
10 de la mañana. En el mundo de las rosas se respira: OK.
Un pulmón de ciudad que se perfila como espacio verde. Un lugar nuevo que no sólo se ve, se respira. Un perfume que se percibe como uno solo, pero es de muchos o de muchas… ¿Flores tal vez?
Nuestra mirada se detiene ahora en los tonos. Primero el verde de una primavera que ya empezó. Los colores manchan y se hacen más nítidos. Perdemos altura y se ven las formas. Aguzamos la vista (quizás podríamos ser un par de aves rapaces… ¿“Caranchos”?). Como decíamos, nuestro campo visual se aclara a medida que bajamos la altura del vuelo. Ahora vemos tan claro como los gorriones o las calandrias que chillan y se acercan a nosotros con la intención de picotearnos. Volamos bajo. Paramos para posarnos en la cima de una colina artificial. Los lugareños la llaman “La Montañita”. Aquí se siente muy bien. Desplegamos las alas, estiramos nuestras patas y seguimos viendo el mundo. Pero lo que llamamos “Mundo” sigue bajando y entonces aparece el piso que se adivina, porque hay: césped, árboles y rosas. Miles. Agrupadas por color: rojos intensos, blancos y amarillos… Más allá un cartel que dice: “EL ROSEDAL”, y debajo, con letras más chicas: “Primer Gran Jardín Rosarino”.
10.30 AM. Retomamos el vuelo. Nos detenemos en la orilla de una fuente. Parece una laguna natural. Algunos juncos sirven de barrera entre las araucarias y un banco apoyado en una calle de
guijarros rojos. En el medio de la fuente, un chorro de agua lame los pies de una estatua que representa a una mujer desnuda tomando sol.
A pocos metros de la mujer de cemento que toma sol, otra mujer atrae nuestra atención. ¿Por qué ella? Está sentada en el banco que tiene forma de arcángel. La muchacha apenas se mueve. Está quieta, casi tanto como la estatua de la fontana. Será una chica de unos veinte años o quizás más. Viste ropa liviana de color claro. Chaqueta verde militar y pantalones en tono arena. Entre sus manos tiene lo que parece ser una partitura. Símbolos redondos, negros y blancos, acompañan una letra que se pierde en varios pentagramas que inician y luego se terminan en cada margen de la hoja.
Sin embargo, la chica no parece estar muy atenta a la lectura. Cada tanto gira la cabeza en dirección a la calle. Al lugar donde confluyen dos avenidas. También hacia el sitio de donde provienen voces, canciones de radio y gritos de chicos “trapitos” que pelean por monedas.
Ella vuelve a enderezarse, tratando otra vez de “estudiar” la canción. Un taconeo fuerte que golpea en el cemento la distrae. El ruido parece venir hacia ella. Una voz detrás de la espalda la inmoviliza más de lo que está. Adivina de quién se trata y gira la cabeza de nuevo para mirarlo.
Es un hombre alto de cabello oscuro. Viste un bléiser color crema y pantalón celeste claro. Lleva varias carpetas en la mano derecha y en la otra un bolso oscuro de tela parecido a los que se usan en los supermercados. Si no fuera por la bolsa y el detalle de que llegó caminando, se podría deducir que se trata de un abogado. Uno de los tantos que caminan por las calles de los “Tribunales de la Provincia”. El predio está ubicado a pocos metros del lugar donde está sentada la pareja. Es un edificio de mármol blanco, ocupa una manzana entera.
La chica se corre al otro lado del banco para ganar espacio. El que parece un abogado se quita el saco y lo deja doblado del revés, al costado de uno de los brazos del banco que se parece a un ángel. También acomoda entre los pies la bolsa, que parece pesada. Mira de nuevo a la muchacha.
–¡Hola! ¡Al fin podemos encontramos! –Le tiende la mano y sonríe. No le da tiempo a que ella reaccione, porque se inclina a la altura de la mejilla y la besa–. Ella roza apenas con los labios la piel rasurada. El aire cambia en un instante por una fragancia amaderada.
–¡Perdón por demorarme tanto tiempo en contestarte! Tenía ganas de verte. Es esta profesión que tengo. ¿Sabés? A veces no puedo hacer lo que quiero.
La chica se ríe y frunce la nariz como si le hiciera burla:
–No tenía idea de que una profesión impedía contestar mensajes de saludo o mantener una conversación corriente con una persona. ¡Vaya! Sos todo un misterio…
–¡Bueno! Supuse que posiblemente estarías enojada conmigo. Después de todo, tenés razón. Te debo una explicación –La mira a los ojos y junta las manos–. Lo siento mucho, Ana. Te pido disculpas…
La muchacha trata de cambiar el tono de voz para no parecer demasiado interesada. Se toca el mentón.
–¿Y se puede saber qué es de tanta importancia como para dejarme colgada varios meses?
–Te dije cuando nos encontramos que yo era abogado. No te aclaré que oficio de Fiscal, para ser más preciso. Este es el motivo por el que no pude contestar los mensajes que me enviaste por WhatsApp. En serio, no podía. Durante meses estuve vigilado y preferí no responder a tus llamadas. Por suerte, presentías que yo estaba en algún asunto complicado, porque recibí por mensaje de texto varios escritos tuyos que me gustaron bastante…
Ella ríe y baja la cabeza mirando al piso. Permanece un rato en esa posición y después vuelve a mirarlo.
