Todavía estoy aquí, en el baño de la cabaña que alquilé en la isla. Me gustaron las fotos que vi del complejo por internet. El predio es lindo y las cuatro cabañas que lo conforman están en un espacio tranquilo y luminoso. Afuera, ubicado casi en el medio del terreno, veo el quincho. Me encanta. Es un quincho que está equipado para los refrigerios y que además sirve como sala de reunión para los huéspedes. Estoy segura de que aún quedaron en las mesas del salón los restos de un desayuno muy generoso que se sirvió temprano. Platos llenos de torta de manzanas, coco y mandarinas. Masas secas con bordes de chocolate y frutas de estación. Pienso que antes de irme tendría que volver a probar otra vez algunos de esos bocados que tanto me gustaron esta mañana. Ahora me distraigo y no puedo evitar fisgonear de reojo la puerta de la habitación contigua. Es la que da al dormitorio. En él reuní mis bártulos para que durante la tarde me los lleven al otro lado. Al de la ciudad en donde vivo. Serán cargados en un “Taxi Flete Acuático” que se ocupa de transportar a las personas y las cosas que van rumbo a Rosario. Llegué ayer. Hoy me voy. Pero no me voy a volver en un taxi. Hoy me iré cruzando el río sola. Aunque eso ocurrirá dentro de un rato, a eso de las cuatro de la tarde. Por ahora me quedo aquí, frente al espejo, que refleja una mesada de piedra color arena y una bacha de azulejos esmaltados con tonos del lugar: marrones, verdes, amarillos… Y en el medio del vidrio espejado estoy yo ocupando un espacio que deseo completar. Entonces empieza lo de siempre. La maldita costumbre. El botón de la cámara del celular suena en mis oídos, escucho un clip imaginario y tomo la fotografía. Es una fotografía de mis tetas. Mis tetas y yo. Como a él le gustan. Deseo enviársela, pero es un acto instintivo, porque me digo a mí misma que terminé con él. Que es imposible que vuelva a buscarlo porque en realidad él fue el que terminó conmigo. No fui yo, fue él. Y pienso que es en este punto en donde radica mi terrible desgracia. Ni siquiera pude enojarme. Ni siquiera tuve una pizca de orgullo. Entonces pienso en que debo hacer algo y no se me ocurre nada. Siento ese dolor que me paraliza de nuevo, es a la altura del corazón y luego se extiende y se convierte en una opresión en la garganta. Me falta el aire, mis ojos se nublan, y casi… Apenas veo. Una mueca triste se ríe de mí en el espejo. Parece decirme tonta, es el mal del corazón roto. Al fin entiendo de qué se trata la frase tan usada por los músicos y los poetas. De qué hablaban esas canciones que a veces ni escuchaba. Hablaban del amor. Del amor que por un capricho del destino no nos corresponde. De un sentimiento compartido que se hubiese quedado con nosotros si no hubiéramos tomado otra ruta, seguido otro mapa… ¿Y si ese camino y esa ruta nos pertenecían y eran los correctos? ¿Y si acaso nos caímos porque tuvimos un accidente en el intento de seguir en ellos? Nos desviamos sin poder volver. Nos quedamos solos. No pensar. En eso pienso. Es lo único que se me ocurre hacer ahora, además de borrar la foto que tomé porque quedó almacenada en la galería. Dejo el celular y lo guardo en la mochila azul. Pienso en comer algo en el quincho porque supongo que la angustia va a desaparecer y también pienso que si miro el agua con insistencia posiblemente deje de pensar. Siento que es lo que necesito. Borro la foto de la galería. Rápido. Hora de irme. Un poco antes de las cuatro. Ya saludé a todos. Tomo mi tabla de SUP color azul, el salvavidas de goma que no es el reglamentario, pero no importa, con esto alcanza. Calzo mi mochilita justo en el medio de la espalda, liviana, para que no me moleste el peso. Siento cómo la tabla que dirijo se va estabilizando a medida que mi remada se hace más firme y más rápida. Mis piernas responden bien, no me duelen, y mi cintura responde también bien al movimiento de fuerza y afloje. El agua color marrón me hipnotiza y cada oleaje fuerte me pone en guardia. Casi son las cuatro cuando paso por delante del pontón de doña Ana y su marido. La saludo casi al tiempo en que ella se lleva la mano a la boca como para ocultar lo que piensa decirme.
¡Hola, querida! ¡Cuánto tiempo que no te veía! ¿Pensás cruzar el río subida en esa tabla?, dice.
Le digo que sí. Que ya crucé el río otras veces, que todavía es muy temprano y que en una hora estaré del otro lado.
Tené cuidado. Hacé una parada de descanso cuando estés por iniciar el cruce. Te convendría parar a la altura de Isla Verde, así descansás unos minutos. Del otro lado del canal, el río, con sus olas y correntada cansan, dice.
No se preocupe, estoy entrenada y ya practiqué el cruzarlo, digo, pero casi ya no me escucha porque avanzo y de mi vista se alejan la señora y el pontón blanco.
Lo que sigue es agua marrón y horizonte amarillo. Nada más. Solo esto. El repiqueteo de las olas en la tabla y el remo que va de un lado hacia otro, estabilizando la nave. La nave que va. ¡Hacia dónde! Hacia donde me lleve el agua. A cualquier lugar. Lejos… Otra vez un fogonazo pasa por mi cabeza. Me acuerdo de sus palabras…
¡Desaparecé, andate de mi vida! ¡Esto no es para vos y lo sabés…, me gritó esa noche… Mi vida está difícil ahora, no tengo tiempo para estar con vos. Si no cumplo con el trato me meten un tiro o varios…, me dijo.
