Publicado en: 09/03/2024 Andrea Candia Gajá Comentarios: 0

El nombre de Virginia Woolf remite, a cualquiera que conozca medianamente su vida u obra, a dos ejes temáticos muy claros: el modernismo literario inglés de la primera mitad del siglo XX y el feminismo que la autora desarrolló en obras como Una habitación propia. En dicho ensayo la escritora enfrentó con mirada crítica la posición de las mujeres en una sociedad ausente de igualdad y en la que la discriminación y la violencia de género se presentan como claros obstáculos para el desarrollo profesional y personal.

Hablar de Virginia Woolf implica repensar el papel de la mujer, cuestionar las normas sociales y comprender la relevancia de la salud mental en un mundo en el que el mandato de la productividad condena las pausas. Todo esto quedó representado en un sinfín de textos que la autora escribió hasta el final de sus días y que la sitúan como una de las escritoras más importantes de habla inglesa.

Sin embargo, la escritura de Woolf lleva consigo, además de lo mencionado previamente, una íntima relación con los espacios naturales que sus personajes recorren. Los jardines con sus flores, árboles, colores y aromas, transitan un mundo paralelo y simultáneo a la historia central. En ellos habita Virginia, la mujer de melancólica mirada que repara en los detalles como las mariposas de los Jardines de Kew se posan sobre las flores.

 

Virginia, la naturalista

El estudio crítico de la obra de Virginia Woolf ha estado casi siempre centrado en los ensayos y novelas que la escritora desarrolló. Aunado a ese trabajo se encuentra también la publicación de una extensa cantidad de cuentos en los que Woolf transita y expone la vida de la clase acomodada. Escenas de té, salones de baile, paseos veraniegos por los parques de Londres, comidas entre distinguidos caballeros y sus elegantes esposas en casas de campo, navegan por las páginas de sus relatos. Este espacio de crítica y escenificación de la aristocracia inglesa no fue un sello único de la escritora; el grupo de Bloomsbury, del cual Virginia fue una integrante fundamental, compartía la crítica a la anticuada moral victoriana. Sin embargo, los cuentos de Woolf logran crear una atmósfera en donde a la crítica social o a escenas cotidianas que podrían pasar desapercibidas, se suma una particular belleza natural que por momentos pareciera ser abordada por alguien que, además de ser escritora, fuera también botánica. “Me sentía uno de esos naturalistas que, cubiertos de césped y hojas, observan agazapados a los animales más tímidos […] moviéndose con la libertad del que se sabe invisible” (Woolf, 2012, p. 86), afirma la voz narradora de La mujer en el espejo. Un reflejo.

En dicho texto la realidad parece haberse dado vuelta. Un espejo presenta la imagen, en una especie de fotografía, de lo que es, o habría sido, la casa de Isabella Tyson, una mujer soltera y adinerada. Mientras tanto, el espacio es conquistado por la naturaleza que se mueve sigilosa al compás de los rayos de luz y el movimiento de las nubes.

El adentro y el afuera del espejo se confunden mientras somos testigos de la rememoración de la vida de la dueña de casa. Más que un reflejo, el espejo parece mostrar el retrato de otro tiempo. Conforme la narradora hace un recuento de quién ha sido Isabella, la naturaleza se apodera poco a poco de la narrativa, dando la sensación de que quien narra ha olvidado el motivo por el cuál está ahí y es absorbida también por la imparable presencia de flores y enredaderas.

El paso de las nubes que cubren el sol, imposibilita vislumbrar el estado de ánimo que aqueja a Isabella mientras ella, con sus tijeras jardineras colgando a un costado, ronda por su vergel. Naturaleza y personajes comienzan a ser parte de una sinergia de correspondencia de acciones. El corte que la mujer hace a una clemátide, la hace pensar en su propia muerte “y la futilidad y la evanescencia de las cosas” (Woolf, 2012, p.89).

