Publicado en: 15/06/2022 Graciela Roselli Comentarios: 0

Los rayos del sol ya se apagaron, el ventanal se va cubriendo de una niebla espesa y se encienden las tenues luces de la calle. Cada vez que alguien abre la puerta de entrada se cuelan los reflejos acaramelados que pretenden darle un toque meloso a esta ciudad inmunda. El vidrio empañado del ventanal lo refugia del crudo frío imperante afuera; aunque un chiflete helado se filtra constantemente por una hendija, obligándolo a permanecer con su raído gabán caqui abotonado hasta el cuello.

Hace cuatro meses que este bar de mala muerte es casi su hogar. Lo eligió porque tiene vista panorámica de la casa del fulano. Todo lo que pase por ese zaguán es captado por la mirada alerta de Horacio Arevalo. Permanece aquí horas y horas, para volver a la pensión cuando esté seguro de que doña Gavina ya está durmiendo. La vieja relojea atenta su llegada para aprovechar a reclamarle los meses de renta que le debe o para ofrecerle su servicio de lavandería. «Don Horacio, le presto alguna muda de mi finadito mientras le limpio la suya, por doscientos pesos se la entrego mañana lavadita y planchada como si fuera nueva», le repite todos los tiros en que se la cruza. Él le responde siempre con evasivas, no solo porque no tiene plata sino porque tampoco se imagina extrañando el hedor rancio que le dejaron impregnado los sobacos en su camisa.

Enciende un pucho y lee cin-Za-no en el cenicero de metal cobrizo. Cinzano, cinzano, repite como para dispersar su atención.

Un pibito se asoma chocando su cara contra el ventanal y lo despabila. Husmea con evidentes deseos de entrar. Revolea los ojos para verificar si está Oviedo. Cuando lo ve, suelta con el aliento el poco calor que le resta en el cuerpo para volver a empañar el vidrio y sigue su camino, dejando tatuada la huella de su paso con la humedad de los mocos.

Es el último trabajo que le hago a Borda -se dice Arevalo- Ya está. Esta vez se pasó de rosca. Una cosa es ponerle los tantos a alguno y otra muy distinta es fulminarlo. El punto lo cagó, eso está claro, pero no le bastó con romper la sociedad, ahora lo tiene que reventar. Solo por venganza, la maldita venganza que enceguece hasta al más lúcido.

Se queda pensativo y mientras enciende otro faso se activa en él el recuerdo del día en el que se llevaron en cana al gallego Nuñez. Fue en el último verano que vivieron con su familia en la pensión. Habrá tenido unos nueve años. Hacía un calor que partía la tierra y estaban todos en el patio, aprovechando el poco aire que dispensaba la ciudad, cuando cayó la yuta a buscarlo al viejo. Parece que el día anterior había encontrado a la mujer encamada con el gorrión y los destripó a los dos. A la mina dicen que le dio con tanta bronca que la dejó hecha trizas. Y cuando se lo llevaban, colgado de los brazos, el gallego entre alaridos y llanto repetía «é a miña vinganza, é a miña vinganza». Nuñez terminó loco y encerrado; pero estos tipos como Borda, forrados en guita, andan muy sueltos de cuerpo disponiendo de la suerte de los demás a su antojo. ¿De qué se quieren vengar?, ¿por qué? si ya lo tienen todo, no saben qué más quieren. Y ahí caemos los buenos para nada, flores de idiotas, a hacerles los trabajitos por dos mangos. Se indigna mientras lee nueva y reiteradamente cin-Za-no debajo del cúmulo de cenizas.

Sale intempestivamente de la cocina la moza más jovencita llorando a gritos. Su compañera trata de calmarla sin entender qué está pasando. Seguramente fue el degenerado de Oviedo, piensa Arevalo.

Oviedo es el dueño de este antro. Lo heredó del padrastro, un tano odioso que bajó del barco con lo puesto y se la daba de gran magnate por haber logrado -explotando a medio mundo- tener este barsucho de morondanga que aloja a la peor calaña de la zona. Conservó siempre el apellido de la madre por ser guacho de padre y, como no era menos carroñero que el viejo que lo crió, cuando éste espichó -en dudosas circunstancias según cuentan- se apropió de todo. Nada de eso se investigó, porque él tenía sus contactos para arreglar los chanchullos que se mandaba y al anciano -como era de esperar- nunca nadie lo reclamó.

