Publicado en: 17/03/2024 Alejandro Alvarez Gardiol Comentarios: 0

…algo está ocurriendo y no sabes lo que es ¿no es así, Mr.Jones? (Bob Dylan)*


Ya debe ser hora, piensa Jones y abre los ojos después de una noche inquieta.

Es tiempo de salir de la cama, será mejor que me levante, pero permanece acostado con los ojos cerrados. Lo ha estado despertando un dolorcito, no es la primera vez, nada importante, seguramente una mala postura, y sigue quieto boca arriba. Abre los ojos y piensa que debería al menos echar una mirada al reloj despertador, aunque sería mejor conectar el celular con una canción, alguna por la que valga la pena despabilarse, una música tan hermosa que lo saque a uno de la cama y lo ponga a vivir como Dios manda. Y mientras imagina la melodía ideal, una sucesión de acordes menores resuena en su cabeza por detrás de sus pensamientos, los mismos con los que se durmió y se despertó tantas veces, y que se repiten obstinadamente. No va a ser fácil levantarse hoy, se siente entumecido, y ahí está echado boca arriba con la musiquita sin identificar. Por fin hace un esfuerzo para ponerse de costado y sentarse, y comprueba con sorpresa que sale de la cama fácilmente, liviano y sin ningún dolor, no hay calambres ni molestia alguna y así, con una extraña alegría se dará un baño y preparará el café, eso sí, sin hacer ruido para no despertar a Esther, aunque seguro que su mujer ya está más despabilada que él. Recibe el chorro de agua caliente como una bendición, pero hoy no siente tan bien el masaje de la ducha, en realidad sí lo siente del lado derecho de su cuerpo, su brazo izquierdo está algo dormido, aunque lo mueve sin dificultad, y puede escurrir con fuerza la esponja enjabonada, vaya uno a saber, será mejor no interpretar los achaques de la edad. Al abrir el botiquín recuerda que debe pasar por la farmacia. Se afeita tarareando esa melodía que fluye autónoma mientras se sirve una taza de café. ¿Qué hora será?, pero no mira el reloj. Esther ya debería estar de pie y en la cocina, parece que hoy él se ha adelantado, ¿para qué?, si ya no debe ir al hospital, no tiene responsabilidades ni cirugías de urgencia, podría haberse quedado en la cama esperando que ella se levante y le prepara el desayuno, total no hay por qué apurarse estando jubilado y con tiempo de sobra para lo que sea. Sí, más vale que piense qué hará una vez que termine el desayuno, y seguramente será ir a comprar el periódico. Se asoma al dormitorio, Esther ni se mueve, parece mentira lo profundo que duerme hoy. Sale en silencio al palier y lo recibe una luz potente, casi cegadora, habrá sido Pedro que ayer estaba cambiando algunas lámparas. Debe mantenerse activo, piensa, ya que conoce a muchos que se han jubilado y después se deprimen. Por lo pronto irá en busca el periódico, no por las noticias que son siempre nefastas, sino por los avisos fúnebres que no se ha de perder por nada del mundo. Llama al ascensor sin la tensión que le producía hasta hace poco la posibilidad de encontrarse con la señorita Wilson, sí, es una sensación de alivio, pero de la que enseguida se avergüenza, porque entiende que no es digno de nadie y mucho menos de un médico, por más retirado que esté, alegrarse de una muerte, y menos aun por la de la pobre señorita Wilson, que por más antipática y desagradable que haya sido, con ese rictus que le arqueaba la boca y aquel olor a flores que han sido olvidadas en el agua de un florero, la pobre, piensa Jones, no merecía atravesar por aquella larga dolencia que la llevó tan violentamente a la tumba, y este sentimiento de alivio solapado que él experimenta ahora que sabe que no la volverá a ver nunca más, eso sí que es digno de desprecio. No debería sentirse alegre sino apenado, pero cuando la puerta del elevador se abre automáticamente ahí está ella, la señorita Wilson, esta vez sonriente se adelanta a saludarlo primorosa, cómo está usted doctor, pero cómo puede ser, si ha muerto la semana pasada, estuvimos en el velorio con Esther saludando a la hermana de la difunta hace muy poquito. No soy de soñar, o tal vez sí, tal vez lo único que haga sea soñar, lo cual explicaría mucho de lo que parece estar sucediendo. Buenos días contesta él, la puerta del ascensor se cierra y bajan. Parece lento hoy, dice él. Sí, va muy despacio, qué raro ¿no? comenta ella, deben ser las válvulas dice el doctor, porque no sabe qué decir, y yo soy claustrofóbica dice la señorita y se afloja el pañuelo de seda para exhibir un escote en el cual Jones nunca había reparado. No se preocupe dice él, por decir algo, pues no se atreve a preguntarle qué hace ella en el ascensor, si a esta altura debería estar en el cementerio o en una urnita. Esto no acaba de bajar, dice ella y lo mira agitada, entonces el