Así, en esa fusión entre el jardín que crece hacia el interior de la casa y la vida de la mujer que se desvanece como la clemátide recién cortada, Isabella se vuelve parte de lo que parece ser una pintura renacentista. La naturaleza le abre paso para hacer de ella, de su desnudez y de la flora y la fauna que la rodean, un solo cuadro.

En ese mismo juego de laberintos narrativos, se nos presenta el cuento Una casa encantada. Dos parejas, una de vivos y otra de fantasmas cohabitan el mismo hogar. En un ejercicio parecido a la confusión de la imagen del espejo, en este texto resulta, por momentos, difícil de identificar de qué pareja se está hablando. Los diálogos podrían pertenecer tanto a unos como a los otros; el espacio pertenece a ambos mundos y se deja ver con la misma naturalidad con la que los integrantes de la casa observan una cotidianidad trastocada por lo paranormal.

El abrir y cerrar de puertas, voces ajenas, y objetos que cambian de lugar forman parte de un espacio que se adorna con el vaivén de los rayos del sol, que se cuelan entre las ramas de los árboles. Los cristales –a manera del espejo del relato anterior- son el puente al umbral de lo que acontece, de forma simultánea, en otro espacio. La voz narradora lo expresa así: “No es que uno pudiera verlos. Los cristales de la ventana reflejaban las manzanas, reflejaban las rosas; todas las hojas se veían verdes en los cristales” (Woolf, 2012, p.33).

La mirada retrospectiva también se hace evidente en este cuento. En una narrativa que, sin previo aviso, salta en el tiempo, el lector accede a la memoria de la primera pareja en habitar la casa. El cristal parece mostrar lo que ocurre en tiempos distintos y, en esas imágenes, la naturaleza predice la acción y es el único referente real del paso inevitable del devenir.

 

Un momento después la luz se extinguió. ¿Estábamos en el jardín entonces? Pero los árboles se removían para atrapar el último rayo de sol. Tan bello, tan extraño, hundiéndose lentamente bajo la superficie: el rayo que buscaba siempre se apagaba detrás del cristal. El cristal era la muerte; la muerte estaba entre nosotros […] (Woolf, 2012, p. 33).

Los habitantes de la casa entran y salen a destiempo, se encuentran y divergen en sus propias dimensiones; la única constante es esa naturaleza implacable que se deja ver igual para las dos parejas. El narrador lo expresa de la siguiente manera: “El viento ruge por la avenida. Los árboles se balancean de un lado a otro. Los rayos de la luna caen intensos sobre la lluvia […] Deambulan por la casa, abren las ventanas, susurran para no despertarnos, la pareja de fantasmas busca su contento.” (Woolf, 2012, p. 34).

La descripción de los detalles ambientales para Virginia Woolf es más que un recurso narrativo. Los relatos parecen construirse a partir de dos líneas escriturales: la acción que detonan los personajes con sus tramas y, por otro lado, el espacio que ocupa la representación de la naturaleza. En ocasiones la autora parece armar todo el texto como excusa para llegar a un sólo un detalle.

Tal es el caso de La marca en la pared, cuento que arranca con la imagen de una mujer sentada frente a una pared y que rememora sobre la primera vez que notó una marca en uno de los muros de su casa. Esta mirada en retrospectiva la hace preguntarse sobre el sentido de la vida y, mientras dialoga haciendo de su monólogo un intento por comprender su propia existencia, entrelaza, una vez más, la inevitable presencia de los paisajes naturales y sus elementos como referentes simbólicos y discursivos.

Nombres de flores, cristales y piedras preciosas sumergen a la narradora en una analogía de la vida con la naturaleza. El texto lo menciona así: “Y después la vida. Los gruesos tallos verdes tirando suavemente hacia abajo para que el capullo de la flor, al abrirse, nos invada con su luz púrpura y roja” (Woolf, 2012, p.6).

