«Les tengo una sorpresa», dijo eufórico Juanjo cuando volvió del estudio. Cuando hace esos anuncios yo ya no sé a qué atenerme con él. Puede ser que haya traído un pichoncito de una obra en alguna zona despoblada -que por lo general se termina muriendo a los pocos días como pasó con lechuzas, teros, gavilanes, etc…-, proponga construir algo con barro, madera o algún otro material que signifique un enchastre tremendo en toda la casa, o…. «El fin de semana largo nos vamos a las sierras y pararemos en la cabaña a la que iba yo cuando era chiquito como ustedes». Mi cara se derretía al mismo ritmo que brotaban alaridos y risas de los rostros de Lautaro y Anita. «Qué lindo papá, qué lindo», gritaban temblando de alegría.
«¿No estás contenta?», me pregunta. «Después lo hablamos», le contesto mientras percibo como se va desdibujando su sonrisa. Me molesta demasiado que arme esos programas sin consultarme previamente, que se los anuncie a los chicos como «su gran idea» y mucho, mucho más que me obligue a vérmelas, sin haberlo decidido, con el armado de un viaje.
Mientras ellos festejan yo empiezo a contabilizar mentalmente todo lo que no podría olvidarme de llevar: ropa liviana, ropa de abrigo, gorros, crema para las picaduras, protector solar, crema humectante, el inhalador de Lauti, mantas porque a la noche hace tanto frío que nunca alcanzan las que te dan… Además, ¿quién sabe en qué condiciones está esa cabaña? Si Juanjo iba con los padres cuando era chico ya tiene un montón de años. ¿Sabés qué, Juanjito? No solo no estoy contenta sino que me enquistaste una bronca que no sé cuándo lograré sacármela de encima.
-Dale, gorda (odio que me llame así, ya se lo aclaré un millón de veces y no lo entiende) aflojá un poco, la vamos a pasar lindo. Me dice mientras me abraza e intenta darme un pico, que ante la inmovilidad de mi cara termina siendo un pequeño roce de sus labios en mi mejilla.
-¿Por qué no me consultaste antes? Esos días yo pretendía pasarlos sentada en la reposera leyendo y venís vos con tu ideíta a instalarme un montón de preocupaciones.
-Hacé lo mismo pero al lado del río. Dale, no te enojes, nos va a venir bien a todos y vos te vas a poder relajar y descansar. No sé por qué, tal vez porque le pone tanta onda a los proyectos, siempre termino cediendo con él.
Calculábamos estar en el lugar alrededor del mediodía. Cuando hacemos tramos largos maneja Juanjo porque yo no puedo mantenerme despierta demasiado tiempo ante la monotonía del tránsito. Por lo general él suele sostenerse en su eje hasta que lo descoloca que los camiones tomen posesión de la ruta y el tiempo se vaya dilatando. Ni hablar si a eso se le suman los excesivos y reiterados pedidos de los chicos, ahí su estado de fastidio llega a la cúspide y se convierte en el increíble Hulk. Teniendo en cuenta eso, y además que es época de cosecha, tomamos la precaución de salir en el horario en que suponíamos que el camino estaría menos cargado. Por suerte así fue y los chicos durmieron casi todo el viaje.
Apenas llegamos -un poco antes de lo planeado- Lautaro y Anita quisieron bajar al río.
-Esperen a que descarguemos los bolsos del auto y vamos todos juntos. Les gritó Juanjo cuando ya se habían alejado unos cuantos metros. Volvieron a los saltitos y enumerando todo lo que iban a hacer esos días.
