Publicado en: 19/08/2023 Alejandro Alvarez Gardiol Comentarios: 0

Hay que imaginarse a Sísifo dichoso  (Albert Camus)

Ale K. saludó al nuevo vigilante del edificio, y luego de responder al interrogatorio de rutina comenzó a subir la escalera. Vivían con su mujer en el quinto piso y en el camino  tuvo que sortear una vez más el cuerpo de Evaristo, el vecino del tercero B. “Hace dos días que está y aun no lo retiraron, ¡con lo que pagamos de expensas!”, pensó con fastidio. Era incómodo, sí, pero por suerte aquellos cadáveres eran cada vez menos frecuentes de encontrar. En un principio las autoridades los dejaban un tiempo a modo de advertencia, pero la ciudadanía ya no cuestionaba las normas, por lo cual los blancos eran desintegrados in situ con los drones de la Seguridad Social (SS) y los restos eran recolectados de inmediato por móviles de Higiene del País (HdP).

La puerta de su departamento estaba entreabierta. La última inspección había sido más violenta y no quedaban cerraduras sanas en el edificio. En el medio del estar, ella escuchaba Viviendo la vida, de Rickie Lee Jones. Acuclillada en el piso abrazaba sus rodillas y se mecía al compás de la música. La punta de sus pies apenas tocaban el suelo; parecía flotar. Tenía en la mano una foto de su hermano mayor.

-¿Pero cómo podés mantener el equilibrio? , le preguntó él.

– Yoga simplemente, deberías tomar clases. Dejame anotarte, es otra vida.

Él quiso imitarla y ¡pum!, cayó de bruces contra el suelo. Ambos rieron por un rato.

– ¿Qué tal tu día?, preguntó ella.

– Muy bien. En la oficina avanza el proyecto de los barrios sustentables que van a suprimir a las villas. Faltan algunos detalles en los que estamos trabajando contra reloj.

– Fuiste en la bici nueva ¿no?

– Sí, pero es mejor caminar. El tráfico se atasca porque los drones de la SS están aniquilando sin respetar las horas pico. Algún día nos va a tocar a nosotros, pero faltan años para que nos ingresen en las listas.

Ella señaló la foto y dijo:

– Andrés no era un viejo, me llevaba tan solo cinco años. Tampoco estaba enfermo, ni siquiera fumaba. No tuvo posibilidades de organizarse con tiempo. ¿Qué va a hacer María sola con los chicos?

– Algo habrá hecho para su extinción anticipada…

 

Todo les resultaba indiferente, no les asombraba ni su falta de asombro. Aunque los

preocupaba, hay que decirlo, la idea de no tener miedo cuando les fuera necesario. Ella

admiraba la frialdad de su esposo, quien en última instancia no hacía otra cosa más que aceptar lo que era una de las condiciones primordiales de la vida: morirse. Pero esos pensamientos no suponían revelación alguna porque ya eran parte de la rutina de aquella desesperación soportable. Tan habitual se les hacía vivir sin proyectar.

Después de todo había que asumirlo: eran demasiados y el mundo no alcanzaba. La última pandemia había sido el primer acontecimiento total de la historia. Sin embargo las bajas resultaban muy insuficientes.

Las medidas evolucionaban con rapidez. Al drástico accionar del Ente Sanitario para la Muerte Asistida (ESMA) se oponía valerosamente el Comité de Lucha contra el Asesinato en Hospitales (CLASH)*. Por otro lado, los suicidas eran considerados héroes nacionales, y en cada homenaje había una retribución material para los deudos. La supresión voluntaria delegada o indirecta era otra opción. Para ello había que enviar un consentimiento e incurrir en falta grave, por ejemplo, contaminar el ambiente (fumar y escupir en la vía pública eran los recursos más utilizados por la gente). Entonces el dron de la SS más cercano recibía el mensaje autorizante y procedía.

