Apaga el despertador, tiende la cama, se afeita, busca el traje de casamiento de su difunto padre en el roperito del lavadero, se lo pone -le queda pintado-, elige una corbata –agradece que la más sobria está guardada con el nudo hecho- y sale presuroso Aurelio.
– Chau viejita, me tengo que ir. Rezá por mí.
– ¿Adónde te vas Lito, tan apurado? Necesito la chata, estaba esperando a que te levantaras, no aguanto más.
– Uh! viejita, me había olvidado –vuelve-, acá te la dejo, y un bizcocho –lo apoya en la mesita de luz, le da un beso en la frente a su madre- no alcanzo a hacerte el mate cocido.
– Pero, ¿qué está pasando, qué haces trajeado y con corbata? Es el traje de mi finadito, que Dios lo tenga en la gloria.
– Tranquila mamá, no te inquietes, me tengo que ir ya, se me hizo tarde. Ah, no sé a qué hora voy a volver, pero acordé con Susi que cuando traiga los huevos y las verduras te va a alcanzar lo que quedó de anoche en la heladera para que comas algo.
– Lito, Lito, ¿qué está pasando? ¿Adónde vas así? -escucha la puerta de entrada que se cierra bruscamente, mira hacia afuera, busca imágenes en las manchas de humedad de la pared lindera que ocupa toda la vista de la ventana, dormita resignándose a la intriga doña Mercedes-.
“Le gustaría ver revocado el tapial, se le quemó el televisor con la última tormenta y tiene que comprar uno nuevo, necesita cambiar el tanque de agua, no lo piense más” -vociferaba hasta desgañitarse el locutor de Radio 10- “¿Cómo lograrlo? se pregunta usted. Solo presentando su de ene i y certificado de buena conducta, así de simple podrá acceder al crédito que tanto necesita. Acérquese a la sucursal céntrica de Ovidio Barale finanzas y en unos minutos váyase con su problema resuelto” -Imposta aún más la voz- “no lo olvide, en finanzas Barale… es uuusssted el que vale”.
Ayer escuchó el aviso y hacia allí se dirige ahora Aurelio. Lleva su documento, sabe que es buena persona, no necesita más. Pasará unos minutos antes por la comisaría que está enfrente de la financiera para pedir el certificado de buena conducta y listo, podrá tramitar el préstamo. Tiene dos horas en colectivo para llegar al centro.
Es una fresca mañana primaveral, el coro de pájaros recibe plenamente el día. Tenores, barítonos, sopranos muestran todos a la vez sus dotes, impidiendo que se infiltre un segundo de silencio.
Baldea la vereda, silva “La cumparsita”, se sorprende al verlo don Cosme, el portero del edificio de la esquina.
– Aurelito, qué haces tan temprano. Eeepa! Y así vestido, ¿de quién es el casorio? ¿o sos vos el que te casoriás? No me digas que la Martita al final te dio el sí.
– Dejate de pavadas hombre, no ves que estoy en cosas importantes -frunce el ceño, revolea el brazo izquierdo como espantando moscas-. Tengo que llegar a la otra punta de la ciudad y vengo retrasadísimo.
– Bueno, bueno, pasate si querés a la vuelta y tomamos unos matecitos mientras me contás cómo te fue con ese asunto taaan importante que te hizo caer de la cama -sonríe meneando la cabeza, tira otro baldazo de agua, continúa silbando don Cosme-.
Sin detenerse hace un gesto desganado de aprobación elevando el dedo pulgar, toca el bolsillo del saco para cerciorase de que el documento siga allí, apura el paso Aurelio. Casi trotando cruza las vías, mira el reloj de la plaza, piensa ya estoy frito, no creo que llegue.
– ¿Tan apurado anda éste que ni miró? ¡Qué raro! –sube el mentón señalando hacia afuera al ver por la ventana a Aurelio, que pasa raudamente, Marta. Elije un hilo de color diferente al de la prenda, enhebra la aguja, comienza a hilvanar el ruedo de una pollera- ¿En qué asunto se habrá metido ahora?
