendan es el cabaret en donde trabaja la Rita, allí estará más tranquila y quizás aprenda el oficio de bailar. Además, sería lo ideal, porque de aquí a que sepa el idioma pasará un buen rato.

–¡Sí, Patrón! Es buena idea.

La luz del farol de la calle Paraguay titilaba en la noche su rojo sangre, una brisa que comenzaba a trocar en un viento sur le enfrió los huesos cuando Juan Manuel bajó del auto para abrir la puerta del acompañante trasero. La chica estaba muriéndose de frío y a él no se le ocurrió otra cosa que cederle su saco para socorrerla… Más frío aún. Casi no podía pensar, se le congelaba la cabeza… y la puerta del antro de mala muerte que no se abría… Tanteó en un acto reflejo la culata de la Ballester que portaba siempre. Arriba del Ford T negro, en el asiento del conductor, el Leo miraba en dirección a la puerta sin amagar a bajarse… El frío calaba…

En eso alguien atinó a empujar una de las hojas del portón de madera de la entrada. Sin pensarlo dos veces, Juan Manuel avanzó con andar seguro. Lo que después ocurrió sólo pudo recordarlo más adelante, tiempo después de que despertara en el Hospital Provincial con una botella de suero colgada encima de su cabeza, un litro del líquido corriendo por sus venas y el abdomen doliéndole como si hubiera ingerido kilos de vidrio triturado. Lejos, muy lejos se oía la voz del Leo que le narraba los hechos. Le contaba que él no había podido hacer nada para ayudarle, las dos percantas locas de furia se le abalanzaron en un santiamén y lo acuchillaron casi juntas a la velocidad de un rayo. Ni la Rita, que salió apurada al patio, pudo detenerlas, sí gritarles que ese no era el hombre que buscaban y que, por la virgen que ella tanto quería, pararan de lastimar al caballero que había entrado con apuro…

–Porque la Rita “La Salvaje” pese a todo es muy católica, creyente de la virgen, además de ser peronista y una gran admiradora de la Eva… ¿Usted sabía que la Rita hace un tiempo largo que baila en el cabaret “Tetuam”? Una avanzada en el baile, ¡che! Primero empezó en desabillé hasta que después le pidieron que mostrara un poco más y así encontró lo suyo: el “stristís”. Lo cierto es que es muy buena, sabe bailar algunos mambos: el cinco, el ocho… pero lo mejor es cuando se revuelca en el piso… Ahí es cuando a uno le vienen las ganas de tirársele encima… Con respeto le digo esto, porque la Rita es honorable, si se puede decir… Jamás tendría sexo con un hombre por dinero, lo de ella son los amantes… Cómo le diría, don Manuel… ¡Esa noche usted sí que tuvo mala suerte! El par de chirusas esperaba agazapado detrás de la puerta del patio porque querían liquidar al rufián Cantero que las había maltratado a las dos en una noche de tragos libres… No se preocupe, jefe, tapamos todo con la ayuda de dos funcionarios de la Municipal. Mejor así. Los delitos que se detallan con demasiada prolijidad en el Municipio, después a uno le juegan en contra… Y con la apertura del nuevo barrio… creo que se llamará “Pichincha”, pretenden que todo esté muy prolijo…

 

El tiempo corrió y jugó su juego… Y las idas y venidas al Hoyo dieron su fruto. Al fin… y de tanto contrabandear, don Juan Manuel logró la licencia para fabricar una nueva línea de pistolas que distribuiría en el país, copia del antiguo modelo italiano que a él tanto le gustaba, La Bersa M 60… Esto ocurrió en un día de sol generoso y después de una partida de caza en una estancia ubicada cerca del río Carcarañá. Él le había caído bien al italiano que estaba de visita, que apreció en Juan Manuel un auténtico gusto por sus armas y vio que de paso ya contaba con una buena cartera de clientes que se pondrían felices de adquirir pistolas modernas y con licencia.

También ocurrió que, cuando Juan Manuel se sintió completamente restablecido de aquella trágica noche, su pensamiento volvió a volar al coche que en la niebla los había conducido a los dos rumbo al cabaret de la Rita, entonces quiso recordar la cara de la muchacha que lo acompañaba y no pudo verlo… La chica tenía la cara cubierta, tenía las manos sucias y sollozaba… ¿Quién sería? ¿Se habría acostumbrado a la vida del cabaret? ¿Bailaría desnuda o lloraría todas las noches su eterna desgracia? Después de todo, casi habría podido perder la vida por ella… La buscaría, sí… y tal vez… algo podría salir de todo aquello. Probaría buscarla. Tenía ganas…

 

Autor: Analía Rodríguez

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