Lo que también le quedó como herencia del tano es la maldita costumbre de aprovechar cualquier ocasión en que sus empleadas pasan cerca para embocarles un chirlo en las nalgas, dejando la mano posada por largo rato; o para hacerse el misterioso diciéndoles algo al oído, y de paso olerles el cuello o rozarles con la punta de la lengua áspera el lóbulo de la oreja.

«Perdí la alianza -le dice la chica a su compañera sopándose la nariz con el puño de la tricota- Se me debe haber ido por la grasera cuando lavaba los vasos» Corren ambas desesperadas hacia la cocina.

Hace varios días que en el zaguán no se ven movimientos. En el fondo Arevalo prefiere que así sea, aunque sabe que se le termina el tiempo. Dilató demasiado la resolución de «el temita» -como lo llama Borda- No le van quedando excusas, ya las agotó. Que el tipo no estaba solo, que lo tomó por sorpresa, que no puede terminar de conocerle los horarios…

Enciende otro cigarrillo más y se pregunta: ¿cómo llegué hasta acá? Nunca había tenido que andar calzado y ahora, cada vez que se acomoda la entrepierna del pantalón, siente el bulto rígido del chumbo que servirá para la tarea encomendada y se le eriza la piel. Un sudor helado lo inunda y duda si será capáz de hacerlo. Le provoca escalofríos pensar que todo ésto lo está llevando a cabo con el mísero objetivo de salvarle el honor al compadrito cagón de Borda por unos mangos mugrientos. ¿Qué me pasó? ¿Ésto es lo que quedó del que era «la promesa» de la primera de los tucuras?, ¿del que logró mención especial en las olimpíadas de matemáticas del secundario? ¿Cómo llegué a convertirme en este perdedor, abandonado y potencial homicida?

¿De quién debería vengarse él por esta vida de mierda que tiene? Si él mismo la construyó así. ¿A quién culpar por semejante desastre?

Todos los trabajos que tuvo fueron siempre changas malpagas. Las veces que intentó montar sus propios negocios resultaron fiascos que lo fueron hundiendo cada vez más en la alternacia constante entre el desasosiego y la depresión.

Hasta hace un tiempo atrás por lo menos le quedaba Matilde. Hasta que no lo soportó más. Matilde, que siempre había sido tan tierna y comprensiva, un día le dijo: «Estoy harta de verte en camiseta, pantalón pijama y fumando todo el día. Harta de que todo lo que no te resulta es porque los otros son unos hijos de puta -rarísimo escuchar esas palabras en su boca-. Peso que agarrás lo despilfarrás en los burros, jamás se te va a ocurrir comprar un kilo de pan. Sos un zángano, perdedor, mandate a mudar de esta casa», sentenció cerrando la frase con un portazo. Quizás tendría que vengarse de ella por haberlo abandonado, la muy desgraciada. Pero no puede dejar de notar que esa compañera dulce y tolerante se había convertido en una mujer tajante y dura gracias a él. ¿Cuánto más la haría sufrir? Ya no era merecedor ni de su lástima.

Entran al salón nuevamente las mozas. La jovencita ya está más calma -o tal vez resignada-. La compañera vacía en el piso el contenido del tacho de basura y empiezan a buscar entre papeles, colillas, cáscaras de maní y otras yerbas. Siguen hurgando largo rato en ese matete de mugre.

Cin-Za-no, cin-Za-no, lee Arevalo mientras se termina el décimo café del día, más fiero que agua de charco. Por momentos fantasea con que esa no es la realidad y de repente van a salir de todos los rincones unos gnomos de cuerpo verde, con gorros y chalupas rojas, cagándose de la risa y preguntándole: ¿te la creíste papanatas? Pero no, todo continúa igual.

De a poco el bar va quedando desierto. Se fueron hasta los últimos borrachos que quedaron rezagados. Nada nuevo sucede en el zaguán y seguramente doña Gavina ya debe estar durmiendo. Arevalo se para con dificultad, tanto tabaco y café le rigidizaron el cuerpo. Camina enclenque las cuatro cuadras hasta la pensión. El chirrido del portón lo apabulla por un momento pero luego enmudece aliviándolo. No se escucha ni un alma. Entra a la pieza, no enciende el velador ni se saca su gabán. Se sienta en la única silla de madera que tiene y, casi sin pensarlo, resuelve su venganza.

A la mañana siguiente, mientras los forenses toman las pruebas, doña Gavina se lamenta porque deberá limpiar el líquido viscoso que se desparramó por toda la habitación pero mucho más por no tener a quién reclamarle los meses de renta que no pudo cobrar.

 

Autor: Graciela Roselli

 

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