Corría el año 1980, estaba por finalizar mis estudios en ciencias económicas y trabajé por varios meses en la ferretería industrial de Meyer Sajaroff, un próspero empresario del barrio de Once que sacaba provecho de las pasantías “no rentadas”.
El sector administrativo, como era común en aquella época, ocupaba toda la planta alta del local y era de dimensiones exageradas: doce escritorios, seis de cada lado, dejando un pasillo en el medio que desembocaba en la puerta del despacho privado del señor Sajaroff, cerrado pero con vidrios para poder ver desde adentro, todos y cada uno de los movimientos de afuera.
Además recuerdo que él tenía aire acondicionado y los empleados no, él podía fumar y los empleados no y se trabajaba durante diez horas en silencio absoluto. Era para mí la antesala del infierno y él, heraldo de la muerte.
Lejos aquellos años del término bullying, Meyer hacía uso de esa herramienta con sus empleados en forma permanente. Se regodeaba haciendo llorar a las mujeres o temblar a los varones cuando los degradaba adelante de sus compañeros, sobre todo con aquellos que se mostraban pusilánimes. También era un apasionado por pagar los salarios, magros por cierto, fuera de termino y siempre trataba de tenerlos endeudados con él mismo, para de esa forma, reforzar su sumisión.
Sajaroff tendría unos setenta y pico años, media casi un metro sesenta, pesaría poco más de cincuenta kilos, sostenido por la nicotina, el café y el alcohol, siempre de mal humor, se teñía las canas de colorado y era el primero en llegar y el último en salir. La desagradable sensación de su oquedad espiritual hasta el día de hoy me persigue.
Una mañana salió de su despacho marcando un ritmo castrense con los tacos de sus zapatos, pidió -en vano- silencio y se puso al frente para dirigirnos la palabra y su discurso fue algo así:
“Señores la empresa sigue creciendo, un poco gracias a mi capacidad para ver los negocios y otro tanto por saber elegir a la gente con la que trabajo. Ésta empresa, creada por mi padre a principio de siglo, no conoce techo, ni lo va a conocer, al menos mientras yo viva. Y para ello, vamos a incorporar a un nuevo león: Meyer Sajaroff junior. Mey -dijo mirando hacia el techo como invocando a alguna especie de semi dios-. Mi Meyercito está volviendo de finalizar su maestría en administración de empresas en la Universidad de Harvard. Será un orgullo para la empresa y para el país”
Terminó de hablar, sus empleados lo aplaudieron, tuve que seguirlos, y la expectativa generada en torno a la llegada de su hijo era como la que se produce cuando se da el relevo de algún general de la milicia. Una sensación extraña de alegría y temor dado que nadie lo conocía, pero era un Sajaroff.
Conforme pasaban los días, esa expectativa iba en aumento, querían saber cómo podía llegar a ser una persona criada por su jefe, por ese jefe, qué cambios sufriría la empresa con su arribo y además se presumían posibles despidos. Un sábado al mediodía antes de cerrar, Meyer dio aviso de que a partir del lunes se incorporaría su hijo.
Ese lunes se vivió como la asunción de un presidente. Al entrar había que saludarlo con mucha cordialidad y Meyer padre, parado a su lado, observaba en detalle, cómo lo iban haciendo cada uno de sus empleados. Luego convocó al resto del personal e hizo pública la flamante incorporación. Una vez finalizado todo el protocolo se fueron a la oficina privada de Meyer, acondicionada para los dos.
Meyer hijo había vuelto de Harvard con casi cuarenta años y nunca había trabajado. El padre desde muy pequeño lo preparó desalmadamente para que fuera su sucesor. Quiso que fuera abogado y lo fue, luego contador y lo fue, luego que hable algunos idiomas y lo logró y, por último, que confluyeran todos sus conocimientos en una maestría en Harvard. Meyer no sabía siquiera donde quedaba dicha universidad pero la recomendaban en su círculo social. Y bastante.
Empezaron compartiendo el ámbito laboral con cierto entusiasmo, el padre lo presentaba con orgullo ante los proveedores, los bancos, los principales clientes, y de a poco le delegaba determinadas obligaciones. Pero al tiempo Mey comenzó a demostrarse incómodo con su nuevo lugar de trabajo, no soportaba la presión de su padre y no estaba respondiendo bien a lo que este le pedía. Siguieron algunos meses más pero cuando Meyer padre comenzó a notar que el problema era su falta de sentido común, su poca experiencia para con la vida, al ver que no tenía la personalidad forjada como para estar al mando de la compañía ni siquiera estando a su lado, y que todo el tiempo y dinero invertido en su preparación no le estaba dando resultado, comenzó a enloquecer, pero a su manera, porque se reprimía para no manifestar sus emociones.
Lo primero que hizo fue dejar de compartir su oficina y anexó el escritorio número trece, junto con el resto, para que entendiera que no estaba a su altura. Fue el primer golpe bajo que recibió Meyer hijo.
