Hasta que una tarde el médico le dijo, sin rodeos esta vez, lo que se veía venir: la enfermedad había progresado y le quedaba poco tiempo. Unos meses, nada más.
Entonces reunió a la familia para expresar su voluntad de pasar los últimos días en el departamento frente al parque, con la única compañía de Eleonora, la mucama de toda la vida, quien se ofrecía solícita, a brindarle asistencia hasta el final. Eleonora, nadie más.
Hubo lloriqueos y angustia en la despedida. Sus dos hijos no se resignaban a semejante decisión, pero también la veían como un gesto de entereza y generosidad. Sus nueras, siempre distantes y a su criterio erróneamente elegidas, también participaban: una de mirada alechuzada y hábito pícnico, con su llanto fraudulento exacerbaba el drama. La otra pálida, cogotuda y de ojos vítreos permanecía en un rincón, inmóvil como un ganso embalsamado. Ajenos a la cuestión, sus nietos corrían y peleaban al amparo de la congoja de los adultos que los dejaban hacer a sus anchas. Pero como sabemos, las cosas, que están dotadas de una vida secreta y perniciosa*, pueden desencadenar situaciones capaces de eclipsar las más formidables tragedias humanas. Basta el menor descuido para disparar calamidades que van desde un pequeño incidente hasta una catástrofe. Tal fue el caso del valioso jarrón de porcelana que ya se venía tambaleando, y con la ayuda de uno de los nenes terminó estrellándose en el suelo, en ostensible revancha (¿suicida?) ante la indiferencia de quien otrora lo había adquirido y admirado con tanta devoción. Terminó así la velada para alivio de la mayoría de los asistentes. Ya se habían ido todos y Eleonora continuaba barriendo los últimos añicos de la dinastía Ming.
El episodio con el pájaro fue apenas unas semanas después y precipitó el desenlace. Hasta entonces, como solía repetir, no pensaba morir antes de morirse. Tenía una rutina en la cual no faltaban momentos placenteros. Su vida debía seguir siendo hermosa, y aunque la mayor parte del día estaba en su cuarto, podía andar por la casa con ayuda de un viejo palo de golf (su orgullo no le permitía usar bastón). Por las mañanas, después del desayuno, salía al balcón con elegante atuendo, a fumar larguísimos cigarrillos con boquilla. Desde temprano los runners pasaban equipados con brazaletes, auriculares y botellitas de colores flúo. Los miraba con sorna y desprecio pero también sentía una envidia secreta hacia “los cultores de la vida sana, obstinadas criaturas silvestres y vulgares que proclaman larga vida a toda costa; vaya arrogancia. Si aún los expertos se mueren del modo más sencillo”, decía desafiante .
Siempre puntual, Eleonora golpeaba la puerta y entraba con el vaso de agua y las pastillas. Le agradecía con una sonrisa y cuando ella se iba las echaba al váter y tiraba la cadena. Era uno de los momentos más esperados del día. “He tenido una vida espléndida, demasiado hermosa”, prensaba mientras el torbellino de agua se engullía los remedios. El celular le resultaba imprescindible, con sus incondicionales destellos lumínicos que despejaban la oscuridad que de a ratos invadía sus pensamientos. Leía mucho; en realidad releía sus preferidos. No faltaban los licores, claro está, y al atardecer, después del noticiero, se animaba a tocar el piano. Beethoven casi siempre; un busto de mármol negro del maestro observaba con gesto severo desde lo alto de la tapa superior del viejo Steinway. Era así: se sentaba en el taburete de terciopelo violeta con las manos sobre sus rodillas inclinándose sobre el teclado, como en una devota reverencia. Permanecía unos instantes en esa posición y luego empezaba a tocar. Después de los primeros compases se erguía buscando la mirada aprobatoria del padre de la música, como lo solía llamar.
Pero esta vez sucedió lo siguiente: dio comienzo con los suaves arpegios del Claro de luna y al iniciar la melodía (tan-ta-tán) se detuvo con el índice hundido en el la bemol. Algo diferente sucedía en la habitación. Mientras la nota se apagaba lentamente recorrió con la mirada la disposición de los objetos. Los últimos renglones del sol que se filtraba por las hendijas de la persiana subían por la pared y se perdían en la penumbra del cielorraso. Entonces lo vio: posado sobre la cabeza de Beethoven había un pájaro oscuro. Inquietante en su quietud, “demasiado nítido para ser un fantasma”, pensó. Su plumaje era negro con destellos azules, conformando un complejo escultórico insólito; como si una idea nefasta saliera del cráneo del ilustre compositor quien al igual que tantos genios creadores, había vivido inmerso en la enfermedad, la pena y la desesperación. Con incredulidad se restregó los ojos y sintió un escalofrío. Poco después el sobresalto inicial devino en curiosidad. Permaneció en el asiento, mirando casi sin temor, ahora, al extraño visitante, pero asiendo con firmeza el palo de golf. Porque como sabemos, por extraño que resulte, el instinto de conservación nos acompaña hasta los umbrales de la muerte. “Just in case”, pensó por alguna razón en inglés. En ese momento el intruso, que seguía estático, giró la cabeza y se puso de perfil exponiendo un ojo circular y brillante color miel con la pupila vertical. Inexpresivo, como un botón cosido en el plumaje. Era un ojo que no miraba. Tras los primeros momentos de tensión, siempre con el palo en la mano, se fue relajando y finalmente se dirigió al ave y le dijo:
– Y yo que pensaba haberlo visto todo. ¿Eres cuervo, tordo, acaso un loro? Tu presencia en este cuarto no deploro, mas dime quién te envía. ¡Te lo imploro! Pero el pájaro mudo al acecho se mantuvo. Y una mutua vigilancia fue instalándose en la estancia. Y ya sin rimas siguió hablándole, y le fue confiando su frágil situación, lo espléndida que había sido su vida, plena de amores, viajes y aventuras, mientras proclamaba máximas filosóficas profundamente existenciales de las cuales se había adueñado. El silencio pajaril era absoluto.
