Publicado en: 19/06/2024 Rubén Leva Comentarios: 0

Lo veo, apenas lo veo. Está allí, en la ochava, apoyado en la pared. Alcanzo a verlo gracias a la brasa que de pronto cambia de un rojo vivo a un naranja tenue mientras traza un arco hacia abajo y se instala casi gris a una altura media, seguro junto a su pierna derecha donde, es fácil adivinarlo, su mano ansiosa sostiene el cigarrillo con alguna dificultad. Él está ubicado dentro del semicírculo de sombra que queda junto a la pared gracias a que la lámpara del alumbrado público que cuelga en el centro de la esquina no alcanza a iluminar todo el espacio. El invierno ya está avanzado, por eso, siendo algo más de las seis de la tarde, todo está tan oscuro como si fuera plena noche. Y por eso está él ahí, porque todo está oscuro y eso le viene bien aunque haga mucho frío y su mano que tiembla un poco por el frío y otro poco por la ansiedad y la poca certeza de que vaya a ocurrir lo que desea, sostenga con dificultad el cigarrillo. Y él está ahí, fumando. Por qué fuma si tiene apenas trece años y si su padre, enfermo, que no sabe que él ya fuma, le ha pedido que nunca fume, que por eso él se ha enfermado y esa enfermedad, está seguro de eso, lo va a llevar a la muerte y por eso le pide a él, a su hijo de apenas trece años, que no fume porque quiere evitarle el sufrimiento que esa enfermedad produce y que él está padeciendo y quizás porque se siente culpable por no haber sido un buen ejemplo al haber fumado tantos años frente a él y su madre, pero él no hace caso del consejo paterno porque él quiere crecer, quiere ser grande, ser un hombre, por eso fuma, porque los hombres fuman y echan humo por la nariz y ahora, además, porque la espera y la poca certeza lo pone muy nervioso. Y entonces, mientras piensa en su padre enfermo, porque eso es en lo que piensa ahora, en su padre enfermo y en su casi segura muerte dentro de no mucho tiempo, la ve venir a ella. Y la ve venir sola. Esta vez no la acompaña la hermanita menor. Son buenas noticias, sale de la sombra que lo oculta, y deja caer al suelo el cigarrillo y lo pisa haciendo un círculo con la punta de la zapatilla para asegurarse de que está bien apagado y ya la está recibiendo bajo la escasa luz del alumbrado público. Ahora olvida lo que pensaba sobre su padre enfermo y su posible cercana muerte, ahora no piensa en la vergüenza que siente de sí mismo por la vergüenza que le produce la enfermedad de su padre ante sus amigos que tienen padres más jóvenes y  sanos. Ahora viene Ana, eso es lo que importa ahora y ya se están saludando con una sonrisa. Ana es más chica que él. Ana tiene apenas doce, pero está enamorada de él tanto como lo está él de ella. Y ahí se encuentran, ella va hacia el almacén de Raimundi que está a una cuadra de distancia y esta vez va sola porque su hermanita, que siempre la acompaña, ya que su madre la manda para que oficie de límite para él, porque sabe que él está persiguiendo a su hija Ana, y también para Ana, porque la madre ha notado ya que Ana está enamorada y para darse cuenta de eso no necesitó de demasiadas palabras ni confesiones. Y Ana tiene apenas doce años, si la querés bien tenés que esperarla, ya sabés lo que piensa la gente del pueblo de estas cosas le ha dicho la madre a él una vez que lo encontró en una feria de platos que organizaba la cooperadora de la escuela de Ana, una escuela religiosa que sólo para esas ocasiones festivas abría las puertas al público general, y él ha contestado que lo iba a consultar con la almohada, pero esa noche la almohada se mantuvo en silencio y no emitió opinión alguna sobre el asunto así que él continuó en su intento de enamorar a Ana y, claro, al final tuvo éxito en el intento porque él es muy perseverante y siempre le manda cartitas y poemas a través de una prima suya que es compañera de Ana en la escuela y porque Ana, que siempre mira telenovelas junto a su madre, estaba ansiando enamorarse para saber cómo es eso y qué se siente, y por eso ahora se encuentran y se sonríen y aprovechando que la hermanita está enferma y por esa razón no acompaña a Ana hoy él la toma de la