– ¡De traje! Ay madrecita, eso sí que es para preocuparse -ceba un mate, se lo alcanza a Marta, continúa con su pespunte Julia-.
– ¿Le habrá pasado algo a doña Mercedes?
– Si algo faltaba que le pasara a esa mujer…
– Ay, espero que no.
– ¿Cuánto hacía que estaba postrada?
– Pará un poco, ya la enterraste. Está, está todavía, yo decía eso por verlo tan arreglado a Lito -ríe estentóreamente, se pincha un dedo con la aguja, se chupa ese dedo Marta-.
– Desde que murió don Aurelio no se la vio más afuera de la casa y dice Haydeé que ahí nomás, al poquito tiempo, se quedó postrada.
– Pobre doña Mercedes, te acordás cómo tenía el jardín, repleto de flores.
– Si habremos ido a sacarle arvejillas, y ella se hacía la que no se daba cuenta.
– Tan buena, siempre sonriendo, arreglando las plantas, regando.
– Si pudiera ver el yuyal que hay afuera de su casa en estos momentos se infarta la pobre vieja –suelta una carcajada Julia-.
– Continuamente encerrada, pobrecita, qué tristeza -apoya sobre su regazo la pollera que está cosiendo, mira por la ventana hacia afuera, queda pensativa Marta-.
– Cuando Haydeé la fue a visitar me contó que lo único que veía desde la cama era la pared de la casa de los San Filippo, y para colmo toda manchada de humedad, deprimente -también mira hacia la ventana, contempla los árboles que mueven sus hojas al ritmo de una leve brisa, aprieta compasivamente los labios, ceba un mate y lo toma Julia-.
– Bueno, no la matemos pobre doña Mercedes. Aurelio es tan impredecible que es imposible adivinar por qué anda así vestido.
– A lo mejor encontró trabajo.
– No me hagas reír, qué trabajo va a conseguir Aurelio que tenga que ir de traje, ¿de agente inmobiliario? -levanta la pollera para ver si quedó derecho el ruedo, remata el hilo, lo corta con los dientes, agarra el centímetro tentada de la risa Marta-.
– O quizás de funebrero.
– Y dale con la muerte vos. Dejá de llamarla, por favor.
Apura a más no poder el paso, intenta no detenerse ni poner la atención en nada más que en su camino Aurelio. Levanta los brazos, corre, se agita, observa cómo se aleja el colectivo.
– Ey Lito –lo ve lamentarse, le grita desde el taller Eduardo- ¿adónde tenías que ir?
– Iba para el centro a hacer un trámite -encorva el torso hacia adelante, apoya las manos en sus rodillas- ¿Sabés a qué hora pasa el próximo? Hace un montón que no voy para allá.
– Uh, vas a tener que esperar hora y media por lo menos. ¿Qué hacés vestido así, tan ridículo? ¿qué tenés? ¿una entrevista?
– No -se acerca enderezándose e intentando recuperar el aire- ya no voy más a esas entrevistas de trabajo, te preguntan siempre lo mismo, cómo se imagina su vida dentro de cinco años y yo no tengo ni idea de lo que va a pasar mañana. Te muestran manchas en unas hojas y te preguntan qué ves, manchas, qué voy a ver.
– Eso lo hacen siempre, son los test psicológicos.
– Yo les preguntaría a ellos qué ven. La última vez le dije que una era una montaña de mierda y que el triangulito que estaba en la cima era un cura con su sotana, visto de lejos por supuesto, haciendo equilibrio para no caerse. Y que en la otra estaba el mismo cura, atragantado con la mierda y con toda la sotana embadurnada.
– Nooo, qué bestia, y ¿qué pasó?
– Ahora imaginate vos adónde me mandaron.
– Y, eso sí que no es difícil imaginárselo. Pongo la pava, así alcanzamos a tomar unos mates hasta que pase el próximo.