Al abrir el baúl, sale expulsada la pelota y rueda cuesta abajo. Lautaro corre desesperado a buscarla. Se me eriza la piel, un sudor frío recorre mis manos y mis axilas ante el temor a que se caiga y algo grave pueda sucederle y grito, grito con el volumen al tope de lo que la garganta me permite: Lauti, vení para acá… Mi alarido dejó a mis hijos rigidizados como estatuas de cera, los ojos de Juanjo parecían salirse de sus huecos y el pinar que rodea la cabaña jugó largo rato reteniendo y haciendo rebotar de tronco en tronco el eco de mi voz. Verlo a Lauti corriendo de esa manera detrás de la pelota me remitió al recuerdo imborrable de la frenada del Renault 12 de mi papá. Aquel domingo de paseo familiar todos reaccionamos con fastidio cuando clavó los frenos repentinamente después de ver una pelota de fútbol que cruzaba rodando por la calle. Lo que los demás no previmos y él sí fue que a los dos segundos apareció de repente entre los autos un niño corriendo a toda velocidad, con su mirada fija en el recorrido de la bola, sin tomar registro de lo que pudiera suceder a los costados. Quedamos todos atónitos pensando en lo que podría haber ocurrido, incluso él mismo que -aún habiéndolo presentido- no logró retomar la marcha hasta varios minutos después. El griterío de un rato antes se convirtió en silencio sepulcral hasta que llegamos a casa.
Esta vez fui yo la que instaló el enmudecimiento en el que permanecimos mientras trasladamos el resto del equipaje hasta la cabaña.
Un rato más tarde, mientras acomodábamos con Anita todos sus juguetes, escuché a Juanjo saludar risueñamente.
-Maica, vení, dale. Me grita con exagerado entusiasmo.
Salgo y lo encuentro hablando con un hombre de lo más extraño.
-Don Sosa, ella es mi esposa.
Rápidamente se acercan Lauti y Anita. Lo saludan como les enseñamos que hagan con cualquier persona a la que encuentren y el hombre ni siquiera les dirige la mirada.
Don Sosa es el casero del lugar. Juanjo lo conoce desde que era niño y vacacionaba aquí con su familia. Cuando con los padres y los hermanos hablaban de él, siempre imaginé que se trataba de un hombre mayor. Evidentemente el mote de Don lo tiene desde muy joven, porque no debe llegar ahora a los sesenta años. Nadie puede precisar su procedencia, solo saben que desde hace muchísimos años se ocupa de cuidar algunas casas de alquiler. Su apariencia despista. El cabello renegrido podría indicar -como suponen algunos- su ascendencia india y por lo tanto ser de la zona, pero ese azabache azulado no es natural, es tintura. La tez demasiado blanca y los párpados violáceos no concuerdan con los rasgos de un hombre que se mueve todo el día en el campo. La inmaculada boina inglesa de pied de poule gris, el pañuelo de raso bordeau enlazado en el cuello y las flamantes botas de caña alta le imprimen un toque señorial que no encaja con el entorno gauchesco en el que vive. Nunca se lo ve caminando, siempre montado erguido en su caballo zaino, como si éste sustituyera sus piernas. Hombre y animal parecen haber nacido pegados, como un centauro. Mantiene constantemente una extraña calma. A veces Juanjo -con su peculiar humor- le dice al verlo tan arreglado: Sosa, ¿dónde es el casorio? Y el hombre permanece impávido.
Entre los parroquianos comentan que estuvo casado una vez y por poco tiempo. Que su señora -a la que nadie conoció- estaba siempre encerrada en la casa. Él iba solo al pueblo a hacer las compras -hasta de elegir la ropa para ella se encargaba- y de un día para el otro, nada más se supo de esa mujer. Aparentemente lo habría abandonado para irse con otro, aunque se rumorea otra oscura versión.
Deambula solitario y aparece imprevistamente en distintos lugares. «Ahí viene la luz mala», murmuran algunos entre risas.
En algún momento de todas las noches se acerca hasta la cabaña, supuestamente para saber si estamos bien. Digo supuestamente porque nunca llega a preguntarlo, ya que Juanjo apenas lo ve a través de la ventana sale rápidamente y empieza a contarle con detalles todo lo que recorrimos e hicimos cada día. El tipo, inmutable sobre su caballo, no muestra el más mínimo interés en lo que le relata.
-Está atento a nosotros por si necesitamos algo, dice mi marido para tranquilizarme cuando ve mi cara desencajada. A mí no me calma esa explicación.
