
Rememorar la vida y obra del escritor peruano Mario Vargas Llosa es un ejercicio que no deja de sorprender. Pensar que aquel intelectual perteneciente al selecto grupo del llamado Boom Latinoamericano, pasó de ser un claro referente de reivindicación de las luchas populares latinoamericanas, a una figura acartonada y alineada a las monarquías europeas y a los gobiernos más conservadores resulta desconcertante, por decir lo menos. Su enorme variedad de textos narrativos, los giros ideológicos, el cruce de argumentos con importantes personajes de la política internacional, su cercanía al mundo del espectáculo y la polémica en su vida personal lo mantuvieron en el reflector hasta el último de sus días. Novelas, cuentos, ensayos marcan la trayectoria de un escritor que, a pesar de todo, se mantiene como uno de los referentes más leídos dentro de la historia de la literatura de América Latina; y bajo esa dicotomía es imposible hablar de su obra sin mencionar su vida, y viceversa.
La ciudad y los perros, su primera novela, le abrió camino para ubicarse como un autor que, en pleno auge del realismo mágico, abordó una mirada crítica a los esquemas de la sociedad peruana de la década de los años sesenta. Muchos textos siguieron a esa primera novela; algunos, imposible negarlo, tan inolvidables como La fiesta del chivo o Conversación en la catedral. Sin embargo, en esta ocasión repararemos en la más breve de sus novelas y una de las más potentes aunque, quizá, menos abordadas por la crítica. Una de esas novelas que permiten pensar en aquel Vargas Llosa que se opuso abiertamente al golpe de Estado en contra del gobierno democrático del presidente chileno Salvador Allende, y a la dictadura de Augusto Pinochet, aunque años más tarde sorprendería al brindar su apoyo al candidato a la presidencia, José Antonio Kast.
Así, retomando la innegable calidad de su pluma literaria, nos situamos en el primer Vargas, ese que quedó marcado en aquellos primeros textos que permitieron leer con asombro historias de un territorio geográfico que, a pesar de las dificultades, resiste la adversidad.
Los cachorros
La brevedad de Los cachorros asombra también por la profundidad que tiene la fugacidad del texto. Con una prosa en la que tiempos, voces y diálogos se contraponen de manera fluida la historia narra la vida de Cuéllar, “Pichula” y de su grupo de amigos mientras transitan de la niñez a la adultez en una sociedad marcadamente conservadora y con valores morales que hoy se han puesto sobre tela de juicio.
Estudiantes de un colegio privado, católico y para varones, los personajes se desenvuelven en un tiempo en el que el entorno define conductas que permiten pertenecer o ser excluido, según sea el caso, de los principales círculos sociales. En esa dinámica, clásica de la época, la cotidianidad se ve alterada por el accidente que sufre Cuéllar y que posteriormente le brinda el sobrenombre de “Pichula” o “Pichulita”.[1] El apodo, afirma Ezquerro (1981), “es como la marca de fuego infligida a los animales, un dominio del grupo sobre el individuo, una manera de reducir al individuo […]” (p. 147). A partir de dicho acontecimiento, el texto muestra una serie de características que lo enmarcan como una novela provocadora, incómoda y sumamente ilustrativa en cuánto a cánones sociales se refiere.
Cuéllar, el protagonista, mostraba ser un estudiante modelo; bueno en las tareas como en los deportes, características que lo hicieron ganarse un lugar importante dentro de los grupos de estudiantes del Colegio Champagnat como entre los curas que lo manejaban. El accidente ocurre cuando Judas, el perro gran danés que habitaba dentro del colegio, se escapa de su jaula y ataca a Cuéllar ocasionándole una castración.
En este acto introductorio que marcará la dinámica del resto del relato, un joven Vargas Llosa presenta una primera apuesta crítica con el juego alegórico entre el nombre del perro, el contexto del colegio y la religión católica. Judas, personaje que representa la traición a Jesús, queda representado bajo la figura del gran danés que quiebra la dinámica común de lealtad entre el hombre y el perro. En un acto de ingratitud, como lo cuenta la biblia, Judas traiciona el pacto de lealtad y desprende a Cuéllar del referente más importante de su masculinidad: su órgano sexual. En el texto se lee lo siguiente: “oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después sólo ladridos […]” (Vargas Llosa, 1998, p. 64).
A partir de ese momento, Cuéllar, que pasa a ser “Pichula” para el resto de los estudiantes del colegio, empieza el proceso de autodestrucción que culminará en su etapa adulta y que se ve reflejado en la crítica social que el autor hace tomando como referencia a dicho personaje y los círculos que lo rodean. “[…] el apodo salió a la calle y poquito a poco fue corriendo por los barrios de Miraflores y nunca más pudo sacárselo de encima, pobre” (Vargas Llosa, 1998, p. 73).