– Una palabra te pido. Esa sola, nada más.
El pájaro no parecía dispuesto al diálogo, pero seguía el discurso con un discreto movimiento circular de la cabeza.
– Sé que me entiendes, ¡por Dios!, y conoces bien mi suerte. Te suplico me reveles
el secreto de la muerte.
En ese momento pudo advertir un destello de luz en el ojo del pájaro, que había iniciado un balanceo lento y pendular sobre la estatua. Impostó entonces la voz y recitó lo que recordaba de las últimas estrofas de El cuervo.
– “Deja mi soledad intacta. Abandona el busto. Aparta tu pico de mi corazón. Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama tiende en el suelo su sombra. Y mi alma, del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, no podrá liberarse. ¡Nunca más! ** Y repitió en inglés:
– Shall be lifted – nevermore! Las palabras salían de su boca con perfecto acento e histrionismo, y un inusitado fervor colmó su pecho enfermo. El corazón le latía con fuerza y sintió deseos de aullar un ¡aleluya!, mas el dolor le cortó la respiración. El ave entreabrió el pico y habló así:
– Prrr… ¡caca!, y excretó un líquido grumoso y blanquecino que fue chorreando y cuajó pegado como un chicle viejo en la frente de Beethoven. El dolor era agudo, pero logró balbucear:
– Cuco infeliz, pajarraco ignorante, la respuesta es: nevermore. ¡Nun-ca-más, loro ridí…culo!
-¡Culo!, repitió el bicho y se le erizaron las plumas de la cabeza.
Ya no pudo seguir hablando, le faltaba de aire y supo que era el final. Y sin embargo le salió una risa, y después otra. Y otra más fuerte. Un torrente de babosas carcajadas fue brotando torrencial de lo más hondo de sus tripas. Sentía unas cosquillas en la planta de los pies. Carcajeando abrió grandes los ojos empapados de lágrimas jubilosas, y entre espasmos y temblores, pudo ver que el pájaro iniciaba un vuelo circular rasante al techo. Siguió con su cabeza las primeras volteretas hasta que perdió equilibrio y cayó del taburete pegando la cabeza contra el suelo. La puerta ya se abría (Eleonora ya era hora), y todo quedó en penumbras. Ella nunca hubiera imaginado morir riendo de manera tan irrespetuosa.
Después de las exequias, Eleonora entró al cuarto para hacer “limpieza profunda”. Al abrir el ventanal la luz de la mañana inundó la habitación. Había tierra por todas partes, excepto en el busto de Beethoven que relucía en su inmaculada negritud bajo los oblicuos rayos del sol. Pasando el escobillón junto al piano unas plumas negras y livianas volaron al azar. Unas pocas nada más.
* Fred Vargas (Huye rápido, vete lejos).
**Poema de E.A. Poe (trad. J.Cortázar)
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Nota del autor (Google dixit): Arlt se acerca Poe en su cuento “La pluma de ganso”, que aparecerá en 1938 en El Mundo Argentino. “Desde pequeños, Arsenio y yo nos detestamos”. El narrador comienza el relato presentándonos a su doble, Arsenio, que acabará robándole a su novia y a quien, en complicidad con ella, acabará matando. Durante años, se estrecharán entre ellos extraños vínculos de amistad al tiempo que nuestro narrador fraguará su venganza. Y su venganza no será otra que matarlo de risa: con una pluma de ganso. Roberto Arlt necesitará tan sólo una para acabar con su víctima, tras conseguir que la esposa de Arsenio, después de emborracharle, le ajuste una camisa de fuerza: “Yo continuaba con la pluma de ganso dibujando fantasías en la planta de los pies… De pronto, en la oscuridad, oí como un sollozo, la pluma de ganso me transmitió al tacto un retorcimiento largo y la cama dejó en absoluto de crujir”. Arsenio, el esposo, morirá de risa. La sombra de Poe rondará este relato de Arlt.
Al mismo tiempo, la “amada ausente” destinataria del lamento del narrador de “Las Fieras” no es otra que Eleonora, la joven a la que Silvio recuerda mientras suenan los versos que Baudelaire dedicara a Jeanne Duval. Late en Arlt un “corazón delator” con nombre de mujer, Eleonora, también amada por Poe, y que conseguirá del cuervo la misma respuesta: “Nunca más”. El recuerdo de Eleonora quedará para siempre arraigado en la memoria de Silvio/Arlt-
Autor: Alejandro Álvarez Gardiol