Publicado en: 24/03/2022 Alejandro Álvarez Gardiol Comentarios: 0

EN LA ESQUINA

Con el carro cargado al tope, sosteniendo todo el peso con un hombro, así, oblicuo, contramano y cuesta arriba, ha llegado caminando el cartonero. En cada paso ha revoleado la pierna que da al tráfico, como queriéndola rifar. De ganarse el premio, habría de ser él mismo la carga de algún otro. Los coches le han ido pasando veloces y rasantes, echándole vientos y espamentos.  Él, miradas desafiantes. En caravana liliputiense sus muchos hijos lo han seguido.

Desde su auto, a la espera de luz verde (que ya está verde) una señora le ha gritado alguna cosa al hombre que baldea la vereda. Los cartoneritos se han adelantado y han recogido de la calle, con perversa curiosidad infantil, un caracol muerto junto al coche de la mujer que grita.

Porque un poco antes, lavando la vereda, el portero le ha mojado el vestido a la del quinto piso, de un baldazo distraído, qué macana justo a ésta la he empapado.

– Rolando, qué barbaridad, estoy con el tiempo justo y vea usted lo que me ha hecho. He de subir a cambiarme rápido. Ábrame enseguida la cochera que he de salir con el auto, voy apurada.

“Todos somos “Sísifo”, ha pensado el hombre, y ha sonreído como aconseja Albert Camus. Hace tiempo que ha estado leyendo a los clásicos. Desde que alguien le ha prestado La elegancia del erizo se ha ido identificando con el personaje, la portera de un edificio en Paris.

Y hablando de moluscos, mientras baldeaba, él ha visto un caracol corriendo por su vida entre las baldosas. La del quinto ya ha salido rauda en el Mercedes pero la ha frenado el semáforo. Ahora ha dado luz verde y está por arrancar cuando un proyectil gelatinoso ha impactado contra su ventanilla. Perpleja ha visto al portero que usando la escoba como palo de golf,  se ha quedado estático en ese final de swing que a ella tanto le ha costado aprender y que hoy habrá de practicar con su profesor hasta el cansancio.

Yo estoy en el café de la esquina y me sorprendo de las pequeñas historias que se arman en la calle. El mozo me trae un café y me dispongo a leer un breve relato que me ha alcanzado un amigo que va aun taller literario. Se titula:

 

EL ADIVINO

Justo cuando crees que la vida no tiene sentido, de pronto comprendes que te diriges en línea recta hacia algo.  (Kurt Vonnegut, en Madre Noche).

Cómo y por qué el contable fue a dar con el adivino sigue siendo un misterio. Un tipo tan aferrado a las certezas, rutinario y criterioso, defensor del método científico y de las estadísticas, incrédulo de “todas esas mentiras”, como la astrología o el psicoanálisis. Pero es sabido que en ocasiones, cualquier nimiedad (un chaparrón inesperado, la mueca de un vecino o hasta un rosal exageradamente florecido) puede alterar la más ordenada de las existencias.

Vaya a saber quién le contó que un quiromántico había llegado con el circo y predecía el futuro en una tienda junto a la carpa principal. La cuestión es que entró muy decidido, se presentó y le dijo que quería conocer su destino. Sentados frente a frente como es costumbre, pudo ver cómo el mago se concentraba en su esfera transparente. Llevaba un turbante con lentejuelas verdes y una fina capa de seda tornasolada. Era añoso y su piel tenía un brillo aceitunado. Con los ojos cerrados entró en una suerte de trance mientras sus dedos, extremadamente largos, apenas rozaban el cristal, que fue adquiriendo un tono rojizo. Después de unos minutos cruzó los brazos y quiso saber si el visitante estaba dispuesto a conocer su porvenir. “Para eso he venido”, le respondió. Entonces el adivino dijo:

– Lo que voy a contarle no le gustará. Puede tomarlo o dejarlo, pero lamentablemente lo veo con demasiada claridad: usted va a matar a una persona antes de fin de año.

El contable recorrió con un dedo su delgado bigote y se aflojó la corbata. Era diciembre.

– ¿Y por qué habría de hacer yo semejante cosa?

– Tendrá usted sus razones, posiblemente. Pero le aconsejo que tome recaudos, porque el acto será absolutamente voluntario.

– Puede que sea un accidente ¿Y si en una de esas atropello a alguien con el auto, sin ninguna intención?

– De ninguna manera. Usted cometerá el asesinato con sus propias manos y la víctima será una persona conocida. Y después el cielo se teñirá de sangre, remató el viejo.

El contable no pareció escuchar esta última sentencia. Cuando la situación lo superaba solía bostezar y desviaba su atención hacia otra cosa, en este caso a la punta de las babuchas de su interlocutor. Eran como dos pequeñas canoas encalladas entre los finos pliegues de la alfombra.

Pagó la consulta y por primera vez en su vida no aceptó el vuelto.

De regreso, pensó que sería prudente no contar lo sucedido a su mujer. Pero…

– ¿Cómo creíste semejante idiotez?, le preguntó ella ¡Un clarividente! Tan luego vos, me parece mentira dónde te fuiste a meter. Por favor lavate las manos que ya está la comida. Tengo que contarte la última canallada que la innombrable le ha hecho a nuestro hijo. Podrías volver y pedirle a ese mago tuyo que la haga desaparecer, y que Dios me perdone.

