Carlitos lo vio llegar un amanecer de comienzos de marzo, con un auto viejo que estacionó en el terreno lindero. El nuevo se encaminó hacia él, con postura arrogante le preguntó confianzudo, así, cómo si se conocieran de siempre:
– ¿Qué tal la tierra? ¿Crecen las plantas en este lugar?
-Sí le ponés atención y amor, todo crece, mirá mi jardín- dijo Carlitos- no sabés lo que laburé para lograr esto. Yo compré el terreno entre los primeros del barrio. Era un campo de soja, se habían chupado de la tierra hasta el último mineral.
– ¡Genial! Fue un acierto comprar acá – se ufanó Marcelo. – trabajar la tierra es lo mío.
Obvió contar que su trabajo se trataba de “pequeñas tierras”, tierras de macetas. No era muy épico.
Venía de la Capital y había hecho ornamentación de balcones en Puerto Madero, su trabajo rindió tanto en poco tiempo que le dio, además de una labor continua, cierta solvencia económica.
Carlitos se sintió aliviado, supo entonces que el hombre iba a instalarse. Sus anteriores vecinos, todos jóvenes, habían resultado un dolor de cabeza.
El nuevo residente tendría unos cincuenta años o algo más, venía solo, con una maleta. Entonces Carlitos se animó a preguntar:
– ¿Después llega su familia?
– No hay familia, vecino, ya no la hay. Acá vengo “solito y coleando”- se rio con desparpajo y preguntó:
– El Tilo ese, ¿lo plantaste vos?
Carlitos aceptó la confianza y dejó de lado el usted.
– Ni me lo menciones, hace once años que espero a que florezca.
– Pero, hombre, un tilo florece entre los seis y nueve años si es hembra, seguramente es un tilo macho y no va a darte flor alguna.
Carlitos lo miró con frustración, nunca había escuchado de árboles machos y hembras. Le pareció que el tipo era algo arrogante, sin embargo, estaba contento de tener por contiguo un par, un hombre solo como él. Portaba pinta de buena gente y lo de “solito y coleando” le pareció una buena humorada.
Recordó sus comienzos en ese barrio, la falta de ayuda, la incomprensión de algunos, lo invasivo de otros… Pactó tácitamente dar toda su colaboración al recién llegado.
Supo que Marcelo, luego de la separación, salió un día con el dinero de la venta del departamento familiar, sin rumbo fijo, miró un par de barrios en Escobar, pero le parecieron demasiado elegantes:
– ¡Otra vez los oligarcas de Puerto Norte, no! – pensó en voz alta y volvió a la autopista rumbo a Rosario.
Un amigo le había hablado de Arroyo Seco, de un loteo cercano al río, de barrios abiertos con terrenos baldíos, también de otros con viviendas a medio hacer. Eso necesitaba y sólo para algo así alcanzaba el dinero.
Un cartel con el nombre “El Milagro” lo hizo detener, supo que tenía que comprar en ese lugar, necesitaba un verdadero milagro para salir del estupor de la traición de su mujer, aunque bien sabía que, en su silenciosa actitud, de algún modo, él había sido el mejor de los cómplices.
Terreno con vista al río, no consiguió, pero, con una caminata de seis cuadras estaría frente al Paraná, ¡eso necesitaba!
El lote no era grande, le veía potencial, la vivienda, bastante precaria pero habitable. Las transformaciones que tenía pensadas para todo aquello lo entusiasmaban. Desde el divorcio había perdido la sensación de seguridad -se sentía sin contornos, como pintado con acuarelas- y tener un lugar que lo cobijara le dio bríos para levantar la casa en menos de un año. Fue un verdadero canal donde desaguar su ira, tal vez, la creatividad para desviar la furia destructiva que había dentro de él.
Dos días después, Carlitos vio llegar el camión. Enseguida, le señaló el lugar de su nuevo vecino. Traían pocos muebles, pero muchas herramientas: una cortadora de césped a explosión, una tijera con motor a nafta, una sopladora y otros artefactos desconocidos. Todo parecía nuevo.
Los carteles de “Marcelo Soria. Mantenimiento de Jardines” poblaron el barrio.
En muy poco tiempo ningún mortal negaba nada a Marcelo, en especial las mujeres. Era un petitero venido de Buenos Aires y que vestía como nadie en aquel paraje.
En poco tiempo se estrechó una buena convivencia. Se hizo habitual que Carlitos cocinara y le compartiera un plato de comida a su nuevo vecino. Marcelo, cada tanto, respondía acercando con algún trago. Carlitos tenía una vinería y Marcelo comenzó a hacerle pedidos: dos cajas de botellas cada semana. Elegía buenas marcas, siempre tintos, variando entre Malbec o Cabernet, alguna vez se jugaba por un Merlot de alta gama – no se podía negar que el tipo tenía un selecto paladar.
-Me estoqueo- decía el porteño- entre la inflación y mis ganas de tener una buena bodeguita, ¡mejor me estoqueo! – agregaba con tono petulante.
“El porteño”, así comenzaron a llamarlo.
Desde el primer día tuvo trabajo, porteño de acá, porteño de allá, lo llamaban los lugareños; Marcelo por favor mi jardín, las señoras mayores; Marce, no te olvides de mí, la más jóvenes y seguramente con alguna pretensión.
El tipo era buen mozo y muy suspicaz. Tenía un humor irónico y filoso y dejaba entrever una cultura poco común en ese barrio de clase media -más para abajo que para la mitad- Parejas jóvenes que pudieron pagar el terreno en sesenta cuotas, separados, como él, que tuvieron que volver a comenzar y especialmente, matrimonios con chicos, el proyecto de una escuela primaria en la zona hacía al barrio, atractivo para esa franja.