– Sí, igualmente ya está, no voy a llegar. Tanto me había entusiasmado. Al fin iba a encontrar la solución.
– ¿La solución a qué? -deja el motor que estaba limpiando, refriega sus manos con un trapo, pone la pava en el fuego, lo mira expectante Eduardo-.
– Cualquier día de estos se me muere la vieja.
– Eh, qué decís, no seas exagerado, frená un poco.
– Sí, es cierto.
– Pero qué, ¿tan mal está? El otro día me dijiste que andaba más animada.
– Eso me quiere mostrar a mí, pero yo la conozco. Con los ojos no me engaña.
Prepara el mate, escupe el primer sorbo, sigue tomando, ceba el siguiente, se lo entrega a Aurelio, se pone serio Eduardo.
– Y ¿qué vas a solucionar en el centro?
– Iba, ahora que lo pienso mejor, creo que ya no tiene mucho sentido. Veré si puedo ir mañana, pero no sé. Tengo idea de pedir un crédito en la financiera Barale.
– ¿Un crédito? Ay, Lito, no me jodas. ¿Un crédito? ¿La tienen que operar de algo a tu vieja? Además, cómo te lo van a dar si vos estás desocupado.
– En radio 10, ese que habla gritando dijo que solo con documento y buena conducta te lo dan.
– No te puedo creer que te comiste ese verso. Los de las financieras son todos sinvergüenzas y ese charlatán de radio 10 más. ¿Cómo te van a dar un crédito así nomás?
– Bueno, no sé, eso decía. Últimamente me amarro a cualquier esperanza que aparezca, por mínima que sea.
– A ver, y ¿para qué querés tanta guita?
– No es tanta.
Lo miró desconcertado, sintió pena de ver a ese grandulón lloriqueando vestido con un traje marrón arcaico expeliendo naftalina, se tapó disimuladamente la nariz para no estornudar con la picazón que le producía el olor, cebó otro mate, empezó a tomarlo Eduardo.
– A ver si entiendo. ¿Necesitas plata?
– Sí.
– ¿Algún emprendimiento?
– No. Me da vergüenza contarlo.
– No me jodas que es algo ilegal.
– No -se rasca la cabeza, se afloja la corbata, mira sus manos Aurelio- prometeme que no te vas a reír.
– Uh, esto se está poniendo más interesante de lo que preveía. Te lo prometo, dale.
– Viste que no doy pie con bola en esto de conseguir trabajo.
– Sí, ya hace varios años, más que no dar pie con bola, a esta altura, yo diría que errás un penal a dos metros del arco y sin arquero que ataje.
– Pará, no me jodas que te estoy hablando en serio.
– Perdonáme, largá de una vez.
– Bueno, no tengo trabajo, por ende, estoy sin un mango.
– Mmm, sí -asiente con la cabeza, escucha atento, chupa la bombilla Eduardo-.
– Venimos usando la pensión de la vieja para mantenernos los dos. Eso alcanza solo para lo justo.
– Obviamente.
– La cuestión es que ella cualquier día de estos se va a morir y nunca pudo volver a ver pájaros volando. Está confinada en esa habitación hace un montón de tiempo, ya no se la puede trasladar ni al baño y lo único que puede ver es una pared gris, la de los San Filippo, ¿viste?
– Sísí -continúa pendiente del relato mientras sorbe nuevamente Eduardo-.
– Y a esta altura toda ella está gris, no solo sus ojos. Por eso quiero que vea colores.
Lo mira más desconcertado que antes, acerca el mate a su cara, le erra a la boca y casi se saca un ojo con la bombilla Eduardo.
– Amigo, me estás inquietando demasiado. Qué tienen que ver los pájaros que no puede ver doña Mercedes, con la pared de los San Filippo, con sacar un crédito porque te hace falta guita, que no es tanta por lo que decís, con ese traje marrón horrible del año del ñaupa que tumba del olor a naftalina.
