Publicado en: 04/06/2023 Martín Francés Comentarios: 0

— Me quiero confesar hoy Padre.

— Imposible, es demasiado tarde ya y no hay nadie para que te acompañe a tu casa.

— No me importa. Creo que lo necesito urgente.

— No es el momento, tengo horarios para eso y además está el confesionario cerrado.

— ¿Cómo puede ser Padre? Siempre esquivándome para no escuchar mis problemas, únicamente conmigo tiene esa actitud. ¿Acaso hay algo de mí que le molesta?

— ¡No, por favor! Mañana tengo un día complicado porque se acerca el domingo de Pascua. Te prometo en algún momento te voy a atender. Volvé a tu casa que ya es tarde, por favor. No me gusta que andes sola a estas horas.

Volvé a tu casa antes de que tenga otro problema más con vos y con tu madre, por favor te lo pido – se repetía en silencio mientras cerraba las ventanas.

 

Marina Sepúlveda retornó a su casa envuelta en llamas, no estaba acostumbrada a que no le llevaran el apunte y mucho menos que la trataran como si fuera una nena. Comenzaba a irrumpir en todo su ser la química de la adolescencia

Al entrar notó la angustia con la que su madre la esperaba. Sabía que su hija no andaba bien pero cada día le costaba más dialogar con ella. Marina la saludó al paso, entró a su habitación y cerró con ganas la puerta. Ella siguió preparando la cena. Unos minutos más tardes se le acercó, le dio un beso en la espalda, le pidió disculpas por el destrato y le dijo en tono afable:

— Me voy a bañar, no me esperes, no sé si voy a comer.

— Tranquila, no tengo apuro. Cenar sola no me gusta.

— ¿Y la abuela?

— Durmiendo. No anda bien. Le di un té y la acosté así descansa un poco.

— Bueno, me baño rápido y cenamos.

— Dale, te estoy cocinando algo que sé que te va a encantar.

 

Marina terminó de bañarse, se puso el camisón, un toallón enroscado en la cabeza, unas zapatillas viejas y se arrimó a la cocina. Al ver que su madre estaba terminando de preparar la cena, tendió el mantel sobre la mesa, puso dos platos, dos vasos, los cubiertos, encendió el televisor sin volumen y se sentó.

 

— Hace una semana que me esquivás, que no me dirigís la palabra, que llegás a cualquier hora. ¿Se podrá saber por qué?, le preguntó la madre mientras se acercaba con la sartén a la mesa y servía el omelette en el plato a su hija.

— Nada, no es con vos, bah, no sé, no estoy conforme conmigo misma.

— Bueno, acá estoy para ayudarte. Contame a ver qué puedo hacer por vos. La vida es hermosa pero no es fácil. Tiene momentos muy duros y es ahí, en esos agujeros negros, donde la gente que te quiere, te puede ayudar.

— Entre otras cosas… Quiero conocer a mi papá.

— Bueno Mari, en eso mucho no te voy a poder ayudar. Ya te conté más o menos como fue tu historia. Además, no sos la única persona en el mundo a la que le tocó. Yo tampoco conocí a mi papá y pude llevar la vida sin mayores dificultades gracias al amor incondicional con el que me crio esa persona que se está despidiendo…, le contestó su madre bajando el tono de voz, mientras señalaba con el cuchillo hacia el dormitorio de su abuela.

— Pero es distinto, tu papá murió cuando la abuela estaba embarazada, tengo entendido.

— Eso es lo que dijo siempre ella, le respondió levantando las cejas, arqueando los labios e inclinando la cabeza como quitándose crédito.

Por qué no puedo afrontar esta situación, la puta madre.

— ¿Y conmigo qué?, solo dieciséis años me llevas mami.

Otra vez hubo varios minutos de silencio. Solo se escuchaba el sonido asmático proveniente del dormitorio.

— ¿Te sirvo otro poco, hija?

 

17 años antes.

— Quedaste última para confesarte, que bueno…

— La semana pasada cuando nos besamos, me pareció escuchar algo. Me quedé con la idea de que alguien nos vio.

— Tenemos que tener más cuidado, nos vamos a meter en problemas.

