Publicado en: 30/08/2023 Ebel Barat Comentarios: 0

Duco se despertó desnudo, sin su pelaje habitual, y comprendió rápido que ahora era Viveka González.

Si no hubiera sido por el frío se habría quedado quieto, o quieta, tratando de asimilar la situación. Contaba con la ventaja de que ahora los procesos ―ya sabía que se denominaban mentales― se presentaban tan claros como la luz del sol al mediodía. Debería sorprenderse de semejante comparación cuando hacía una noche se metía en la cucha y se arrollaba sobre sí porque el cuerpito le pedía calor. Se dijo cuerpito, ahora, siendo Viveka González era considerablemente más voluminosa.

Hasta ayer él había sido un Jack Russell terrier con un antifaz oscuro en un ojo que lo asemejaba a un pirata. Había sido capaz de saltar un metro y medio para prender lo que quería. Es más, le gruñía a Viveka, o sea a ella misma, cuando le acercaba la mano a su comida por hacerlo enojar.

Llovía, sonaban los truenos y no le daban miedo. Nomás anoche, frente a esos fragores, entraría corriendo al espacio de la mesada destinado a las las botellas dejando la espalda, es decir el culo, hacia afuera transido de pavor, A veces se comportaba como un perro y requería del cariño humano. Entonces corría a refugiarse bajo las piernas de ella.

Estaba desnuda, muriendo de frío. Tenía que entrar en la casa del country donde vivía como una soltera deseada e inasequible. Estaba cerrada con llave: se había ido de gira para activar la venta de libros en escuelas, universidades y al público en general.

Ella dejaba una llave en el buzón para que pudiese entrar su amigo y socio: Enrique Ortiz, a fin de darle de comer al perro y controlar. Enrique le permitía a Duco entrar a la casa donde se tomaba unos mates. Duco amaba a Enrique, lo mordía poco.

Era fácil conocerse a sí misma siendo Viveka y fácil, ahora, conocer profundamente a Duco a quién había ejercido hasta la noche anterior.

Salió de la cucha y súbitamente sintió con extrañeza la ausencia del perrito. Se tocó el cuello para confirmar si tenía puesto el collarcito rosa con la chapita donde estaba registrado su nombre y el teléfono por si se perdiera, el suyo, porque Duco no tenía teléfono. Estaba completamente desnuda y sin collar.

La llave seguía en su sitio y pudo entrar. Tomó una larga ducha caliente, se preparó un chocolate con leche y se sentó.

Tenía manos para sostener la tasa y sabían cómo moverse. Guardaba un registro de la menor habilidad de las manos aquellas que usaba para escarbar y, a veces, para posar sobre la pierna de Viveka.

Algo se mantenía: los sentimientos y las pasiones. Ella había sido Duco hasta hacía un rato y, en él, eran las mismas que las de cualquier ser humano, es decir universales. Duco había sido celoso ―le había mordido los tobillos a Enrique varias veces cuando abrazaba a Viveka―, mezquino con su comida y antipático con sus congéneres tanto como con los otros seres humanos cuando pasaban frente al jardín. Les espetaba un torrente de ladridos mientras iba de un lado a otro a los saltos. No era solidario como corresponde a un republicano. Su única república era su casa, los pocos que aceptaba y el amor autoritario. Estas cosas las sabía Viveka, Duco no había pensado mucho, aunque sí soñado: casi siempre corría detrás de un ratón, de una comadreja o de cualquier enemigo natural: por supuesto quería exterminarlos. No era una actitud exclusivamente animal. Y si Duco soñaba, era posible pensar en una suerte de inconsciente perruno, precario, por cierto. Faltaba lenguaje, claro. Pero…

Y ahora era Viveka, no la que, ayer, había salido de gira siguiendo la ruta que normalmente le correspondía a Enrique porque él debía hacerse sus estudios neurológicos. ¿Podía ser que hubiese dos Vivekas?

Duco, es decir Viveka, sintió un ramalazo de terror. Fue hasta la cochera y la encontró vacía.  Revisó su armario y faltaba el tipo de ropa de abrigo que normalmente empacaría para salir al sur.

Sí, tenía que haber dos Vivekas y ningún Duco. Trató de calmarse, tal vez pudiera entablar una relación satisfactoria consigo misma. No, no y no. Buscó el celular y, por supuesto, no lo encontró. Llamó con el fijo al móvil, se sintió sonar hasta que escuchó la secuencia de sus números al abrirse el buzón de mensajes.

Pensó que debería llamar a Enrique y decirle lo que pasaba.

―Hola

―Hola Enrique, soy yo Viveka.

― Sí, ya sé, pero ¿qué hacés llamándome de un fijo?

―Es el de mi casa

―¿Cómo? ¿Te volviste?

―No, no. No sé.

―¿Qué decís, Viveka? Ayer a la noche hablé con Del Piero, Me dijo que llegaste después del mediodía a Necochea, que le dejaste algunos ejemplares y que te encargó más.

―…

―¿Viveka?, ¿qué pasa?

―Estoy acá, un poco mareada, no sé. Me siento rara.

―Bueno, pará, sentate, no te muevas. Voy enseguida.

Viveka se sintió mareada de verdad, ¿cómo le diría a Enrique que Duco se había transformado en ella? No tenía idea de qué pudiese haber pasado con su auto, su equipaje, su celular, con ella misma. No tenía ningún registro de haber estado con Del Piero, menos en Necochea, donde debía ir primero para seguir hacia Las Grutas, un recorrido que normalmente hacía Enrique hasta que, después de uno de sus viajes, no quiso ir más.

Antes de quince minutos llegó Enrique.

―Hola, ¿cómo estás?

―Mareada. Estoy mareada.

―Vamos a la guardia, te llevo ya.

―No, no pará, esperá un poquito que me parece que me estoy sintiendo mejor.

―Mejor vamos, a ver si es algo jodido.

―No hace falta, esperá que ya me siento bien, casi.

―¿Dónde está Duco?

―No sé, no sé. Llegué y no estaba. Pobrecito

―No pasa nada, ya va aparecer, Seguro que saltó el tapial. Tiene el collarcito con la identificación.

Le dijo a Enrique que se había vuelto porque se sentía rara. Encima le fallaba el auto y la iba a dejar a pata, así que se la jugó y se volvió. Esa mañana se había levantado voleada y no sabía dónde había dejado el celular. Tenía miedo de que hubiese quedado por ahí, no sé, una estación de servicio o qué se yo.

Enrique probó llamar a su celular, sucedió lo mismo que antes.

―¿Y qué pasó con tu auto?

―Lo dejé en el mecánico.

Viveka vio la sospecha en el rostro de su amigo. Enrique recibió un mensaje. Viveka abrió los ojos cuán grandes eran.

―Es un mensaje de tu celular.

Viveka temblaba. La cara de Enrique se iluminó.

Tal vez, Enrique le perdonara las mentiras y comprendiera el fenómeno del que ella era víctima.

Su amigo volvió a ensombrecerse. Viveka quería llorar.

“Muchas gracias, téngalo si es tan amable téngalo. Gracias, ya sabe lo que significa un teléfono en estos tiempos, lo llamo enseguida”, tecleó Enrique

―Lo encontraron.

―Bueno qué bueno, atinó a decir Viveka. ¿No era yo? Quiero decir ¿quién llamó?

―¿Eh? No digás boludeces ¿Estás bien?

―Sí más o menos, ¿Quién llamó?

―Un tal Atilio. Viveka, al celular lo encontraron en Las Grutas.

―¿Cómo en Las Grutas?

―Sí, en Las Grutas donde tenías que ir después de Necochea, ¿qué hacemos?

―No sé, no sé, Enrique.

Viveka sintió pánico, Enrique estaba llamando.

Su expresión siguió tan sombría como incrédula. Respondía con monosílabos.

―Mire, Atilio, tenga todo hasta mañana a la tarde-noche. Iremos para allá. Por favor avise a su hermana de nuestro viaje.

Enrique colgó y observó a Viveka.

―Viveka

―¿Qué?

―Encontraron a Duco, en Las Grutas. Salimos hoy con mi auto y vamos a ver qué pasa. ¿para qué carajo te llevaste al perro hasta allá? ¿Cómo carajo llegaste?

Viveka comenzó a llorar.

―Me dijo Atilio que encontró el celular en un auto Fiat Siena blanco igual que el tuyo, en el que había un perrito, muerto de miedo, se le veía en los ojos, así me dijo, y en medio de un montón de ropa revuelta entre la que estaba tu teléfono y tus documentos. A Duco lo tienen en la casa de su hermana.

Se quedaron los dos en silencio.

Viveka pensaba en los ojos del perro.

―Tenemos tiempo de conversar. Ya conozco esa ruta, dijo Enrique.

 


Autor:
Ebel Barat

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