Publicado en: 09/03/2024 Graciela Roselli Comentarios: 0

Clava el tenedor en la porción de torta calculando la medida del bocado. Que no sea demasiado grande. Ni tan pequeño, para llegar a masticarlo las veintitrés veces. ¿Veintitrés veces? ¿A quién se le ocurre? Lo leyó en un artículo, de los cientos que lee para incorporar hábitos saludables.

Cuenta uno, dos, tres… traga. Imposible. Vuelve a intentarlo. Uno, dos, tres, cuatro… Salió lindo el cumple de Feli, se dice. No le falló ninguno de sus amigos. Qué alegría tenía.

Inés pone tanto esmero en organizar cada cumpleaños de su hijo que pareciera acercarse el fin del mundo para esa fecha. La alivia que ya haya pasado. Ahora va a ocuparse de todo lo que postergó. Súbitamente siente un intenso sabor amargo.

Mastica y traga con vigor mientras revisa los mensajes. Tiene dos llamadas más de Ernesto. ¡Qué pesado! La primera vez que se comunicó, hace un par de semanas, se excusó con él diciéndole que estaba con los preparativos para el cumpleaños de Felipe, que no iba a poder responderle en ese momento, que necesitaba pensarlo.

Se sirve otra porción. La médica le aconsejó que coma poco, lento y varias veces en el día para evitar los malestares gástricos. Intenta cumplir y casi nunca lo logra. Mucho menos si está nerviosa o después de un evento, cuando continúa consumiendo las sobras de comida por una semana y a toda hora. No las voy a tirar, argumenta su desarreglo, sabiendo que desayunar así le deparará intensos dolores de estómago. Estaré largo tiempo a té de hierbas, se consuela.

“A Melinda le harán un reconocimiento por su trayectoria en la universidad y la intención es que estemos todos quienes la acompañamos en ese recorrido”. Así se lo dijo Ernesto emocionado y como un niño reproduciendo al pie de la letra su texto para el acto escolar. “Se jubila y además está muy enferma, imaginate lo emocionante que sería para ella volver a verte ahí”. Insistió en que su presencia iba a ser muy importante, no solo para Melinda, sino para todos. Que la recuerdan con cariño y que la extrañan. Inés no entendía semejante demostración de afecto, por eso en un principio esas palabras no la conmovieron, aunque después percibió cuánto la habían movilizado. También le dijo, sin conocer el motivo por el cual ella se alejó, que era momento de dejar las diferencias de lado. ¿Qué? Ese Ernesto siempre igual, no entiende nada, o no quiere entender. Evidentemente no sabe cuánto le costó irse de allí. Claro, es hombre y no tuvo que soportarle los caprichitos a Melinda. Con él era amorosa y paciente. Trataba a los hombres suponiéndoles una cierta carencia que el espíritu maternal de las mujeres debía compensar. En cambio, a ella no le disculpaba el más mínimo error.

Ermelinda Trentano era considerada una eminencia en el ámbito de la facultad de ingeniería y de las investigaciones científicas de la universidad. La generosidad para transmitir sus conocimientos y el narcisismo que desplegaba atraían como un imán. Ernesto e Inés comenzaron a trabajar con ella desde muy jóvenes, siendo alumnos ayudantes en su cátedra. Con el tiempo cada uno tenía a su cargo una comisión. Él continúa allí. Inés decidió distanciarse hace cinco años. Desde aquella época no supo nada más de ellos y ahora registra el alivio que eso le significó.

Nunca pudo compartir sus opiniones sobre Melinda con ningún compañero de la cátedra. Si una les insinuaba algo se hacían los que no comprendían de qué les hablaba. Nadie del entorno se atrevía a cuestionarla y mucho menos a criticarla, ni siquiera en la intimidad.

