Mariela esperaba ese sábado desde hacía meses porque los catorce llegaban para habilitar las salidas a la hora en que la mayoría de los pibes quieren andar por ahí, en banda y bardeando, con tatuajes clandestinos y aros como lunares que los identifica más allá del nombre y el barrio, símbolos que se llevan bien con la cumbia, la birra y el faso.
Mariela es una chica pobre. Pobre pero digna, agrega su padre, que cruza los dedos como señal de amuleto en un intento por exorcizar esa miseria que aún no entró pero la sabe agazapada.
La vecina con maña de peluquera le había teñido un grueso mechón color tiza que caía sobre la frente y daba luz a su cara de identidad marrón. Para que te vaya tomando el color, le dijo, después la soltó a la calle a enamorar ingratos y, muerta de risa, saboreando el último mate, enfiló por las veredas del barrio El Porvenir. Con ese pronóstico de horóscopo lo conoció. Era lindo el hijo del médico.
El Porvenir es un caserío cortoplacista, de medio pelo que achata el andar y la cabeza. Un rejunte ambiguo donde laburantes y malvivientes se juegan la vida en cada equina. Es como chapotear en un charco de ambiciones playas, donde casi siempre hay para comer, pero pocas veces para zapatillas legales.
Para Mariela ese sábado no entraba en la trituradora de hastío. Despertó agitada, inquieta, con los nervios espesándole la sangre. Con ganas de que la miren. Se concentró más de una hora en su armario al que destripó minuciosamente hasta que encontró el conjunto ideal. Después se subió a una silla y bajó del del ropero las relucientes sandalias de cuerina blanca que dormían en la caja desde el cumple de la Anto.
Cuando salió de su casa iba sin una gota de maquillaje guardándose el lápiz de labios rojo en la cartera, porque él iba a ir y quería separarse de la Mariela del guardapolvo anónimo, La pasaron a buscar la Anto y la Gorda, sus amigas también del montón, se rieron ansiosas en el camino, tambaleándose cuando los zapatos altos y berretas se inscrustaban en las veredas rotas.
A una cuadra ya se escuchaba la música, buscó a Matías y lo vio de lejos entre la gente, se subió un poco más la pollera y fue a su encuentro. El alcohol estaba mezclado en botellas de gaseosa, mezclas mal disimuladas como el amor de Mariela.
Se acercó a la barra, él le preguntó qué quería, sonriendo y ella le retrucó la sonrisa, sabiendo sin querer saber que su mirada era para una morocha imponente que estaba detrás, la hija del Intendente.
El encanto fue breve como lluvia de enero, él siguió sirviendo y ella se alejó, boquita pintada de toro que toma distancia para la próxima corneada. Viajera tenaz pero de escasa experiencia, volvió y volvió, a buscar cerveza, a hacer muecas, a mendigar alguna historia para contar, sabiendo que los chabones como Matías, los pijudos, le quedaban grandes.
Estaba mareada y feliz, sonriendo una sonrisa que maduró en carcajada a media asta, de pobre pero digna, cuando Matías la agarró del hombro con un vamos nena, y ella se dejó empujar por un pasillo cada vez más lúgubre y oscuro hasta una pieza llena de trastos viejos, un sofá y olor a humedad penetrante y asqueroso.
Enseguida supo que algo andaba mal, pero el anhelo ganó la pulseada. Cuando la arrojó con fuerza sus ojos brillaron en la oscuridad, como gato en celo. Metió sus garras afiladas y desgarró de un tajo la ropa usada dejando a la vista su piel sin estrenar.
En ese catre no valieron los no ni los ruegos, la desvirgó como un puño de metal, la ultrajó, la reventó a palos, la escupió y la entregó.
La partieron entre cuatro, cinco contando al lindo hijo del médico. La carnecita fresca, decían, mientras la clavaban por adelante y por atrás asqueados de sus propios orines blancos que iban y venían como una marea podrida.
Se ahogó en la misma escupidera de sangre y mierda, y mientras se ahogaba, la pobre pero digna, tuvo la leve compostura de los casi vivos: empuñó la sandalia de cuerina blanca y la bajó como verdugo a su espada. Sintió la entrada certera y gelatinosa y se derrumbó.
Cuando terminaron no había cuerpo para armar. Enfundaron las guascas y ya. El suelo parecía un campo de barro a punto de germinar más inmundicias de las arenosas entrañas. Se peinaron para atrás en la casona abandonada y se fueron saltando los tejados del barrio El Porvenir.
La noche estaba malditamente estrellada.
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Un día de otoño “La voz del interior” publicó que había sido hallada sin vida Mariela Celina González, de 14 años, en circunstancias extrañas que la policía y el Fiscal de turno se avocaban a investigar.
El cuerpo de la adolescente fue descubierto por un grupo de niños que jugaban en una vieja casona abandonada. La hallaron semidesnuda, calzando un solo zapato blanco con sangre en la punta, que no pertenecía a la occisa.
Los análisis toxicológicos resultaron negativos.
Llamó especial atención a los investigadores los innumerables arañazos que tenía Mariela Celina en todo el cuerpo y que se supo habían sido hechos en vida con un extraño elemento filoso que aún no logran determinar.
Una vez llevado el cadáver a la morgue se encintó la escena del crimen para mantener alejados a los curiosos, pero días más tarde, un gaterío destruyó las escasas pruebas que pudieran haber sido de utilidad. Fuentes periodísticas deslizaron un dato escalofriante: se había filtrado del secreto de sumario que varios de los gatos hallados en el lugar tenían un ojo destrozado.
Autor:
Mercedes Andrada