La fascinación de la escritora por la botánica es un tema que además de dejarse ver de manera evidente en sus relatos a través del protagonismo que tienen los elementos naturales, se hace presente también mediante alusiones directas como lo permite ver el siguiente diálogo: “Entré en la habitación. Discutían sobre botánica. Conté cómo había visto crecer una flor en un montículo de tierra en el terreno de una vieja casa en Kingsway” (Woolf, 2012, p. 7).

Y en ese viaje en el que el lector acompaña a la voz narradora a lo largo de anécdotas enmarcadas entre flores y árboles frondosos, la protagonista logra situar, de nuevo, la mirada en la marca de la pared para darse cuenta que aquella gran incógnita no era más que un caracol; una mínima presencia que, sin embargo, es el portal a la inmensidad.

De esta manera, un caracol nos vincula con otro, -¿o se tratará del mismo?- aquel que se apodera del cuento Jardines de Kew y que hace de un paseo veraniego un viaje a un cantero que es, a su vez, un universo entero.

El mundo en un cantero, donde el tiempo se desliza con sus propias reglas y parece ser ajeno a los pasos y las historias que lo circundan que son, a su vez, otro tiempo y otro espacio en sí mismos.

En este texto la autora desarrolla de una forma virtuosa la simultaneidad de realidades que se suceden mientras una percibe poco, o nada, de la otra. El texto inicia con la descripción del microcosmos del cantero, sus habitantes, sus colores y sus texturas de la siguiente manera:

Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengua, y desplegaban en la punta pétalos rojos, azules o amarillos con manchas de colores […] La luz caía, o bien sobre la superficie suave y gris de una piedra; o bien sobre la caparazón de un caracol […] Después la brisa sopló con más intensidad y el color se expandió en el aire, hacia los ojos de los hombres y las mujeres que caminaban por Kew Gardens en julio (Woolf, XX, p.12).

Así, la narración se centra en la vida dentro del cantero mientras parejas y grupos de personas transitan a un lado inmersos en sus propias historias. Un matrimonio y sus hijos, que corren detrás de ellos, caminan a un lado del cantero; hablan sobre el pasado e imaginan cómo se hubieran desarrollado sus vidas si hubieran contraído matrimonio con sus parejas anteriores. Conforme pasan de largo y se pierden entre los árboles, el caracol vuelve a escena. “Con el caparazón teñido de rojo, azul y amarillo […] parecía moverse ahora muy lentamente dentro de su concha […] Parecía perseguir un objetivo, y en ello se diferenciaba del curioso insecto, verde y anguloso, que intentaba adelantársele” (Woolf, 2012, p. 13-14).

Siguen dos hombres, uno joven y otro mayor que hablan de espíritus y sobre la posibilidad de contactarlos. Detrás de ellos, paseaban un par de mujeres mayores y de clase media baja, según la descripción de la autora, con una conversación difícil de comprender. Mientras tanto, “el caracol consideraba ahora todas las formas posibles de llegar a su objetivo sin bordear la hoja seca ni treparla” (Woolf, 2012, p. 15).

Llegó el turno de un varón y una mujer, ambos en los primeros años de la juventud que, al igual que el resto de la gente, se envolvían en conversaciones ajenas al paso del tiempo dentro del cantero.

Un caracol inmerso en su pequeño universo; gente que transita al lado de ese microcosmos sin reparar en la vida que acontece en ese pequeño pedazo de tierra con sus flores, sus hojas y las mariposas que revolotean caóticamente. En ese mundo se desenvuelve la escritura de Virginia, una mujer que, en ocasiones, parecía desear habitar esos pequeños espacios de la naturaleza más allá de los salones de té de la aristocracia inglesa. Virginia Woolf: la botánica que devino en escritora.

 

Bibliografía

-Woolf, Virgina. (2012). Cuentos completos. Biblioteca digital Minerd Dominicana Lee.

 

 

Autora:
Andrea Candia Gajá

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