La literatura argentina atesora como insigne referente a Roberto Arlt. Imposible calificarlo de ilustre por las connotaciones a que el adjetivo suele conducir. Porque Roberto Arlt proyectó el bajofondo, la sordidez, las pasiones humanas junto a la riqueza cultural y geográfica, en términos personalísimos, a pedestales tan encumbrados como riesgosos.
La riqueza literaria sustentada en la sensibilidad, la inteligencia, la capacidad de observación y el deseo arrollador―condiciones predisponentes a la interrogación y al conflicto íntimo― genera el producto Arlt que puede calificarse de único, como único e irrepetible es cada testimonio humano, pero, en este caso, con sesgo manifiesto.
De acuerdo al concepto de causa-efecto cada hecho tiene antecedentes y, en el caso del escritor, es claro que los afanes y las lecturas son el material con el que nutre su osadía.
Hay que retrotraerse al inicio del siglo XX, al año 1900 precisamente, que es cuando nace el autor. Vale comentar que esos años fueron feraces en soltar futuros grandes escritores.
Se cría, entonces, en el gran Buenos Aires donde la pobreza y la mugre alternan con el progreso anárquico, prometedor y alucinado. Allí cerca del puerto, en la gran urbe que empieza a hervir, escuchando el exigente alemán de su padre (Prusia), el italiano limítrofe de su madre (Trieste) y la ebullición en el lenguaje que provoca la activa inmigración, se cristaliza el muchacho de feroz y angustiada inteligencia, de hambres difíciles de saciar.
Rabia y desparpajo juegan en su lenguaje hecho con la profusión de materiales a los que accedió gracias a esas hambres, en este caso la literaria, su vía regia en el intento de abarcar el universo.
“Si pudiera me comería toda la tierra y me bebería todo el mar” ha escrito Pablo Neruda y pensamos que esa frase es aplicable al temperamento de Arlt.
Temperamento (tempero nos dicen los portugueses al hablar de especias) es uno de los ingredientes infaltables de Arlt, claro en sus aguafuertes y flagrante en su producción narrativa.
Arlt nos trae registros del siglo XIX ―fruto de sus lecturas de los clásicos, a veces muy mal traducidos― en el tenor de sus cuentos (piénsese en Accidentado paseo a Moka) y también en sus novelas en las que la abundancia, la metáfora exacerbada, el caudal, el ornato resaltan casi con insolencia.
La insolencia de Arlt sobresale, tal vez, como una reacción, como un grito de rebeldía.
Quizás aquí cabe preguntarse a qué. Es frecuente que se atribuya el primer corsé, el primer cepo, a su padre, con quien se enfrenta enseguida. Puede inferirse que otro esté representado, en su imaginario, por la apropiación de la literatura por parte de los cenáculos cultos, aristocráticos ―en especial el grupo Florida― que reniegan de la efusión y la desprolijidad. Pensamos que talla, también, el dolor que le causa lo que él considera un fracaso parcial y propio: la incapacidad de enriquecerse con uno de sus inventos en los que, otra vez, el disparate parece enseñorearse.
El gruñir fácil de Arlt, su anarquía excéntrica y genial, representan, también, su rebelión contra el sufrimiento que provoca tantas veces lo que produce el hombre: pobreza, marginación, incomprensión y que se atribuye con frecuente facilismo a la palabra cultura, como sigue sucediendo ahora mismo. De ahí la extendida vigencia de su obra.
En tiempos y tierra de compadritos le toca concretarse a aquel niño.
En tiempo de gringos, gallegos, rusos blancos, ingleses, polacos, croatas, en tiempo de tanta extranjería, se va concretando ese hombre que ya se ha acostumbrado a escuchar tanto el cocoliche de las calles como el de la propia casa donde resisten el alemán y el italiano.
Cuando el progreso, la ilustración forzada, lo inconcebible y la riqueza son divisas de los que llegaron para continuar ―ahora de un modo más orgánico― “haciendo la américa” termina de forjarse ese hombre.
Tal vez una quimera humana y literaria. Una escritura a sangre y tinta, lugar común tan inevitable como representativo.
Con el acecho prepotente del compadrito, con la extrañeza desconfiada del inmigrante, con la ilusión de conseguir lo inconcebible, con la tracción insaciable del conocimiento, cristaliza el insigne escritor argentino.
Tan insigne como el tango, del cual es, ―permítasenos la audacia (hablamos de Roberto Godofredo Stephenson Arlt o como sea)― una metáfora encarnada. Tan insigne como el tango, entonces, donde se reúnen los instrumentos que hay para la ocasión, que vienen de países diferentes a tratar con la alegría triste del prostíbulo, donde cohabitan, promiscuas, las melodías de tierra adentro con los sones de toda Europa, y donde los cuerpos se expresan con la liberalidad que permite la sordidez y que es, como ya se ha visto, una fuente de musculosa belleza.
Hombres y mujeres libertados a la noche donde se puede descansar del dolor cotidiano que jamás habrá de replegarse. Hombres y mujeres exhibiéndose, material del arte que prestará sus colores, sus sonidos y sus palabras para elaborar un género que expresa la variedad, la abundancia existencial y el dolor inextinguible
Tan insigne como el cocoliche que se expresa en el lenguaje, en los modos, en la indumentaria, es el alma y la expresión literaria de Arlt.
Tango, acecho, prepotencia. Deslumbrante cocoliche, elaborado y feroz, gordo de comparaciones y metáforas. Y de argumentos y personajes munidos de un hiperrealismo alucinado, pero poderoso por humano.
Enfrentarse a la literatura de Arlt es enfrentarse a los inesperado, al cambio abrupto de ánimo, de registro, de paisaje. Y siempre a la riqueza y a la profusión.
Hombre preocupado por los procesos de producción, por los oficios de la usina, Roberto Arlt ha sido para nuestra cultura una usina con la capacidad de ser alimentada con diferentes combustibles y forzada a producir en la necesidad de dar puerta, liberar tan rica como trágica angustia existencial.
Autor: Ebel Barat