– No soporto verla así. Cuánta felicidad me daba la idea de cumplirle ese deseo. Me la imaginaba alegre, hasta soñé que un montón de pajaritos de todos los colores se le metían por los ojos y se los convertían en dos chupaletas gigantes.
– Ah, algo entiendo ahora, necesitas plata para comprar pintura para pintar de colores la pared de los San Filippo.
– Más o menos, pero no. Quiero comprar una jaula que vi en el forraje.
– ¿Una jaula? Me caigo y me levanto. ¿Y te vas a poner a cazar pajaritos como cuando éramos pibes?
– Y dale nomás, viste que te ibas a reír.
– No, no me río, estoy anonadado. Dale, dale, no me des bola.
– Bueno, compraría esa jaula para pintarla de blanco, llenarla de pajaritos de colores y colgarla entre la ventana de la habitación y la pared de los San Filippo, así ella puede verlos volar. Sé que es su ilusión.
– Y… ¿la vas a pintar vos? -succiona, se tienta de risa Eduardo y se le resbalan unas gotas de líquido verde por las comisuras de la boca-.
– Viste por qué no te quería contar.
– No, si me parece el gesto más hermoso que podés tener con doña Mercedes. Es que no puedo evitar imaginarte tratando de descifrar cómo funciona un pincel.
– Así soy, un inútil que dependo de la pensión de la vieja, incapaz de cumplirle una pequeña ilusión.
– Pero dejate de joder, cuántas veces te dije que vinieras a darme una mano al taller para hacerte unos pesos.
– Y qué, me vas a pagar por cebarte mates. Porque de autos yo no entiendo nada. Ni siquiera carnet de conducir tengo. Desesperado estaba a los dieciocho por sacarlo, después se me venció y no lo renové más.
– Yo te voy a dar una mano, no por vos, por doña Mercedes, por todas las rosquitas que me convidó en la vida -agarra un bizcocho, lo mete sin morderlo en su boca, lo mastica mientras embebe el trapo y retoma la limpieza del motor-, seguí el mate, así vas practicando –se ríe Eduardo-.
– Aurelito, Aurelito, al fin te encuentro, gracias a Dios, te busqué por todos lados -corre por el medio de la calle, pierde una chancleta en el camino, la deja abandonada, llega bañada en transpiración, apoya en el pecho de Aurelio las manos Haydeé- tu mami, tu mami querido.
– ¿Qué le pasa a mi mamá?
– Las chicas te vieron pasar apurado y de traje por la costurería y se preocuparon… ¿De qué es ese olor? Eduardo, ¿vos tiraste veneno para las ratas?
Se acerca, mastica atorado, se golpea el pecho con el puño cerrado Eduardo.
– No, yo no tiré nada -rebolea los ojos señalándolo a Aurelio-.
– No, no es veneno, no es nada, ¿qué pasa con mi vieja?
– Ay, por favor, no se puede respirar -se tapa la nariz para evitar que el olor acre le perfore las fosas nasales, se seca el sudor de la cara con un pañuelo de tela, intenta seguir hablando Haydeé- Bueno, Julia y Martita me dijeron que seguramente algo le había pasado a tu mamá porque te vieron pasar como una tromba y trajeado.
– Ah, no, no pasó nada, está todo bien, quedate tranquila.
– Esperá que no terminé. Como las chicas me dijeron eso me fui corriendo hasta tu casa a ver qué le pasaba a tu mami, Aurelito –rompe en llanto, se tapa la boca con la mano que sostiene el pañuelo, hace flamear la otra como ahuyentando bichos.
– A ver Haydeé, me estás apabullando, no te entiendo nada.
– Sí, calmate un poco -le acerca un vaso de agua, le ayuda a sentarse Eduardo-.
Se sienta, inspira profundamente, toma unos sorbos de agua Haydeé.