Otra vez una ola que no veo y la tabla que se bambolea… Otro movimiento brusco así y me caigo al agua…
Y los gendarmes que enviaron, los muy guachos, vinieron a remover el avispero! ¡Rosario está hecha una mierda!, recuerdo que él me decía.
Lloro ahora en silencio y el agua de una ola me moja el pie.
Y… no tengo tiempo para amoríos. Sos de buena familia. Salvate vos. Los negocios de la droga son así. ¡Yo tengo que cuidar la merca o nos fusilan a todos los capos de arriba!
Estoy inestable. La tabla se mueve mucho y no me acuerdo qué le contesté esa tarde horrible en que discutimos.
Sin pensarlo me acerco a la costa. Veo mucha gente reunida. Pero, ¿qué miran los curiosos de la playa de Isla Verde? Pareciera que nunca hubieran visto una chica desmayada. Me acerco lo más que puedo a la orilla. Detengo la tabla y veo entonces a la chica tirada en la arena. Estoy a pocos metros de ella. Mi tabla de SUP azul casi está encallada en la arena de la playa. También yo quiero ver qué pasa con la chica que está tirada en la playa. Lo único que veo con claridad es su bikini azul. Los brazos extendidos y las piernas también extendidas, muy juntas. Supongo que la muchacha que parece muerta posiblemente se desmayó del agotamiento. Pienso que cruzar el río montada en una tabla de “Stand Up table” no es fácil. Yo a veces me canso tanto que me dan ganas de tirarme así, como está ella ahora. Medio muerta de cansancio. Pienso que se requiere de mucho equilibrio y fuerza de brazos para poder atravesar la zona de cruce. Seguro que la chica se cansó y sin energía llegó a la costa. Seguro no pudo aguantar el embate de las olas en la zona en que el río atraviesa el puente. Sí, es por allí, debajo del puente largo que une la ciudad de Rosario con la ciudad de Victoria en donde el olisqueo es casi constante y la tabla se mueve mucho.
¡Mirá que atreverse a cruzar el río montada en una tabla y justo en ese lugar! ¡Prefectura tendría que prohibir el cruce del río a estos chicos! ¡Así! ¡Sin nada cruzan!, dice una mujer que tiene a su hija tomada de la mano.
Otro señor mayor, le dice a otro:
¡Seguro! ¡Esa es una zona muy jodida! Es precisamente el lugar en donde las olas mueven las aguas del Río Grande con las del Paraná Viejo y siguen el curso corriente arriba! ¡Terrible lugar para cruzar!, y se toma la cabeza con una mano.
Pienso que el señor tiene razón. Montada todavía en mi tabla azul, dirijo mi vista hacia el puente de pilotes gigantes, de altura calculada para que puedan circular barcos de gran calado. Barcos que embarcan y desembarcan granos en las terminales portuarias de la ciudad de San Lorenzo. Entonces vuelvo a la escena del accidente. Una muchacha de bikini azul que parece no respirar. Los bañistas se alejan del cuerpo. Un muchacho de torso oscuro y de malla también azul abandona la muñeca de la chica, parece que no le siente el pulso. Pienso que el joven que la socorre es un médico voluntario que también en esta tarde de domingo vino a tomar sol. Está apurado, bombea, bombea, no se detiene. Masajea el pecho de la chica, se inclina y parece besarla. La besa varias veces. Muchas. Yo me alejo de la playa. A mis espaldas se escuchan todavía los cantos de ¡qué suerte!, ¡la chica se salvó!
¡Bieennn por el médico! ¡Bravo! ¡La chica se salvó!, escucho los gritos a mis espaldas.
Un impulso me lleva a alejarme de la costa. Levanto la tabla de SUP y la oriento hacia la ciudad que está enfrente. Una ciudad que está unida a otra por un puente. Empiezo a remar de nuevo. Dejo atrás el gentío que sigue reunido. Mejor sigo remando y me enamoro del río para no recordarlo. Remo para no recordar al que no me deja dormir. Remo para no escuchar su voz. Mejor me enamoro del río y me olvido. O mejor me voy y me caigo. No sé…
Apenas si veo la lancha que casi me atropella. No pudo llevarme por delante, pues hace un tiempo que me caí al agua.
Alcanzo a ver el cabello revuelto de la chica que va en la lancha. Me río porque parezco una sirena que espía. Estoy en el agua y trato de estirarme lo más que puedo. La chica que va en la embarcación parece relajada y va acompañada por dos jóvenes que quizás sean sus amigas. Ella se deja llevar por un hombre que apenas le quita la vista de encima. Imagino que es el médico que acudió en su ayuda en la playa de Isla Verde. Quizás esté muy apurado y piense que el hospital Alberdi es el más cercano a la costa de Rosario. Y que el hospital sólo está a diez minutos después del cruce. También debe pensar que es muy bonita la chica que revivió. Está feliz de haberla revivido. Y tiene ganas de escuchar su voz dándole las gracias… Y posiblemente, mientras piensa, a la altura del cruce, en el medio del canal, el médico alcance a ver mi tabla azul que con rumbo errante remonta el río. La tabla que me abandonó porque me caí. Quizás el médico piense que quizás alguien la extravió. Y que seguramente Gendarmería se hará cargo del asunto mañana. Hoy ya no puede hacer otra cosa más que pensar en la muchacha que salvó y que le gusta. Mañana será otro día.
Autora:
Analía Rodríguez