Los valores sociales que la novela expone rondan a la masculinidad como factor determinante en términos de pertenencia social, auto aprobación y reconocimiento colectivo. La pérdida del órgano sexual trasciende la obviedad del accidente y se transforma en el elemento de exclusión y señalamiento grupal. El reconocimiento del cual había gozado Cuéllar previamente, se transforma en actos de condescendencia, lástima, burla y menosprecio.
El peso de la masculinidad en los personajes no recae solamente en la actitud desafiante del macho alfa, sino en saberse hombres “completos”. La pérdida más evidente de la virilidad de Cuéllar lo despoja de toda posibilidad de sobresalir dentro de un entorno en el que el poder del control está dado por la forma más burda de dominio y representación sexual.
La ausencia del miembro físico ocasiona en Pichula el abandono de sentido en el porvenir de manera personal y social. Incluso sus padres dan por terminado su futuro y optan por cumplirle caprichos materiales ante el aparente desamparo de una vida futura. El personaje transita en una vida cómoda que no le implica ningún esfuerzo ya que puede poseerlo todo. Frente a la castración, Pichula se torna poco a poco en un hombre violento e impulsivo, “se trompeaba, le pegaban, a veces lo defendíamos pero no escarmienta con nada, decíamos, en una de éstas lo van a matar” (Vargas Llosa, 1998, p. 93). Estas condiciones construyen el abismo en el que cae con el paso de los años. Mientras sus compañeros de grupo se forman en el deber ser de la burguesía peruana estableciendo trabajos fijos en grandes empresas, casándose con mujeres a las que más que compañeras ven únicamente como las madres de sus hijos y situando como prioridad el alcance socioeconómico de su estatus laboral, Cuéllar, ante la supuesta ausencia de masculinidad, desafía a la vida; conduce a altas velocidades, bebe y se aleja por completo de todo referente que derive en cierta estabilidad.
La técnica narrativa empleada por Vargas Llosa en el relato es, probablemente, uno de los mayores atractivos del texto. En una narración continua, el autor genera un cruce de voces que pasan de la tercera persona del singular a la primera del plural. “Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, […] Ese año cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat” (Vargas Llosa, 1998, p. 55). De esta forma, el narrador es un observador externo y, al mismo tiempo, el protagonista de la historia; es un sujeto individual pero también la voz colectiva. Dicho ejercicio lingüístico convoca a una lectura común y a un sentido de identificación con el texto; no se lee únicamente la historia de un personaje ajeno, sino la voz grupal que enmarca, a su vez, la mirada crítica a una burguesía que se refleja y reconoce en el escrutinio público y en las prioridades morales construidas en torno a la masculinidad. Cuéllar es el único que tiene una historia personal que no deja de ser aquella voz colectiva.
Como lo hacen las jaurías, Los cachorros dibuja la dinámica de un grupo de niños que transitan hacia la adultez en medio de una sociedad con estándares específicos de pertenencia: el machismo, la masculinidad, la misoginia, el estatus. Vargas Llosa intenta plasmar la realidad peruana de la burguesía en el espacio urbano. Y en ese lugar se desenvuelven de la forma más instintiva los cachorros, ese grupo de compañeros que, antes que cualquier otra cosa, buscarán su propia sobrevivencia dejando atrás al más débil. Como si el ataque de Judas, el gran danés, liberara la animalidad del grupo, los cachorros se sostienen uno al otro mientras la manada se mueva en conjunto; posteriormente morirá el que se muestre más frágil.
La animalidad se acompaña en la novela por una onomatopeya constante. Mientras el relato avanza, la narración se salpica de ladridos que se insertan en los diálogos de Cuéllar y sus compañeros. “A veces ellos se duchaban también, guau, pero ese día, guau guau […]” (Vargas Llosa, 1998, p. 65). Conversaciones interrumpidas por sonidos de perro marcan esa línea entre la humanidad y la animalidad colectiva, entre el instinto puro y el sentido de la razón.
Entre ladridos y una fina mirada crítica, Vargas Llosa hace un retrato de la sociedad peruana de la década del sesenta; dibuja a una burguesía enajenada en las apariencias, el consumo, y en el poder y el control a partir de los referentes de una masculinidad que destruye desde el corazón de sus entrañas. En la brevedad del texto, las palabras ladran como referente de la realidad de una sociedad latinoamericana profundamente dañada y dividida.
Bibliografía citada
Ezquerro, Milagros; Montoya, Eva. (1981). “Iniciación práctica al análisis semiológico. Narrativa hispanoamericana contemporánea”. Manuales no. 3: Francia.
Vargas Llosa, Mario. (1998). Los cachorros. Ediciones Cátedra: Madrid.
[1] En Perú y Chile la palabra “pichula” es sinónimo de pene. Esto brinda una idea de la carga significativa del sobrenombre que se le da a Cuéllar, el protagonista de la historia, una vez que sufre la castración por parte de Judas.

Autor:
Andrea Candia Gajá