Despierta y prepara a Felipe. Después de dejarlo en el jardín de infantes aprovecha las diez cuadras que camina hasta tomar el tren para disfrutar de un paseo en soledad. ¡Qué linda es esta época del año! cuando la primavera cómodamente instalada se niega a irse. La fragancia de los tilos, de los jazmines. Una inyección de vitalidad desbordante. Siente su cuerpo liviano, como si levitara. ¡Qué hermosa sensación! Quisiera que este impulso fuera eterno, pero siempre es breve y esporádico en ella, por eso se propone aprovecharlo lo que dure. Todo es efímero, piensa mientras la leve brisa perfumada le acaricia la cara, sedando sus pensamientos.

Tiene que apurar el paso la última cuadra para estar a horario. Al subir se acomoda cerca de una mujer que viaja con sus dos pequeños hijos. Van jugando al veo-veo. Eligen objetos del interior porque la velocidad del tren les impide divisar los de afuera. Uno dice que “la cosa” que ve es de color rosado. Inés se suma secretamente al juego y ya sabe que se trata del uniforme de una enfermera que dormita en el asiento de enfrente. Muere de ganas de decirlo. La mujer también escucha y le sonríe dulcemente al niño.

De un instante a otro todos los pasajeros están buscando los colores que mencionan y festejan los descubrimientos de las respuestas.

Esa mujer vestida de chaqueta y pantalón rosa. Cómo será su vida. Tres dijes de siluetas de niños en la cadena del cuello orientan un poco. Tiene tres hijos. Su mirada es calma y triste. Por segundos entorna los ojos lentamente como entregándose sin condiciones al devenir. ¿Cansancio o pena? Lleva las manos entrelazadas encima de un bolso enorme que carga en su regazo. El rostro y los brazos pelados por el sol, el cabello amarrado en decenas de trencitas y varias pulseras de caracoles comprimiéndole las muñecas, denotan su paseo por una ciudad con mar.

Mabel está regresando a trabajar al hospital después de sus vacaciones. No le gusta tomarlas antes de las fiestas. Esta vez le tocó así. Tendrá que esperar al próximo año para tenerlas en enero o febrero. El verano le resultará eterno.

En veinte minutos comienza su guardia y va a estar encerrada en el hospital hasta mañana. Los hijos están al cuidado de la abuela. Que queden con su madre la deja tranquila porque, pese a que los consiente bastante, les pone límites si es necesario. Ahora volver a la rutina, alejarse de ellos tras dos semanas de estar continuamente juntos. Apenas llegue deberá abocarse a sus múltiples tareas. ¡Con éste tremendo calor! Por lo pronto, es reconfortante escuchar las carcajadas de los niños del tren.

Los chicos se cansan del juego y pasan a combatir el aburrimiento peleándose entre ellos por una figurita de un jugador de fútbol. Los demás pasajeros vuelven a su interior seriamente.

Momento de bajar, piensa Inés. Podría seguir hasta el final del recorrido o hasta cualquier otro lado, como si fuera otra, con otra vida, quién sería, podría atender una tienda, la moda me gusta, aunque las vueltas de los clientes para elegir, no, mejor un vivero, ahí está, eso sí me encantaría, no, mucho esfuerzo físico. El tren disminuye la velocidad. Ay no llego, este hombre que no se corre, con su santa paciencia. Vamos señor, si no baja acá córrase que me paso.

La calle está tranquila. El calor comenzó a sentirse con mayor intensidad y muchos deciden esperar a que se esconda el sol y refresque para salir a hacer las compras navideñas. Me olvidé de preguntarle a Feli qué quiere. A las chicas este año les daré alguna pavadita. Luciana alardea con sus regalos, se hace la original y te llena de porquerías plásticas que no sabes dónde meterlas. Y claro, hay que festejárselo porque si no se enoja. Entonces todas fingimos sorpresa para complacerla, ¡qué ridículas!

Hoy Inés tiene mesa de exámenes. Tal vez se desocupe muy tarde, si bien es cierto que en diciembre suelen presentarse pocos alumnos a rendir. Eso espera. ¿Podrá sostener la concentración todo lo necesario? Todavía no le dio una respuesta a Ernesto. Por qué tuvo que venir a sumarme esta preocupación. Ahora tiene que vérselas con esa disyuntiva. Qué bronca sentirse obligada a acompañar una idea que es de otros. Le digo que no puedo y listo, total no le debo nada, ni a Melinda. Seguramente me va a preguntar por qué. Tendría que encontrar algún motivo de peso.