– Bueno, viste que te dije que las chicas te vieron por la ventana pasar apuradísimo y de traje y corbata –hace una pausa para recuperar aire- Entonces me llamaron por teléfono para preguntarme si sabía algo de lo que había pasado -se detiene nuevamente, sostiene su pecho con la mano abierta para apaciguar las palpitaciones, toma otras bocanadas de oxígeno y más tragos de agua-.
– Sí, dale, un poquito más rápido -se impacienta Eduardo-.
– Sísí, ahí nomás, apenas cortamos, salí corriendo para tu casa y cuando iba llegando le pregunté a Don Cosme si sabía algo. Y él me dijo –al llanto ahora se le suma un hipo estruendoso-, me dijo que vos estabas muy raro cuando saliste a la mañana. Que le dijiste que estabas por hacer algo importante y que no sabías si ibas a volver para tomar mates con él -llora con desconsuelo y vuelve a tomar agua Haydeé-.
– Bueno, estaba apurado, no le iba a andar explicando tanto.
– Claro, hasta ahí era todo incierto, pero resulta que cuando golpeé en tu casa y nadie me respondió me asusté más todavía. Entonces abrí la puerta y entré. Eso nunca lo hubiera hecho de otro modo, vos lo sabés, estaba desesperada.
– Sí, claro, no te preocupes. ¿Y qué pasó?, ¿le pasó algo a mi vieja?
– Esperá, esperá, llegué hasta su habitación y la encontré caída en el piso, pobrecita -llora ahora a los gritos Haydeé-.
– ¿Qué? ¡No! ¡Vamos!
Corre Aurelio y lo sigue ella al lado a los saltitos.
– Te darás cuenta el susto que me pegué, no sabía qué hacer. Traté de subirla a la cama, pero no pude. Me hablaba despacito y me dijo que intentó levantarse para ir a buscarte a vos y, obviamente, se cayó.
– A buscarme a mí, ¿adónde?
– Lo mismo le pregunté, ¿adónde?, así iba yo a buscarte.
– Y ¿por qué quería salir a buscarme? -corre cada vez más rápido Aurelio-.
– Ay, corazón, flor de angustia tenía tu mami. Te fuiste con el traje de tu difunto padre, que Dios lo tenga en la gloria, le dijiste que no sabías si volvías –sigue a los brincos Haydeé- Hace varios días que te ve caminando como un zombi de la amargura que cargás encima, esas son sus palabras, no vayas a suponer que lo digo yo. Y, dos más dos es cuatro Aurelito, sos un candidato ideal para el suicidio.
Se tienta de risa, se ahoga, escupe los restos de bizcocho que le secan la garganta Eduardo, que también se ha sumado a la corrida. Tose, deja de toser, se golpea el pecho con el puño para desatorarse, habla disfónico: – Qué lindo quilombo que se armó.
– Pero Haydeé, ¿cómo van a inventar todo eso? Armaron un novelón -se detiene apenas y luego sigue corriendo haciendo chasquidos con la lengua Aurelio-.
– Es que era extraño lo que me contaron las chicas. Ni a Martita saludaste que siempre le haces una caidita de ojos cuando pasás. Después lo que me dijo Cosme y a lo último tu mami que se cayó porque quedó intranquila y pensaba salir a buscarte, pobrecita mi vida. Dice que hasta le pediste que rezara por vos.
– Vamos –aumenta la velocidad- que todavía debe estar en el suelo y afligida.
Desde el piso ve entrar a su hijo, se le desempañan los neblinosos ojos y sonríe tiernamente doña Mercedes.
La asisten y al fin logran distenderse. Muerde el labio inferior de su boca Aurelio, balancea la cabeza como negando Eduardo, sonríen al recordar la historia disparatada que se fue tejiendo.
Se acerca a Haydeé –que se había desparramado en el sillón y no podía detener el jadeo que le provocó la corrida- apoya la mano en su hombro y le pregunta Aurelio: -Haydeé, los pibes tuyos, que andan siempre jodiendo con la gomera, ¿no tendrán por las dudas una tramperita para prestarme?
Autora:
Graciela Roselli