Sentados a la mesa ella come exaltada y le cuenta las penurias de Carlitos, que se está separando. De a ratos se atora y tose. Él apenas puede probar el pollo recalentado del mediodía y toma  traguitos de vino con soda. No la está escuchando, aunque de pronto quiere preguntarle si ella todavía es feliz. Pero la mujer se interrumpe y hace una arcada. La cara inflada y azul, la boca abierta y los ojos mojados parecen salirse de sus órbitas. Se toca el pecho: un trozo del ave, elásticamente traicionero, ha quedado a medio tragar. Y se está ahogando. Él salta de la silla y la asiste, le mete los dedos hasta el fondo de la garganta y extrae un pedazo cartilaginoso y húmedo. Le golpea con fuerza la espalda y ella suelta una flema gomosa. Empieza a respirar,  aliviada. “Gracias mi amor”, le dice temblando. El contable se limpia el pegote con la servilleta y le acaricia la cabeza con una ternura que los sorprende. Medio abrazados, medio llorosos, miran la mancha ominosa que ahora parece un corazoncito de gelatina.

Esa noche la pasó imaginando los blancos potenciales. Descubrió cuántas caras enemigas fueron apareciendo, y contó asombrado más de diez a quienes desearía ver muertos. Pero de ahí a ejecutarlos con sus propias manos…

El resto de la semana transcurría lento, las horas de oficina eran interminables. Las tribulaciones habían desplazado su calma natural. Comenzó buscando con mirada desafiante a su jefe, el tercero de la lista de odiados. Esperaba algún gesto, alguna provocación, pero la indiferencia habitual de su superior atenuó el encono y bostezó aburrido. Ya no quería estrangularlo. En el segundo puesto estaba ese amigo que lo había embarcado en un negocio con el que había perdido todos sus ahorros y los de su mujer. Enseguida desechó la idea de eliminar al  “pobre infeliz”. Y después de planificar mil veces el asesinato de su nuera, ella sí, la número uno, la más despreciable criatura del mundo, finalmente desistió. Si habría de matar, sería en una situación insólita, azarosa, hasta el momento insospechada.

Por fin, decidió regresar a lo del vidente. Esta vez tuvo que sacar número. La cola daba dos vueltas alrededor de la carpa del circo. Había unas trescientas personas antes que él. El último de la fila le aseguró que la adivinación era el oficio mejor rentado, después de la política, es claro. “Pero al menos acá cumplen” agregó la penúltima, una mujer muy delgada y ojerosa que esperaba una oportuna salvación. Resignado llamó a la oficina para excusarse y esperó toda la tarde. Encontró al viejo cansado y lo increpó exigiendo más pistas. No obtuvo ninguna respuesta concreta. “Entonces deshaga el hechizo” vociferó, pero el hombre le hizo saber que nada podía oponerse al destino.

Los días se acortaban y las noches se hacían eternas. En su casa se encerraba en el escritorio y pasaba el tiempo mirando fotos viejas. Cuando estaba solo repetía en voz alta la palabra asesino queriendo hacerle perder su significado.  Por las mañanas en la oficina procuraba distraerse revisando el balance del ejercicio. Pero semejante vaticinio ocupaba toda su atención.

El día en que el circo anuncia su última función, el contable irrumpe en la tienda del adivino que está empacando sus petates. Lo toma del cuello implorando por nombres, fechas, lugares. Y ve su propio rostro reflejado en los ojos del vidente, que aterrados, se abren de par en par. La bola de cristal vira a un rojo intenso, incandescente. Entonces, cumpliendo un mandato, pero también con furiosa desesperación, la descarga sobre la cabeza del anciano que se desploma como un trapo. Él se agacha y lo zamarrea, como si quisiera obligarlo a demostrar cuán muerto está. Lentamente va recuperando su habitual serenidad, y cubre al flamante cadáver con la fina capa de seda. Levanta la esfera, otra vez pura, fría  y transparente, y la acomoda sobre su soporte en el centro de la mesa. Se ajusta el nudo de la corbata y sale de la tienda. Bostezando, empieza a caminar mirando al suelo. Comprueba que sus mocasines brillan al sol, y apura el paso: el fin de año está a la vuelta de la esquina y será conveniente dar un último repaso al balance antes de entregarlo a su jefe. Tan concentrado va que no advierte la suelta de globos rojos que anuncia la despedida del circo. Una gran nube ascendente tiñe el cielo de escarlata para luego disiparse con el viento.

Las anticipaciones del destino…, me gustó. Me recuerda a una película.

Suelo asociar a los personajes con gente de la vida real, y en este caso veo a Dalí adivinando la suerte de Pessoa. Supongo que antes de contarlo, habrá imaginado a sus personajes, voy a preguntárselo, por ahí coincidimos. Me pasó con El extranjero de Camus: antes de ver la película, para mí Meursault no podía ser otro que Mastroiani, tal como lo eligió Visconti. Pero después de la última vez que lo leí, Tritignant me pareció el más adecuado para ese rol.

Llamo al mozo y pago el café. Veo la vereda de enfrente, recién baldeada que reluce al sol.

El semáforo cambia al rojo cuando me levanto y me suena el celular. Es un cliente que está atravesando un divorcio complicado.  Me cuenta que han detenido a su padre, no sabe por qué. Quiere que lo acompañe a la comisaría. Su madre está desolada; me dice que ella debe intuir algo, pero está muda y no suelta prenda. Como abogado de la familia los conozco bastante bien. El pibe es del tipo de Luis Miguel, muy pintón, siempre bronceado y sonriente. La mamá es una especie de Carmen Barbieri pelirroja. Al papá lo traté un par de veces, un hombre reservado, de bigote breve y siempre va de  traje y sombrero. Parecido, también …¿a Pessoa?

 

Autor:
Alejandro Álvarez Gardiol


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