doctor le toma una mano con un gesto propio de cualquier profesional de la salud en busca del pulso, y ella consiente, pero él no logra palpar los latidos de la arteria radial, serán los nervios, piensa Jones, la nota muy pálida, casi transparente, tanto que puede verse él mismo en el espejo del ascensor a través de la señorita Wilson que pareciera esfumarse. Qué extraño dice Jones, y le cuenta que han estado en su velatorio y que la apreciaban tanto, pero todo va a estar bien, que no se desanime porque seguramente el ascensor llegará pronto a la planta baja, que es el problema de los edificios con tantos pisos, y no se atreve a darle el pésame a ella misma, quien casi ha desaparecido dejando en el habitáculo un perfume que no es el de flores viejas y aguachentas, es uno que él reconoce muy bien, es el cautivante Forever de Klain, que le regaló a Esther cuando la pobre cayó enferma, y que suele usar también su hija Lucy, tan malcriada como adorable. Al llegar a planta baja, saluda a Pedro el encargado y siente que éste lo observa con admiración, lo bien que está el doctor, tan ágil y elegante, debe estar pensando Pedro al verlo salir tan dispuesto y tan temprano. Pasará frente a la farmacia que estará cerrada, y en un abrir y cerrar de ojos ya tiene el periódico bajo el brazo, sí, del lado que tenía adormecido. En la vidriera de los remedios asoma la publicidad de unas píldoras que detienen el envejecimiento. ¡Estafadores!, dice en voz alta invadido por una repentina indignación y cruza a la vereda de enfrente. Prosigue la marcha y se topa con una hermosa muchacha que sale sonriente de la panadería abrazando una bolsa de papel con dos baguettes. Esa imagen lo reconforta, pero seguro que ella va al encuentro de algún infame holgazán que todavía duerme; entonces siente el impulso de advertirle que lo deje, que se merece una vida mejor y quiere advertirle, le grita, pero la chica ya está fuera de su alcance. En ese momento se le ocurre comprar unas galletas para el desayuno, aunque prosigue sin entrar al negocio. En la esquina de la Madison con la 61 E, una mujer muy elegante pasea a un fox terrier igual al que tenía de niño. ¡Toby! exclama Jones y le acerca la mano; el perro gruñe y su hocico babea tembloroso y él, asqueado, siente la necesidad imperiosa de lavarse los dientes. Amanece cuando llega al Central Park, donde cientos de gimnastas corren anhelando una digna vejez, ¡qué ilusos! Los primeros hilos de luz que atraviesan el ramaje negro de los árboles encienden el verdor del pasto en los canteros, maravillas de la naturaleza, piensa Jones, quien siempre ha preferido los signos artificiales de la civilización, y cualquier paisaje natural lo aburre. Elige la seguridad del asfalto a la incertidumbre de la hierba. Se demora mirando un cartel de neón que parpadea y da unos últimos zumbidos antes de claudicar ante la luz del nuevo día. Por un momento imagina que está en otra parte, en una ciudad donde la bruma esté al alcance de la mano para dar un paseo con piloto cruzado, paraguas y un Stetson bien calzado en la cabeza. Hubo una época en la que deseaba ser otro y tener una vida distinta, pero ya ha descartado la idea de liberarse de sí mismo, de sus miedos y prejuicios, y de estas sinuosas reflexiones de las cuales, y ahora siente un repentino orgullo, una jactancia. No es que se crea superior, pero sí un tanto singular, diferente a los demás. De pronto tiene la impresión de haber escrito un bello poema. Eso ahora no es importante, no soy escritor, los escritores van a desaparecer, piensa y apresura la marcha de regreso. Todo le resulta extraño pero cotidiano a la vez, es posible que sea un sueño, o tal vez divagaciones propias del cansancio, ha dormido poco, y sin embargo camina sin fatiga y al llegar abre la pesada puerta del edificio que cede dócilmente. Al entrar a su casa encuentra a Esther hablando por teléfono con Lucy: es tu padre, lo zamarreo y no se despierta, no. Sí, querida, el médico ya está en camino, qué desgracia… Y llora acongojada. ¡Esther aquí estoy!, grita él, pero ella sigue con el llanto. ¿Entonces esto es todo…la vida?, se pregunta Jones mientras retumban en su cabeza los acordes menores que ahora suenan severos, revelando la sentencia mayor. Se asoma al cuarto y ahí está él, acostado, lívido e inmóvil. Así que he muerto, piensa, aunque ya no sea posible pensar estando muerto, y para peor, tampoco le será posible cerrar con sus manos de fantasma esos ojos tan abiertos antes de que llegue Lucy, quien guardará para siempre el recuerdo de su padre tirado en la cama con la boca y los ojos abiertos de par en par.

 

* Balada de un hombre flaco (Bob Dylan, 1965)

 

 

Autor:
Alejandro Alvarez Gardiol

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