No se puede sacar de la cabeza las palabras de él. No quiere pensarlo, pero le resulta inevitable. Nuevamente esa sensación de orfandad que la acecha cada vez que tiene que tomar una decisión.

Todavía cuenta con unos minutos, puede desviarse para pasar por la cuadra de los ceibos. ¡Qué belleza! Es como recibir un millón de caricias a la vez. Estos árboles, rebosantes de racimos de flores escarlata, la contienen en su desvalimiento, templan su inquietud.

Los recuerdos se agolpan, desgajando el encanto, y la angustian. La proximidad con Melinda siempre fue agridulce. Cuando estaba de buen ánimo solía ser amable, hasta tierna a veces. Pero, si a alguien se le ocurría intentar alejarse de su radio por voluntad propia, apelaba a sus complejos recursos y lograba retenerlo, aunque eso le requiriera mostrarse apenada o desenfundar las garras. Artífice incomparable en el arte de manipular. En algunas ocasiones provocaba admiración y en otras, compasión. Daba y quitaba, según su albedrío, en un abrir y cerrar de ojos.

Qué intensa capacidad de convicción. Conseguía que todos le atribuyeran un saber supremo. Elegía adonde íbamos a almorzar y hasta el menú. Si otro proponía cambiar de bar y los demás accedían, obviamente el café ahí era horrible. Demostraba su disconformidad sin disimulo, subiendo las cejas o torciendo la boca. Imprevistamente cortaba las conversaciones si algo la fastidiaba o cuando tenía otra cosa más importante que hacer, sin el menor reparo en dejar a quien fuera con la palabra en la boca o esperando su respuesta. Y los demás quedaban, mirándose mutuamente, sin entender qué había pasado.

Para Inés conocer demasiado su forma de trabajar y opinar era una ventaja, si ambas estaban en sintonía, por supuesto. Los primeros tiempos Melinda destacaba sus virtudes y capacidades, hasta llegó a decir que sería su sucesora y que eso la enorgullecía. Luego sus exigencias hacia ella pasaron a ser inagotables. Le preguntaba sobre sus amistades y parejas y siempre concluía aconsejándole, como sabiendo qué le era conveniente, que debía tomar distancia de esas relaciones. Y si desoía sus sugerencias le boicoteaba los proyectos. ¡Qué terrible agobio!

Pertenecer al circuito de ella y su marido, el profesor Aldo Restifo, era lo anhelado por muchos. Ambos acumulaban elogios en el ámbito académico e imponían presencia empequeñeciendo a los demás. Lo que quedaba afuera era corriente, mundano. En la entrevista para su nuevo trabajo solo bastó que Inés mencionara haber pertenecido a la cátedra de Trentano para conseguirlo.

Con el correr del tiempo la sed de dominio de Melinda pasó a ser desmesurada.

Cuando Inés le contó que estaba embarazada lo primero que le dijo fue: ¿sola? ¿a tu edad?, ya estás grande para esos trotes. De ahí en más el disgusto con ella se incrementó y su hostigamiento fue constante. Cuánto hacía por agradarle y nunca alcanzaba. Estás dispersa, arrebatada, le decía. Noches y noches sin dormir, llorando. Hasta finalmente poder darse cuenta de que existía la posibilidad de cortar con ese sometimiento. ¿Cómo? Yéndose de ahí.

Tener que ocuparse de los cuidados de su embarazo, al que siempre estuvo en riesgo de perder, fue el impulso que necesitó para concretar la idea.

Lejos quedó hace mucho ese ambiente academicista, protocolar, asfixiante.

Las exigencias de las mesas de diciembre, combinadas con el calor sofocante que no da tregua, no lograron acobardar a los alumnos este año. Se presentaron diez a rendir. Qué pasó esta vez, a todos se les ocurrió venir ahora. Qué pena no haber aceptado el ofrecimiento de colaboración de Mirna. Suponía que iban a ser muchísimos menos. Tomar estos exámenes va a demandar horas y horas. Ya es tarde para pedir ayuda.

