La gota de transpiración se deslizó desde la frente hacia la ceja derecha y desde allí se escurrió por la mejilla hasta terminar su recorrido en el cuello de la camisa celeste. El calor en la sala de Audiencias era insoportable, no había aire acondicionado, y el saco que llevaba puesto por pedido de su abogado no ayudaba en nada. Las ventanas permanecían cerradas para atenuar el griterío y los cánticos que provenían de la calle. Muchas personas se habían reunido a esperar la sentencia. Giró la cabeza hacia los asientos donde estaba el público asistente buscando a su madre. No estaba. La última vez que la vio, antes que lo detuvieran, le dijo con la voz temblando de furia que si caía preso se olvidara de ella. Y había cumplido. El que sí estaba era el incondicional padre Juan. Cuando le levantaron la incomunicación y lo visitó en la cárcel, le aseguró que si se arrepentía de corazón, Dios lo iba a perdonar. «Errare humanum est”. Aún los hombres más probos tuercen su camino a la salvación tentados por el demonio. El era un buen católico, siempre había sido un miembro destacado de la Iglesia, colaboraba con suculentas donaciones y leía las escrituras en las misas dominicales. También había participado de varios retiros de matrimonios junto a Luciana, con el objetivo de reforzar su unión ante Dios. En el pesebre viviente que se representaba todos los años para Navidad , su San José era inigualable, nadie como él para transmitir el carácter sumiso del santo. El abogado que llevaba adelante su defensa estaba sentado a su lado, traje Armani, camisa y corbata negra, cabello peinado con gel, y un Rolex de oro resplandeciendo en su muñera izquierda. Dos días antes se había cerrado la etapa probatoria con los alegatos de las partes y hoy era el día de lectura de la sentencia. Los jueces tardaban en aparecer, posiblemente seguían deliberando. Aunque lo más
probable es que estuvieran hablando de nimiedades, seguramente sobre el destino de sus últimos viajes, compitiendo sobre quien había visitado el destino más exótico y caro. Los padres de Luciana estaban sentados frente a él. La madre lloraba despacito de a ratos, llevaba puesta una remera con la imagen impresa de su hija sonriendo. Cuando el médico forense explicó las lesiones y la causa de la muerte, se descompuso y tuvieron que suspender la audiencia. El padre en cambio permanecía a su lado inmutable, nunca lloró ni demostró ninguna emoción en todo el transcurso del juicio, sólo sostenía una foto de su hija entre sus manos rústicas, y de a ratos pasaba un dedo muy suave por sobre la superficie, acariciándola. Miró la punta de sus zapatos recién lustrados, también exigencia de su abogado, y pensó que todo esto se habría evitado si Luciana no hubiera decidido dejarlo. Se habían conocido seis años antes en un encuentro de jóvenes que organizó la parroquia a la que ambos concurrían. Ella era la única hija de un matrimonio de gente de trabajo, el papá tenía un taller mecánico y la mamá una peluquería. Luciana era la luz de sus ojos. Qué linda era. Fue verla y enamorarse de ella. Se pusieron de novios y se casaron enseguida. Las discusiones comenzaron ni bien volvieron de la luna de miel. Primero fueron los gritos, después los sacudones, los moretones en los brazos, hasta que un día le reventó los labios de una trompada. Esa vez se arrodilló pidiéndole perdón, le prometió que nunca más sucedería. La convenció, como siempre. Y también, como siempre, le dijo que ella era la responsable de sus estallidos. Los días fueron transcurriendo, algunos calmos y otros furiosos, duplicándose en espejos infinitos durante años. Hasta que una tarde, cuando llegó a su casa, Luciana le dijo que lo dejaba, la vida que se abría paso en su vientre le había dado la fuerza que necesitaba. Y entonces le prendió fuego. Dijo que había sido un accidente mientras ella manipulaba un calentador de alcohol. Sobrevivió una semana eterna, con el ochenta por ciento de su cuerpo quemado, una sola llaga de dolor por donde
se le escurría la vida. Los padres y las amigas no creyeron su versión, sabían de lo que era capaz. Ahora estaba allí, esperando la decisión que definiría su suerte. A pesar del calor, sus manos estaban heladas. Entraron los jueces a la sala, ya era hora. Cerró los ojos y comenzó a rezar por dentro, tratando de visualizar la imagen de la Virgen, pero sólo veía a Luciana mirándolo con sus ojos negros sin fondo. La sentencia fue una absolución por falta de mérito, ese limbo donde los culpables son inocentes, y los inocentes parecen culpables. Los médicos forenses no pudieron determinar si las quemaduras habían sido accidentales o provocadas. La única certeza era que Luciana había muerto y él estaba vivo. Y libre. Su abogado saltó de la silla donde se había estado revolviendo inquieto unos minutos antes y lo abrazó, con este triunfo se multiplicarían sus clientes. La madre de Luciana emitió un aullido desgarrador, de animal malherido y se desplomó. El padre, parado a su lado no se movió, seguía acariciando impertérrito la foto de Luciana. Su abogado le dijo que saliera del edificio de tribunales por la puerta trasera y lo esperara allí para evitar la manifestación en su contra que se había reunido en la puerta principal. Una vez que terminara con los trámites burocráticos y diera reportajes a la prensa, se reuniría con él y lo llevaría hasta un hotel, no le convenía volver a su casa todavía. Hizo tal cual como le indicó. Después de recorrer pasillos interminables, escuchando sus pasos retumbando en el silencio, salió por la puerta trasera donde sólo lo recibió la noche. Respiró hondo mirando hacia el cielo. El estallido de vidrios rotos a sus pies lo sorprendió con el aire nocturno aún dentro de sus pulmones. El olor a alcohol invadió sus fosas nasales y el fuego lo envolvió por completo. Comenzó a correr en círculos, hasta que el dolor hizo que se plegara en dos y cayera al piso gritando. Los ojos del padre de Luciana, que lo miraba quieto, acariciando suavecito la foto de su hija, fue lo último que vió antes de perder el conocimiento.
Autor: Ileana Caprile