Era bastante parecido al padre pero jorobado, siempre mirando para abajo, manos de aspecto más bien mórbidas, usaba el nudo de la corbata tan ajustado que le levantaba el cuello de la camisa, tartamudo y un tanto torpe en sus movimientos, sobre todo con los brazos. Acusaba una crianza difícil.
La relación se tornó cada vez peor. Junior no hablaba con ninguno de nosotros, ni siquiera al finalizar la jornada, que era el único momento en que intercambiábamos algunas palabras.
Sajaroff harto de la situación y queriendo superar el momento, le encomendó al hijo un inventario de todo el stock de la empresa. Sabía que le estaba pidiendo un trabajo casi imposible de realizar, pero daba la sensación de ser ésta, su última oportunidad.
La empresa ocupaba la totalidad de un edificio de cinco pisos: en la planta baja se encontraba el local de atención al público, en el primer piso la oficina de la que vengo hablando, y los otros tres pisos ocupados por el depósito que se encontraban atiborrados de insumos. Por lo tanto Meyer tenía que inventariar, más de tres mil metros cuadrados de almacenamiento, sin asistencia y sin conocimiento previo.
Mey comenzó con ese trabajo un lunes temprano. Se había presentado con ropa de fajina y un anotador con una inscripción en inglés en su tapa. Supuestamente ahí tenía pensado ir tomando nota de la mercadería en stock.
Isabel Castro Neves, secretaria privada de Sajaroff, atinó a decirle que colaboraría con su hijo, a lo que el jefe le respondió rotundamente que no y que a quien viera ayudando a su hijo, se considerase despedido.
Empezó desde el último piso para poder estar más tranquilo y en silencio dado que a esa zona, generalmente no concurría nadie. Las horas pasaron con la monocromía habitual, finalizó la jornada y nos empezamos a retirar todos menos Mey. Al salir Meyer padre, le dio la orden a Luis, el sereno, de no apagar la luz, de no subir para nada a donde estaba su hijo y que lo dejara todo el tiempo que fuera necesario.
Al día siguiente, al incorporarse todo el personal, notaron que Mey no había llegado aún. Sajaroff se arrimó a la garita del sereno, y le preguntó antes de que éste se retirase, si su hijo se había ido muy tarde el día anterior. Este se acercó con preocupación y le respondió en voz baja que todavía no había bajado. Que no había bajado en toda la noche.
El padre subió un tanto desganado por el ascensor hasta el último piso, escoltado por Luis y sin que su hijo se percatara, lo vió arrodillado contando bulones. Soltó una leve sonrisa cargada de sarcasmo, asintió con la cabeza confirmando su decisión y bajó acomodándose los bigotes con sus dedos amarillos por el alquitrán.
– Sigan cada uno en su trabajo, Meyer esta compenetrado en lo suyo, dijo Sajaroff al bajar a la oficina, restándole importancia al asunto.
Durante esa mañana no hubo indicios de su presencia. Pasado el mediodía, Rosalía, quien se encargaba de la limpieza, le llevó un refrigerio por orden de Sajaroff y cuando bajó pude escuchar que le dijo que ni siquiera había levantado la cabeza cuando le ofreció la vianda. Está arrodillado contando bulones, pero parece que se equivoca y vuelve a empezar de cero, no sé vió, le dijo Rosalía inocentemente. Me parece don Meyer que su hijo tiene la piel rara, no sé cómo explicarle vió, tirante le diría no sé, le alcancé a ver algunas grietas en la frente vió y en las manos también, no sé ¿podrá ser? comentaba Rosalía a Sajaroff y éste último solo meneaba la cabeza frunciendo el ceño y haciendo un gesto despectivo con sus manos, le dio a entender que siguiera con sus obligaciones. Llegó el horario de retirarse de ese martes inquietante y Sajaroff le volvió a decir a Luis que no apagara las luces ni subiera, ya que seguramente su hijo en un rato más se retiraría a descansar.
Al irrumpir los primeros rayos de luz en la madrugada, Luis se dio cuenta de que Meyer no había bajado en toda la noche, y a pesar de la orden de Sajaroff, temió por su vida y fue hasta el cuarto piso. Al llegar, vió a Meyer casi al final de la primer góndola, sin ropa, arrodillado, contando bulones. La situación aterrorizaba a Luis, que se fue acercando sigilosamente por la góndola de al lado y cuando estuvo a corta distancia, pudo ver que su piel estaba verde y agrietada producto del aumento de su tamaño corporal: Mey se estaba hinchando con el correr de las horas. Posiblemente esa era la causa de que estuviera desnudo pensó Luis, que dominado por el pánico bajó raudamente por la escalera olvidándose del ascensor. Luego se alistó en su garita para controlar el ingreso del personal y sin poder contar nada por haber infringido la orden, esperó a ver si alguien subía para dar noticia de lo sucedido.
Yo era el único que se enteraba de lo que veían Rosalía y Luis porque me lo contaban confidencialmente. Ni bien entré a trabajar me di cuenta enseguida que eran los únicos que tenían alma ahí adentro, el resto eran robots, y eso hizo que fuéramos amigos.