Ale K. abrió la ventana de par en par y respiró el aire puro y fresco. Desde afuera llegaba el bullicio de los niños que jugaban en la plaza de enfrente. Abajo, en la vereda, dos nenas se divertían con los zapatos de taco que le habían quitado a una mujer eliminada seguramente hacía pocos minutos, ya que los recolectores HdP acababan de pasar y trabajaban en las calles siguientes. Algunos pocos adultos transitaban con equipo reglamentario, sin el cual eran trasladados al centro de control, donde en el mejor de los casos, se los demoraba para inspección general. Pero en las últimas semanas se los suprimía directamente. Eso había ocurrido el año pasado con sus padres y con Andrés, su cuñado, el día de ayer.

– No te preocupes, pero me parece que metí la pata, dijo ella. Hoy pregunté a la IA cómo describir de manera objetiva lo que están haciendo con nosotros.

–  Qué macana, ¿por qué se te ocurrió?

–  El aburrimiento, o la ansiedad supongo. Entré en un chat que debe estar muy vigilado, y reclamé sinceridad y certezas. Mirá lo que me contestó : “Lamento que pienses que esto es una tragedia. La Autoridad Sanitaria sólo procura el bienestar de las personas. Tal vez debamos considerar una pronta entrevista”.

– Dios dirá, dijo él y fue hasta la cocina. Volvió con dos vasos de vino, la tomó del brazo y salieron al balcón, hicieron chin chin y se dieron un beso. El sol bajaba despacio, y la vista era magnífica. Una bandada de drones lanzaba sus rayos justicieros desde el cielo rojo del ocaso.

– Parecen estorninos, dijo él.

– Sí, o mejor golondrinas; las adoro.

Ella hizo un gesto, un brindis al aire, como queriendo atrapar al vuelo una esperanza. Él sintió la fugaz punzada de una pena inexplicable y dulce.

Al día siguiente encontró el departamento vacío. En la mesada de la cocina los platos primorosamente apilados, la ropa doblada sobre la cama y la fragancia encantadora tan habitual de su hogar. Y la nota sobre la mesa: la SS la había venido a buscar.

Hace meses de aquella tarde. Ha visitado todos los distritos, ha formado eternas filas

esperando y ha llenado demasiados formularios, todos iguales. Entonces desiste. Procura recapitular, se concentra en el principio de autopreservación y piensa que ya no la ama como antes. Sentado en el sofá mira hacia el techo y sabe que no hay nada frente a la inercia burocrática. Y al final del día le resulta imposible evitar la sensación de futilidad que lo invade. Sí, la extraña muchísimo, y tal vez no haya hecho lo suficiente.

Al caer la tarde se encienden los rectángulos amarillos en los edificios vecinos. Detrás de aquellas ventanas otros también esperan. Dos amantes corren las cortinas, una familia se reúne alrededor de la mesa y alguien se sienta a escribir: olvidas, te olvidan, eso es todo**. Una llovizna sigilosa zarandea el reflejo de las luces en los charcos de la calle que se extiende hasta el infinito y parece abarcar al mundo entero. “Somos un rebaño de alcahuetes”, piensa.

Baja a la vereda con un cigarrillo prendido, lo aspira con fervor y suelta gruesas ráfagas de humo azul. Le sorprende el enorme placer que siente en el sabor picante del tabaco. Mientras espera al dron autorizado recuerda la escena de una comedia en la que antes de la ejecución, se le concede al condenado fumar el último cigarrillo, pero éste se niega pues “el fumar es perjudicial para la salud”. Súbitamente se angustia: “ya debo tener un cáncer de pulmón incurable”, piensa. Y se agita. Pero enseguida se ríe, tentado, y exhala el humo tosiendo. Procura contenerse pero no puede, las carcajadas brotan ahora estrepitosas. Nunca hubiera imaginado terminar así su vida, riendo de manera tan irrespetuosa.

 

 

*    Aniquilación (Michel Houellebecq)

**  Una casa feliz no es lugar para oír la lluvia (Santiago Kovadloff)

 

Autor:
Alejandro Alvarez Gardiol

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