Publicado en: 18/09/2022 Martín Francés Comentarios: 0

Me había insistido demasiado para que le cuidase la casa durante la semana que iba a estar ausente. No menos de diez veces me preguntó y cada vez que lo hacía no me daba margen para decirle que no. Fue así toda la vida y de grande, como suele pasar con la mayoría de los defectos, ése se le fue acentuando.

Ya tenía preparado desde hacía un par de días un bolso pequeño con muy pocas cosas porque era verano y la estadía iba a ser de apenas una semana. Me levanté temprano, el día se perfilaba tórrido, y evalué si sería conveniente dejar a la gata sola. Guardé lo que faltaba, poca cosa, pero para mí, todo lo que necesitaba: la computadora, el teléfono, y mis medicamentos ―en relación a eso nunca tuve un registro claro de los que realmente cargué. Subí a la bicicleta y salí. Tenía un viaje largo y no quería que me agarrase el sol a pleno.

Hice más rápido de lo previsto y llegué un rato antes de que ella partiera, de modo que aprovechó para atormentarme un poco como si todas las llamadas previas no hubieran sido suficientes. Sin embargo, vino bien para sacarme varias dudas acerca de la casa que es enorme.

— Pasale el barre fondo a la mañana, y al cloro, echáselo a la caída del sol, así trabaja toda la noche.

— Dale, ¿entre qué hora y qué hora te gustaría más?, le pregunté sonriendo.

— Acá te dejo las llaves del auto por si querés usarlo. Tiene el tanque lleno.

— Olvidate. Hace diez años que no me animo a manejar ¿Y Sofi se queda con el papá?

— Con Sofía está todo mal. Hace más de un mes que no nos vemos. Es un tema que no quiero tocar justo en este momento.

— No te preocupes. ¿A qué hora te pasan a buscar?

— Ahí está el remis que me lleva al aeropuerto. Dame un abrazo amiga, gracias por todo ¡Te voy a extrañar!

— ¡Yo también! Cuidate mucho y nos vemos a la vuelta.

— Vuelvo el domingo que viene al mediodía. Esperame con algo rico para almorzar así charlamos tranquilas y te cuento cómo fue el viaje. Dame otro abrazo.

— Bueno, Euge. ¡Te prometo que algo te voy a cocinar! Te quiero.

Ni bien se fue sentí un poco de miedo por haberme quedado sola en semejante casa: dos pisos, altillo, sótano, ventanas por donde se mire, un parque inmenso. No estamos acostumbradas. Vivimos en un monoambiente de treinta metros cuadrados en Constitución, sin balcón, con una ventana chica y la puerta blindada.

Subí al cuarto que iba a usar, puse la ropa que había llevado sobre una de las camas, tendí la otra y salí a caminar descalza por el parque.

Sentir el césped entre los dedos siempre me dio un bienestar que contrastaba con mi lucha: se estaba por cumplir un año sin consumir y la abstinencia era difícil de sostener. Hacía un calor insoportable. La tarde se me pasó junto a la pileta leyendo un libro que saqué de su biblioteca.

El primer día fue muy agradable, transcurrió sin que me diera cuenta. Necesitaba descansar, nadie sabía que estaba ahí y tenía apagado el teléfono. Ese fin de semana no iba a hacer nada en relación a mi trabajo. Y cumplí.

El domingo transcurrió prácticamente igual. Eugenia me había dicho que invitara a quien quisiera como si fuera mi casa, pero preferí quedarme sola. Hacía mucho que no lo pasaba sin hablar con alguien y realmente lo necesitaba.

Esa noche me fui a dormir más temprano de lo habitual porque el lunes, a primera hora, tenía que conectarme por temas laborales. Desperté a la madrugada y no pude volver a dormir. Suele sucederme porque, en general, los domingos me levanto tarde y además se escuchaban ruidos permanentemente.

El lunes, entre el trabajo y lo mal que había dormido, fue insoportable. Pensé en decirle a mi hermano que fuera a dormir, pero preferí quedarme sola.

Quise acostarme en el dormitorio de Eugenia que estaba en la planta baja. Terminé de ver una serie ―con alguna cerveza de más― y la tormenta que se estaba levantando, me decidió a finalizar la jornada para no sufrir más insomnio.

El dormitorio quedaba en el fondo de un corredor central que, como toda casa inglesa de aquella época, era interminable. Conectaba la oficina, la habitación de Sofía, el baño principal y su habitación. Entre el baño y la oficina, sobre el piso, había una tapa de madera muy discreta: el acceso al sótano. Ese pasillo era tan lúgubre como la casa. Eugenia es lúgubre.