La proximidad de ese hombre me pone en guardia. Para colmo, no toma ningún recaudo para que no se note que anda armado. No habla más de lo imprescindible con nadie. Una sola frase entera oí de su boca: «Al río hay que demostrarle respeto porque es traicionero». La repite mecánicamente varias veces mientras clava su mirada en el infinito y caen sus párpados violáceos cubriéndole la mitad de los ojos. Yo ya conocía esas palabras de él porque en la casa de Juanjo siempre lo imitaron y se reían del tono que usa al decirlas, como si estuviera amenazando con el Cuco. Para mí no es gracioso. Veo un esbozo de sonrisa burlona en el rostro de Juanjo mientras se acerca a la carita perpleja de Lauti y, batiendo las manos como restando importancia a lo escuchado, le susurra: «qué sabe este Sosa, yo vine toda la vida a este lugar y lo conozco de taquito. Mañana nos vamos a ir a la piedra más alta para tirarnos a la ollita de cabeza, está buenísimo, vas a ver»
-Mamá, mamá,… Me llama Anita varias veces durante cada una de las noches; cuando no encuentra su peluche, cuando siente calor, cuando le pica un mosquito, cuando tiene alguna pesadilla o cuando solo necesita tenerme cerca. Entre la frase de Don Sosa y los gritos de mi hija preveo que seguiré sin lograr pegar un ojo durante todo el tiempo que permanezcamos en esta bendita cabaña.
A la mañana siguiente, tal como lo planearon, Juanjo y Lautaro se van a recorrer piedras y ollitas. Yo decido quedarme con Ana en el parque que divide la casa del pinar. No voy a lograr que no se expongan a peligros, entonces prefiero quedarme y directamente no ver lo que hacen.
Me acomodo en la reposera para disponerme a leer y Anita insiste con que vayamos a hacer subibaja al agua. Después de varios intentos de convencerla de que nos quedemos ahí y juegue con todos los chiches que trajo, finalmente accedo y nos vamos al río.
El agua por suerte no está tan fría . Nos tomamos de las manos subiendo a la superficie y sumergiendo alternativamente nuestras cabezas. En cada movimiento la corriente nos desplaza y busco con la punta de los dedos de mis pies la próxima piedra en la que nos anclaremos. Tanteo… vacío, vacío… y cuando siento la presencia sólida doy el siguiente paso.
Ella está feliz, se rie a carcajadas. Me encanta verla alegre y mucho más que sea conmigo, que nunca consigo compatibilizar el juego con los cuidados.
El río está demasiado caudaloso y cada vez debo apurar más mis pasos. En algún momento tanteo, tanteo, tanteo… y no puedo encontrar la siguiente roca. El agua nos mueve constantemente y ya no logro hacer pie. Pataleo, pataleo y todo es agua. Anita interpreta que mis movimientos son parte del juego y continúa a las risotadas. Busco calmarme para evitar que se de cuenta de lo que ocurre y se asuste. Tengo que resistir.
No puedo subir a la superficie porque mis brazos se ocupan de sostener en alto a mi hija. Si la suelto la corriente se llevaría su cuerpito tan liviano. La frase «Al río hay que demostrarle respeto porque es traicionero» resuena una y otra vez en mi cabeza. No sé cuánto tiempo podré soportar sin renovar el aire. Forcejeo con mis pulmones para que se dilaten al máximo. Necesito aguantar al menos un poquito más, hasta que pueda advertir alguna solidez rocosa con mis pies. La velocidad con la que corre el agua es inaudita, me golpea, me empuja y ya no tengo fuerzas. Las manitos de mi hija se escabullen de las mías. Se aleja y no alcanzo a retenerla. Es como si una cuerda la tirara desde su vientre hacia arriba. A medida que ella sube yo me hundo como si mi cuerpo fuera succionado por un imán alojado en el helado corazón de las piedras. El agua se enturbia demasiado y ya no puedo verla. «Al río hay que demostrarle respeto porque es traicionero» retumba en el agua taladrando mis oídos. «Mamá, mamá…» la voz de Anita es un susurro cada vez más lejano… «Mamá, mamá…» Un frío intenso atiesa mis piernas y ya no puedo moverme.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que recuperé un poco la tonicidad del cuerpo y el río me escupió hacia la superficie. Mientras atrapo desorientada la primera bocanada de aire veo nebulosamante en la orilla a Don Sosa, montado erguido en sus patas de caballo zaino, con los ojos escondidos detrás de sus párpados violeta; y siento como un lanzazo, que perfora y desgarra mi pecho, la incipiente sonrisa sardónica que va estampándose en su rostro blanco marfil.
Autor:
Graciela Roselli