Sajaroff llegó unos minutos más tarde de lo habitual y al acercarse a su puesto para saludarlo, le preguntó si había alguna novedad; Luis abriendo bien grandes sus ojos y tomándolo de un hombro respondió que no había bajado en toda la noche.
Meyer quedó mirando al piso por unos instantes, y al reponerse se dirigió al sereno y le dijo: siempre fue muy obsesivo, siempre quiso ser el mejor; y se dirigió a su despacho. Luis quedó sin palabras, esperó a que se haga la hora de su retiro y se marchó atónito.
Las horas parecían ancladas, si bien era habitual que reinara el silencio en la oficina, ese día ni siquiera sonaba el teléfono, ni los teclados de las máquinas de escribir segmentaban el mutismo.
El ambiente azoraba expectante. A la hora del descanso, Rosalía nos dejó la vianda a cada uno sobre el escritorio y Sajaroff le pidió que le alcanzara una a su hijo.
Al llegar al cuarto piso, desde el ascensor, vio un bulto descomunal y enseguida fue envuelta por una atmósfera fétida, pudiendo distinguir la imagen de Mey, hecho una esfera pestilente que ocupaba todo el pasillo conformado entre las góndolas, su piel en colgajos, cada vez más verde e inclinado hacia abajo aparentemente contando bulones.
Bajó por la escalera, casi sin tocar los escalones, pasó corriendo entre los escritorios y por primera vez en la historia, entró al despacho de Meyer sin anuncio previo a contarle lo que había visto sin que se le entienda lo que realmente estaba pasando. Terminó de hablar y se desvaneció. Cuando recobró el conocimiento, nadie volvió a preguntarle nada al respecto. Isabel le pidió un taxi y le dieron unos días de licencia. Estaba un poco “sobrepasada” de trabajo, fue el diagnóstico colectivo.
– ¿Quiere que vaya a ver si está todo en orden? preguntó Isabel a su jefe.
– No, mi hijo es una persona muy capaz e independiente, si no baja es porque se ha tomado el trabajo muy en serio, respondió éste ofuscadamente y le dio la orden de cerrar la puerta.
Meyer ese día se retiró un rato antes dejando una nota a Luis, pidiendo que por favor no apagara las luces, que seguramente su hijo se quedaría un rato más para avanzar con su trabajo. Le pidió a Isabel que se fuera última, y que controlara que ningún empleado subiera a molestar a Meyer, mucho menos a ayudarlo.
Luis era el sereno de la empresa desde que el abuelo de Mey la creó. Jamás había faltado a su puesto ni transgredido o incumplido una orden proveniente de algún Sajaroff, pero esto lo superaba. Se sentó en su garita, encendió la radio, tomó unos mates y esperó a ver si en algún momento de la noche, Meyercito se dignaba a retirarse. La espera se estiró y volvió a amanecer. La curiosidad por subir lo avasallaba pero el pánico cundía por todo su ser. Faltaban dos horas hasta que comenzaran a llegar los primeros empleados, así que sin pensarlo demasiado subió por el ascensor nuevamente. Al salir se encontró con una masa brutal, de casi dos metros de diámetro, y con algunas góndolas tumbadas.
Se acercó con exagerada prudencia reconociendo al cuerpo de Meyer, que estaba a punto de explotar, y sobre un costado vio una hoja de papel arrancada de un block borrador que decía: “ojalá me hubieras dejado hablar alguna vez en la vida. Ojalá me hubieras escuchado, aunque sea, alguna vez en la vida. Ojalá me hubieras dejado ser quien yo quise ser, al menos, una vez en la vida”. La tomó con mucho cuidado y bajó lentamente dado que la angustia le permitía dominar el pánico.
El jueves a primera hora y antes que nadie, Sajaroff se acercó a la garita. Luis lo miró, comenzó a temblar y resignado le dio la notita rogándole que suba, que no tenía palabras para contarle lo que había visto. Meyer leyó de costado la nota, y murmuró entre dientes que no estaba seguro de que esa letra fuera de su hijo. Luis desconcertado apagó la radio, limpió el mate y se fue y Meyer subió a la oficina con la convicción de que su personal estaba enloqueciendo.
A media mañana, el insondable silencio de la jornada fue interrumpido por un sonido seco y estruendoso, que parecía provenir del último piso. La empresa quedó paralizada y enseguida Sajaroff mandó a Miguel Ángel, jefe de mantenimiento, a ver qué había sucedido, mientras todos nosotros salimos a la vereda por temor.
Al cabo de un rato, Miguel Ángel se acercó moviendo lentamente la cabeza de un lado hacia otro y nos dijo: parece mentira, no hay nadie, están todas las estanterías tumbadas y todo el piso y las paredes cubiertos por una sustancia viscosa de olor nauseabundo que viene chorreando por la escalera; coronado su comentario por un bullicio de exclamaciones de asco y miedo.
Sajaroff en su afán de transmitir calma y que cada uno vuelva a su puesto, se quitó el saco, se arremangó la camisa y abriéndose paso entre nosotros y sin mirar a nadie dijo: limpiar esto me toca a mí.
Autor:
Martín Francés