Mientras tanto, el hospital es un caos. Continuamente llegan pacientes afectados por la ola de calor. Mabel corre de aquí para allá. El café que se preparó quedó abandonado en la mesa. Resolver las urgencias es lo prioritario.

A media mañana Inés revisa su teléfono. Tiene dos mensajes de Ernesto. “¿Vas a venir?”, “Te vamos a estar esperando”. Qué molesto, no tiene nada más que hacer. Evidentemente no perdió su esencia, insistente como pocos. Apenas termine le escribo, decide. Algo tengo que responderle. A la tarde es el homenaje y siente que deberá ir porque aún no encontró un pretexto para evadirse. La enoja con los demás y con ella misma verse en esta situación.

Las palabras de él siguen dándole vueltas. ¿Qué me quiere decir con eso de dejar las diferencias de lado? ¿Cuál es el momento en el que se dejan las diferencias de lado? ¿Cuando ya no las hay o cuando a una de las partes deja de importarle la otra y decide dar vuelta la página? ¿Cuando se sabe que la otra persona se está muriendo? ¿Para aliviar la culpa? ¿La culpa del que se está por morir y pueda morir tranquilo o del que queda vivo por ser el que sigue viviendo?

Continúa con los exámenes proponiéndose ser más expeditiva. Me estoy extendiendo demasiado.

Recién después del mediodía puede hacer una pausa. Se resiste a mirar el teléfono. No tiene ganas de encontrarse con más mensajes de Ernesto. Se le agota el período de descanso y, antes de retomar, un impulso la lleva a desistir y a agarrarlo. No hay más mensajes de Ernesto, qué suerte, pero sí una llamada perdida del jardín de Felipe. Se comunica y le dicen que su hijo se cayó de la hamaca y que lo trasladaron para suturarlo. No puede oír nada más sobre lo que le había pasado.

Entra al hospital y no sabe adónde tiene que ir. En la sala de espera las personas se agolpan como caballos esperando a que abran las gateras. Enfurecidas reclaman atención, vociferando y golpeando puertas.

¿Dónde estará Felipe? Es insoportable el temor de que su hijo se encuentre solo y desamparado, como se sintió ella siempre. Pregunta y nadie le da respuestas.

Un anciano se desvanece a su paso. Varios lo rodean y lo abanican intentando reanimarlo. Ay, no, qué hago, no, no voy a poder ayudarle, yo tengo que encontrar a mi hijo, que lo hagan otros.

El fastidio es generalizado. Un médico muy joven intenta ordenar la situación. Inés busca abrirse camino entre los demás para acercarse a él. No llega porque el doctor, al no ser escuchado, abandona su propósito, se enoja y se va rápidamente.

Ya no sabe a quién acudir y comienza a impacientarse. Siente ganas de llorar, no puede. Qué imbécil, tan preocupada pensando en qué responderle a Ernesto y qué esperaría Melinda que casi no me entero de lo que le está pasando a mi hijo.

No lo encuentra. Su estómago está dándole señales de dolor. Por favor, justo ahora no, dice. Siente los párpados pesados y las piernas se le aflojan de repente. Busca y no encuentra un lugar para sentarse. Nadie registra su malestar, cada uno está ensimismado en resolver su problema.

Los sonidos le rebotan amortiguados en la cabeza como si estuviera sumergida en el agua. Las voces y los movimientos de alrededor de repente se tornan extraños, como enlentecidos. Se le comienzan a nublar los ojos cuando, entre todas las personas que van y vienen, alcanza a identificar a una que le resulta familiar. Es la enfermera del tren, balbucea aliviada. Pretende acercarse y el cuerpo no le responde. Está a punto de desplomarse. Consigue aventar apenas sus manos y pierde absolutamente la estabilidad.

Mabel no sabe qué le sucede a esa mujer que la mira tambaleándose y como queriendo hablarle. Va hacia ella y, sin preguntarle nada, la contiene rodeándola con sus brazos. Intuye que eso es lo que está necesitando.

 

 

 

Autora:
Graciela Roselli

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