Cada tarde, al volver de la vinería, Carlitos se sentaba en el jardín de atrás. Previamente ponía comida en los comederos y los pájaros comenzaban a rodearlo, era el único ritual amoroso de su vida, había logrado que aún los colibríes libaran agua con miel, de su propia mano.
Al atardecer, las golondrinas que aún no habían migrado, hacían su danza final, buscando el árbol-nido donde harían noche. A veces sus vuelos rasantes lo llenaban de emoción.
Carlitos era muy feliz, su hora dorada, decía, su hora de tibia caricia, que, en las ambigüedades de la vida, le habían traído esa sensación de completud. Estaba en paz.
Solía escuchar la voz ronca de Marcelo cantando siempre la misma canción de Fito: – “te vi. Juntabas margaritas del mantel, ya sé que te traté bastante mal”- mientras plantaba cincuenta Tuyas, pegadas al alambrado del perimetral, cuatro árboles frutales en el jardín de atrás, un Lapacho adelante. Dos Bignonias y una Santa Rita trepaban en el límite izquierdo a modo de pérgola, sólo había tendido algunos alambres para que las enredaderas treparan.
– ¡Pucha, che!- decía Carlitos- ¿no se te está yendo la mano? Me vas a dejar en sombras.
El otro se reía eufórico y respondía:
– Estoy modelando un nuevo hábitat, con lo que te gustan los pajaritos, ya me lo vas a agradecer. A propósito de plantas- decía el porteño- ¿sabés que tu Tilo está mitad en mi vereda? Es más, me va a molestar cuando haga el garaje.
Carlitos no advirtió eso cambios de humor en Marcelo. Las mierditas chicas de los hombres de la gran urbe. Llegarían las grandes, porque siempre hay grandes.
Seguramente el comentario sobre el árbol macho que no iba a florecer es un engaño- pensó Carlos.
Sin responder se fue a dormir amargado pensando en su Tilo. El árbol estaba erguido y majestuoso, hojas acorazadas formaban un follaje redondo y tupido, lleno de frescura. Seguiría esperando por esas amarillas inflorescencias con aroma dulzón que le recordaran su infancia, la casa de su abuela, los juegos con los primos bajo la hilera aromada de Tilos.
Últimamente el porteño estaba comprando tres cajas de vino por semana lo que lo hacía, además de vecino, un buen cliente.
Un día, Carlos le preguntó:
-Che, ¿para qué comprás tanto vino?
Ya se había dado cuenta que tomaba de más, el “no sé si eras un ángel o un rubí “sonaba cada vez más gangoso, era obvio que el alcohol hacía su proceso.
– ¡Y a vos que te importa! Ocupate de tus cosas y de una buena vez llamá a la municipalidad para que cambien de lugar ese Tilo de mierda, porque cualquier noche me chiflo y lo hago escarbadientes.
Carlos se sintió vulnerado, las mierditas ahora estaban creciendo en los ojos de Marcelo, enrojecidos por efecto del alcohol y su ira era desenfrenada. Carlitos no dijo nada, era un hombre simple y no tenía recursos para responder a esta intimidación. Se sintió desolado. ¡Otra vez problemas con los vecinos! Tanto entusiasmo puso en esa relación, tanto dar, tanto asistir… ¡ese terreno debía estar maldito!
Al día siguiente, como otros tantos, preparó tallarines con pesto y le alcanzó un plato a través del alambrado para suavizar la cosa.
Marcelo le agradeció, aunque su voz denotaba cierta incomodidad, pareció asunto superado.
Eso de pasarse comida en signo amistoso daba sus resultados, pero esta vez Marcelo no convidó un trago, tardó en devolver la atención y eligió hacerlo con una polenta con una salsa extraña.
Más tarde, cuando ambos regaban el jardín, Carlitos le preguntó la receta y escuchó con voz socarrona:
– ¡Fácil, fácil! Polenta con pajaritos.
Carlitos insistió con la pregunta, creyendo que había oído mal. Marcelo fue más cruel, le dio detalles de cómo había triturado gorriones y calandrias, del ruido de los huesos al romperse.
– ¡Reverendo hijo de puta! – pensó Carlos, pero otra vez calló. No pudo contener las arcadas, fue al baño y un vómito expulsivo cayó al inodoro salpicándolo todo.
Siempre callaba y de ese modo también era cómplice de sórdidos finales.
Esa misma noche mientras dormía, soñó que estaba en la selva y con un hacha cortaba un árbol.
Se despertó transpirado, el corazón latía rápido y también las sienes.
El ruido venía de la ventana de adelante, la del comedor. Se asomó asustado y vio a Marcelo con la motosierra lacerando el Tilo.
Otra vez enmudeció. Sentado en el sillón observaba al vecino destruir el Tilo iluminado por una luna llena que parecía reírse.
Tenía que reaccionar, alguna vez debería poner límites.
Fue a la cocina y buscó la caja de herramientas, revolvió sin saber que hacer. Un martillo se asomaba como una invitación. Lo tomó con las dos manos y como presagio de lo que vendría, golpeó el granito de la mesada que saltó en pedazos. Carlitos salió a la calle.
La práctica en el granito había sido la suficiente, con un golpe certero en la coronilla, Marcelo cayó y con él, una rama puntiaguda del Tilo se clavó en su vientre. Hubo gritos, la luna se estremeció y Carlitos no hizo nada más, sólo retomó sus pasos. Volvió a la cama, un aroma penetrante a tilas lo envolvió, lo acunó, y así se durmió, sin el menor remordimiento. Ya vendría el tiempo de enfrentar las consecuencias.
Autor:
Verónica Baronio