Publicado en: 18/09/2022 Verónica Baronio Comentarios: 0

Alicita está sentada en el banco de madera de la vereda, el banco está amurado en la tierra en el sector de césped que queda entre la vereda y la zanja. Mira justamente la zanja, ya casi no huele el olor pútrido de las aguas estancadas, su sentido del olfato está atrofiado a esos hedores y sólo las calas que crecen verticales a las paredes corroídas por las aguas le dan sensación de alivio.

Se agacha despacito, teme caer en el acto de cortarla, pero la alcanza, jala lentamente del tallo y ya está, ya la tiene en su mano, ya la aspira y la acaricia. Un solo pétalo aterciopelado con forma de cucurucho como los que venden en lo de Pimpe y las hojas, gruesas y carnosas, que contrastan ciertamente con el blanco que rodea la vara que recoge inflorescencias, “el elemento anaranjado que se destaca contra el blanco y está compuesto de infinidad de flores pequeña”, así le enseñaron en la escuela.

A ella le gustan las plantas, también le gusta escribir poemas de amor, por eso su maestra no la reta cuando no hace la tarea de matemática, sabe que no le sale y además es más que evidente que nadie se ocupa de ella en esa casa.

Vuelve a mirar el agua podrida y entonces se acuerda de la última salida con el papá. Fueron en bicicleta por Mendoza, el viento de ese otoño les daba en la cara y el pelo rubio de Alicia se arremolinaba como nidos chiquitos, como los niditos de colibríes del patio de atrás, esos que quedaban colgados de la higuera cuando las putas ratas mataban a sus pichones comiendo sus ojos y sus cerebros, despedazándolos. En un acto de noble funeral, Alicita enterraba los restos y dejaba caer agua fresca hasta que quedaban libres de todo mal, después los dejaba secar al sol. Tenía una colección de nidos fúnebres de colibríes, solo su hermano varón lo sabía, las mayores se hubiesen burlado de ella, entonces prefería que sólo Juan compartiera su secreto.

Volvió al recuerdo del paseo en bicicleta, recordó cómo tras bajar por la última cuadra de esa calle llegaron al río. Hacía frío, pero el sol de aquella tarde otoñal la envolvía y le daba un extraño cobijo.

El papá se sentó junto a la barranca -muchas veces habían trazado aquel camino- siempre se reían al llegar, aunque esa tarde estaba serio y solo arrojaba piedritas al río. Una, dos, tres…

— Puedo tirar yo también papá- dijo Alicia- seguro las mías llegan más lejos, vos ya estás grande.

El papá la observó y buscó su mano derecha porque era zurda, aunque cuando jugaba al fútbol con Juan pateaba como diestra. Puso en su mano un montoncito de piedritas blancas y Alicia se paró alzando con fuerza su brazo izquierdo. Tiró una a una las piedras que fueron lejos, muy lejos y se hacían de plata cuando el sol las tocaba con sus rayos, antes de caer al lomo marrón del río Paraná.

El papá que permanecía sentado se paró y la envolvió muy fuerte, se inclinó hasta su oído y casi en un susurro le dijo:

— Alicita, Alicita, ¡cuánto vas a sufrir!

De pronto de estremeció, ¿cómo no se acordó antes de eso?, la iban a retar mucho pero tenía que entrar a la casa y contarlo.

La madre sólo la miró con desdén -como casi siempre-, mas no escatimó en desprecios cuando la agarró fuerte del brazo para decirle que en ese instante iba a acompañarla a la comisaría.

— Es una menor- dijo el agente Molina.

— ¡Tiene casi trece años y la información es valiosa! -gritó Rita con atropello- tómele declaratoria ya, ¿hasta cuándo vamos a prolongar esta búsqueda?

Los agentes escucharon y a la mañana siguiente mandaron a los buzos a rastrear el Paraná.

Doce largos días habían pasado desde la desaparición del papá y ese mismo lo encontraron amarrado a una alfombra de Eichhornia crassipes con su floración violácea completa como si en esa parte del río la primavera se hubiese detenido.

La madre quiso que Juan fuera a reconocerlo -si ya no podía verlo en vida menos quería verlo muerto- pero era muy chico, por esa razón los novios de las más grandes debieron hacer la espeluznante tarea. Era él, era Genaro Pozzo.

Alicia mira la zanja de agua podrida, recoge otra cala. Se pregunta por qué siendo tan hermosa crece en ese fétido nido.

 

 

Autor:
Verónica Baronio

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