Sobre todo, yo. Pero no tengo ninguna posibilidad de frenar esto, me supera, ya pasé la barrera de lo racional.

— No me importa mucho, en realidad no me importa nada. Escuchame bien lo que te digo: yo sigo arrodillada acá afuera hasta que vos me digas que puedo entrar, así, en esta posición, no veo nada.

La madre de Marina siguió simulando estar confesándose, esperó a que él le avisara que ya no quedaba nadie y entró al confesionario una vez más. El espacio reducido hacía que los movimientos fueran muy acotados. Ella se sentó enardecida sobre sus piernas dejando que sus labios la devorasen hambrientos. Su mirada, la de ella, perdida sobre alguna fuga ciega y cómplice, se entreveró con la de él que, tomándola de los hombros, e inclinando su cabeza hacia abajo, se descargó una vez más.

Ya no habrá apelación ante Dios.

Unos meses después, a la abuela de Marina la trasladaron al Hospital de Clínicas de Buenos Aires para cubrir una vacante de enfermería. Nunca se supo si le otorgaron ese traslado o lo pidió, pero lo cierto es que en Buenos Aires su hija iba a poder tener una maternidad sin prejuicios que la acorralen. Los dedos en las ciudades chicas apuntan muy rápido.

 

Al cabo de unos años, la abuela de Marina por cuestiones de salud, consiguió un retiro voluntario y por decisión de las dos, volvieron a su pueblo natal, que no era el de él, que solo estaba ahí como cura de la iglesia.

Para la madre de Marina, volver fue un desafío enorme. Debió acomodar su pasado a una historia acorde para lograr la indulgencia del pueblo.  Pero la parte más difícil, era saber cómo reaccionaría él al verla llegar y con Marina ya crecida. Si bien hubo un acuerdo de silencio absoluto, lo impredecible del ser humano era lo que a la madre de Marina la atormentaba. Ella sabía perfectamente dos cosas: que nunca contaría la verdad y que nunca le reclamaría nada. Él, por su lado, se mantuvo gélidamente estoico durante los años que siguieron a su reaparición

 

23 años después

Marina Sepúlveda tomó la decisión de viajar a Córdoba porque supo que el Padre Gabriel se encontraba descansando en un asilo de la congregación a la cual pertenecía, en la zona del Embalse del Rio III. Se comunicó telefónicamente y le concedieron un día y un horario de visita.

Dos meses antes de que Marina viajara, durante la noche mientras acompañaba a su madre en sus últimos días, sintió sus dedos tironear suavemente de la manga de su camisa, al mirarla vió que bajó los párpados como para que se le acercara:

— Hija… siento estar atravesando la salida ya y quiero hacerlo en paz.

— Estas en paz, mamá. Viviste dando todo por los demás, por la abuela, por mí, por tu propia vida. Hiciste lo que pudiste y sé que no fue fácil, contestó Marina mientras le acariciaba la mano y controlaba como caían las gotas del suero.

— Hija… quiero sacarme la última piedra de la espalda.  La abuela se llevó ese peso, pero yo no lo puedo cargar más.

— Decime tranquila, susurró Marina

La madre la miró a los ojos por varios segundos y bajando la mirada le dijo:

— Gabriel es tu papá, el Padre Gabriel, le respondió mientras le afloraban lágrimas sin aliento.

Marina se olvidó por completo de su madre. Se quedó sentada, cabizbaja, mientras le seguía contando cosas que ella no quería oír.

 

Cuando él se enteró de quién vendría a verlo, temió no solo por no querer afrontar esa situación cuarenta años después, sino también por su libertad.

— Buen día, mi nombre es Marina Sepúlveda. Tenía autorización para ver al Padre Gabriel, hoy entre las diez y las doce del mediodía

— Pero el Padre Gabriel no está más.

— ¿Cómo no está más? No me dijeron nada cuando pedí la cita

— Lamento informarle que el Padre Gabriel pidió un trasladado a Verona, Italia hace dos semanas, para colaborar con la asistencia a los refugiados afganos. — ¿Usted porqué tema venía?

 

 

Autor:
Martín Francés

Compartir