mano ya que nadie se interpone y nadie le va a ir con el chisme a la madre y un escalofrío le recorre el cuerpo al contacto con la piel de Ana y tal vez también ella ha sentido el placer de ese escalofrío que no tiene nada que ver con el invierno que hoy está particularmente crudo. Y van caminando muy despacio uno junto al otro tomados de la mano por esa calle de vereda arbolada y ancha y muy oscura, y van muy despacio, como demorando la llegada al destino de Ana que va hacia el almacén  de Raimundi enviada por su madre para comprar alguna cosa que le falta para la cena y van caminando muy despacio pero no tanto como para demorarse en exceso y que la madre de Ana se preocupe y salga a buscarla y los encuentre. Y van muy tomados de la mano, los cuerpos muy cerca, las cabezas casi tocándose. Y cuando llegan a la esquina Ana se suelta de la mano de él y comienza a cruzar la calle rumbo al almacén de Raimundi y él la mira cruzar la calle de tierra y la ve levantando con sus pequeños pies el polvo suelto de la calle porque, como es el comentario del todo el pueblo y los agricultores que trabajan los campos que lo circundan, hace demasiado tiempo que no llueve, y mientras tanto él  se apoya en el tronco de un plátano sin preocuparse en lo más mínimo por la sequía y por el miedo que algunos tienen de que el pueblo termine desapareciendo por su causa y se queda esperando debajo de la copa frondosa del plátano el regreso de Ana . Y piensa en aquello que pasó una vez en el almacén de Raimundi y en la humillación que entonces sufrió. Y recuerda que Raimundi lo tomó por el cuello de la camisa con una mano y por el cinturón con la otra y lo levantó del piso y lo llevó hasta la vereda y lo arrojó a la cuneta mientras le decía pendejo de mierda no vuelvas más por acá y recuerda que él no sabía y no supo nunca por qué Raimundi hizo eso que lo humilló tanto y no sabe qué pudo haber hecho él para que Raimundi reaccionara así cuando él no tenía más de seis o siete años pero desde entonces odia a Raimundi y sólo tolera que Ana entre a ese negocio porque le viene bien para encontrarla cada día que la madre la envía a esa hora a buscar alguna cosa que olvidó comprar para la cena. Y ya no sueña con la venganza que se tomaría de Raimundi el día que creciera y fuera fuerte como para derrotarlo en una pelea a ese grandote que para entonces ya sería un viejo débil y achacoso y ahora sólo piensa en Ana que ahí sale del negocio cargando la bolsa con los encargos de la madre y él la mira cruzar la calle ahora en dirección a él y ella llega y le dice mirá lo que me regaló Raimundi y abre la mano y en su palma se ven tres caramelos, son de limón dice, tomá, uno para vos, uno para mí y el el otro para mi mamá, y él la vuelve a tomar de la mano y caminan juntos, muy juntos y tomados de la mano toda la cuadra oscura mientras saborean cada uno su caramelo de limón y al llegar a la esquina se dan un beso, el primer beso en la boca, el primer beso de sus vidas, un beso glorioso, un beso con sabor a limón y justo en ese momento un pájaro canta en alguna rama oculta del árbol que los cobija y él reconoce que es el canto de un jilguero porque él sabe de pájaros y sabe porque tiene muchos en el patio de su casa encerrados en jaulas de metal, y ese jilguero es como los pájaros que él cazaba en su infancia, un entretenimiento que antes lo apasionaba y que ahora ha dejado de practicar porque quiere ser grande y quiere crecer y cazar pájaros es un entretenimiento para niños. Y él sí que los cazaba con sus tramperas pero ya no quiere ser niño. Y ahora piensa que cómo es posible que el jilguero cante en este momento, si él sabe que los jilgueros no cantan de noche. Y ella se desprende con un pequeño esfuerzo de sus brazos y le dice chau, con suave aliento a limón y se va porque se está haciendo tarde ya pero no quisiera irse y dejarlo ahí parado por eso se va con una carrerita lenta y por eso se da vuelta y le envía un besito volado y él la ve irse con una sonrisa triste y el corazón latiendo fuerte en su pecho.

 

 

Autor:
Rubén Leva

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