–Bueno. Supuse que algo te pasaba. Me lo advertiste en nuestro primer encuentro, aquella tarde cuando nos vimos en el supermercado. ¡Qué loco! ¡Después de quince años! ¡Encontrarnos en ese lugar!
–Síííí, te comenté que estaba pasando por un momento de mi profesión bastante difícil. Estuviste muy discreta en ese momento. No sabés cuánto valoro que no hayas indagado más sobre el tema y te conformaras con tan poco. El caso es que temía que estuviera mi celular intervenido y la línea fija del estudio tampoco era confiable. Por suerte, hoy es la audiencia con el acusado. En un par de minutos. Te agradezco que hayas venido a este sitio para encontrarnos. El tipo es de los pesados, ¿sabés? Un mafioso. Está acusado por venta de drogas. Un narco que no tendría ningún escrúpulo en sacarme del medio de un plumazo. Tuve miedo por mi seguridad estos meses, pero también estuve muy preocupado por la gente que me rodea. Mis familiares, amigos y… ¡vos, por supuesto!
–No sé qué decir. Quizás deba agradecerte que hayas cuidado de mí, pero pienso que no tiene sentido vivir tan esclavo de una profesión, al punto de no poder iniciar amistad con alguien… En fin.
–Ana, vos no serías una amiga. Pretendo más que eso, pero necesito que no estés en peligro por mi culpa–. El fiscal acorta la distancia. Ahora está muy cerca de la chica y le dice algo al oído… Algo que a ella la hace estirarse y sonreír…
–Creo que sí. Podría el miércoles, después de mi clase de canto. ¿En qué lugar? En uno que sea lindo, iluminado y alegre –Vuelve a reír inquieta.
–¡Por supuesto, va a ser nuestra primera cita formal! Chau, Ana.
Hace varias horas que sobrevolamos el parque. Es el mes de septiembre. La temperatura: agradable.
Alguien baja las escalinatas de los Tribunales Federales por el flanco derecho. Seguro es una persona importante. Va rodeado de tres guardaespaldas vestidos de negro. El caballero custodiado viste ropa elegante. Lleva el cabello casi húmedo a causa del gel que untó con cuidado. Sus zapatos también brillan, los lleva meticulosamente lustrados con betún negro. Apura el paso para bajar los últimos escalones, mientras se acerca a uno de sus guardianes para murmurarle algo al oído. Parece ser una orden. Estamos parados a pocos metros de él. Posados en la rama de uno de los plátanos que están dentro de la playa de estacionamiento del predio, apenas si podemos escuchar qué dice.
–La audiencia salió bien. Pero necesito arreglar algo. Alguien está metiendo la mano en donde no corresponde. Últimamente tenemos un faltante de dos a tres kilos por envío. Un equivalente a tres ladrillos de la “blanca”. Quiero que lo atrapes… Se trata de alguien que trabaja por encargo. Ya sabes qué hacer con aquellos que me traicionan…
–Seguro, jefe. Quédese tranquilo. Yo me encargo del asunto. Los estamos rastreando. Los infiltrados en nuestro grupo esconden los paquetes en lugares públicos y gente de la competencia los recoge…
Perdemos el hilo de la conversación. Más allá de donde descansamos, nuestro fiscal está bajando por las escalinatas del flanco derecho de los Tribunales. Apenas un tiempo después de la salida de su acusado. Detiene la marcha para guardar un estuche en un bolso de supermercado. Parece algo pesado, pero no tanto como para romper las manijas de tela de la bolsa… ¿Una computadora de uso personal quizás? Tal vez en esta ciudad sea común que las personas camuflen cosas de valor en bolsas de supermercado para salvarlas de arrebatadores. El abogado cruza la calle Pellegrini, le entrega unos billetes al cuidacoches y se sube a un coche metalizado color gris.
Levantamos vuelo y nos alejamos del lugar justo al mismo tiempo en que el auto de vidrios oscuros se aleja y toma la senda de la calle Pellegrini para volver a bordear el Parque.
17 PM. Todavía hay luz.
Otra vez el Rosedal. Vemos desde las alturas una fuente de forma rectangular. El líquido que contiene es plateado y brilla. De nuevo tenemos sed. Queremos bajar, pero algo interrumpe el aterrizaje. Es otra pareja. Un adulto desaliñado acompañado de otro hombre que parece un niño. Ambos llevan en las manos dos bolsas negras. El joven arranca uno de los rosales que rodean la fuente:
–Me gustan las rosas. Esta será para la Marcela. Se pondrá contenta… –El muchacho arranca la planta de raíz y la mete con rapidez en la bolsa. No podemos ver su cara. El chico la oculta. Una capucha negra le sirve de guarida. Vemos el ceño fruncido del otro hombre que se le acerca y lo zamarrea…
–¡Prestá atención! Cubrime la espalda. ¡Esto no es la pavada! No tenés idea en la que nos estaríamos metiendo si algo sale mal. ¡Y vos robando un rosal! Caminá. No mires atrás. