Publicado en: 24/03/2022 Martín Francés Comentarios: 0

La he mirado a través de la ventana durante años. Desde la ventana de mi living se ve perfecto lo que pasa detrás de las de su dormitorio, de su living y de su cocina. He enfocado incontables horas de mi vida en igual cantidad de la suya.

Siempre me ha llamado la atención, aún hasta el día de hoy, la facilidad con que se ha desenvuelto para vivir sola, después de haber perdido la visión en un accidente en el metro de Paris. Ha sido un ser fuera de lo común.

Desde que vine a vivir aquí, fui cautivado por sus movimientos. Al principio no era tan frecuente, pero con el correr de los años le he ido dedicando cada vez más tiempo a ese hábito. Pasó a ser una actividad con horarios; horarios en los que no comía para verla comer, no dormía para verla dormir, salía para verla salir. He vivido en función de su existencia.

Mantuve las cortinas casi pegadas para pasar desapercibido, no por ella, claro, sino por sus acompañantes o cualquier transeúnte que me pudiera ver desde algún otro rincón. Compré binoculares para poder conocer la intimidad de Jimena  ―algunas veces llegué a donde no quería llegar―  y, para su mala fortuna, un espejo en su antebaño me ha ayudado a meterme ―talvez sea más producto de mi imaginación que de la realidad― en lugares donde las ventanas no eran capaces.

De lunes a viernes y después también los sábados, de ocho a doce horas, una chica joven ha sido la encargada de ayudarla, aseando su casa, ocupándose de sus provisiones, acompañándola a dar una vuelta y, a veces, sobre el final de la jornada, cepillándole el pelo en el balcón mientras tomaban un poco de sol. Al haber descubierto esa rutina y temer ser visto por su acompañante, acomodé mis actividades ausentándome todas las mañanas. Debo reconocer que muchas veces me sentí tentado a seguirlas.

Al tiempo de haber empezado a compartir mi vida con Jimena, pedí autorización en mi oficina para trabajar desde mi casa durante las tardes. Había estado cumpliendo el mismo horario desde los dieciocho años, me estaba por jubilar y nadie pensaría en complicarme el último tramo del camino. Me resultó muy positivo haber quebrado la monotonía y haber podido dedicarle más tiempo a ella. Yo ya no estaba solo. Hubo días en que preparé la mesa frente a la ventana, con dos platos, dos copas y comía mirándola. Han sido diecisiete años viviendo con su compañía. Nunca he podido tener pareja, nunca he podido tener sexo con nadie, mis padres murieron cuando era joven, no he tenido hermanos, nunca pude tener amigos excepto una compañera del trabajo con la que a veces volvíamos juntos en el colectivo y conversábamos abordando a la ligera cualquier tema. Fueron diecisiete años de plenitud.

Me levanté el sábado, muy temprano y, como no podría ser de otra manera, me asomé por la ventana. La vi en el balcón un tanto meditabunda y, antes de sentarme a acompañarla, fui al baño, me higienicé y me vestí con lo mejor que tengo ―nunca repito mis atuendos― Tardé un tiempo considerable. Después, fui a la cocina a prepararme un café y al pasar cerca de la ventana, pude ver que ya no estaba.

Volví al living, abrí las dos hojas para que se ventilara el ambiente porque por la noche había caído una lluvia torrencial y el olor humedad no se iba. Busqué los binoculares en el cajón de la mesa de luz y en ese momento oí gritos provenientes de diferentes lugares, y, enseguida, el silencio ensordecedor que envuelve a la tragedia, esa pausa infinita que es la antesala del infierno. Al asomarme por el balcón, pude ver a través de los árboles, el cuerpo de Jimena penosamente dormido. Otra vez los incisivos dientes de la soledad azorando mi destino.

He tomado la decisión de apresurar mi retiro, por ello doné mi casa a la Fundación Braille con el fin de que se utilice el dinero en investigación y desarrollo para el tratamiento de la ceguera.

Jimena, seguro, me extraña.

 

 

Autor:
Martín Francés


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