Antes de acostarme y, como todas las noches de mi vida, pasé por la ducha para relajarme un poco. El baño era fascinante, parecía de otra casa; estuve un rato sumergida en la bañera que también era de principio del siglo pasado. Al cerrar la canilla creí escuchar alaridos, tal vez, de un animal. Mientras me secaba el pelo los escuché nuevamente, pero el ruido del secador impedía oír con claridad y no quise sucumbir de pánico.

Antes de salir del baño abrí el placard que está empotrado en la pared, como lo hice siempre en casi todos los baños que visité. Era sorprendente la cantidad de remedios que tenía. Los miré uno por uno porque estaba convencida de que hablaban bastante de la personalidad de quien los consumía. Era obvio que iba a caer en la tentación.

Dejé la puerta de la habitación entreabierta con la idea de que la gata se fuese cuando quisiera, encendí el aire acondicionado y me acosté.

Amanezco entrado el mediodía. Desde la cama puedo ver gotas de sangre y rayas sobre el piso de madera que el día anterior no estaban. Quedo paralizada. Cerca del baño las gotas son tantas que forman un pequeño charco y se disipan hacia la escalera. Tengo que lidiar con mi cabeza

para poder tomar alguna decisión. Me quedo hasta las tres de la tarde sentada en una silla tratando de no moverme. El silencio que hay en la casa es absoluto, no puedo más, tomo coraje y salgo.

Lo primero que hago es ir a ver si faltan cosas para descartar un robo, pero está todo en su lugar. Las aberturas están cerradas tal como las dejé al acostarme. Lo único raro es el televisor encendido. Puedo haberme olvidado de apagarlo. Estoy desorientada. Abro una a una las ventanas, el clima es agradable porque la lluvia trajo cierto alivio. Hay algunas ramas caídas en el parque por el viento. Nada raro. Subo hasta la planta alta buscando a Rapsodia porque me llama la atención que no haya ido a dormir conmigo. ¿Se habrá escapado mientras cerraba? No sé si llamar a la policía, si limpiar la sangre, si comunicarme con alguien. Mi incapacidad para resolver es cada vez mayor y tengo miedo de desmayarme, aunque sé que algo debo hacer.

Encuentro unos guantes de goma en el lavadero y comienzo a limpiar. Cuando me acerco se hacen evidentes los pelos de Rapsodia junto a las manchas. Termino como puedo y con la piel erizada voy a sentarme al sol; necesito pensar si vale la pena o no abrir la tapa del sótano. Resuelvo que sí y vuelvo a entrar.

Levanto la tapa, solo veo un tramo de la escalera muy empinada que no permite saber hasta dónde llega por la oscuridad que se traga el final. Empiezo a bajar por los escalones angostos, inclinados, sin baranda, agarrándome de la pared. Voy a ciegas, me arrepiento y regreso despacio. En ese momento recuerdo que la llave de luz está en el baño. Salgo con algunas telarañas en la cara, la enciendo y bajo de nuevo. Lo hago sigilosamente porque me doy cuenta de que la escalera es más peligrosa de lo que pensaba cuando la bajé a oscuras. Llego al descanso y, haciendo un paneo del lugar, advierto que es enorme, tiene la superficie de toda la casa: se ven las columnas portantes, los caños de desagüe y una cantidad indescriptible de cajas tapadas con telas y más cosas envueltas con papel de diario.

Termino de bajar y observo el recorrido hacia arriba, enseguida noto que en los escalones también hay gotas de sangre y a dos metros encuentro tirado un pedazo de cuero de Rapsodia.

Sigo abriéndome paso entre objetos apilados hasta que doy un respingo: ahí está el cuerpo de Tadeo, el hijo mayor de Eugenia, profundamente dormido con un gesto placentero, impregnadas su boca y sus manos de sangre seca y con la cabeza de la gata partida por la mitad. Quiero salir y no puedo, el sótano es muy grande, resulta un laberinto. Pienso en Tadeo: ¿qué hace ahí si está muerto desde hace cinco años por el accidente?

Sigo corriendo y tropiezo con la salida. Escapo lo más rápido que puedo y casi sin respirar cierro la tapa con cautela por temor a que se despierte. Junto mis cosas y huyo pedaleando como una desquiciada. Lo único que quiero es llegar y encerrarme.

Cuando paso el portón de mi edificio me desplomo. Lloro. El teléfono cae y al levantarlo veo un mensaje de Eugenia preguntando como está todo. Subo los seis pisos corriendo por la escalera de servicio. Abro la puerta y veo a Rapsodia dormida en el sofá.

 

 

Autor:
Martín Francés

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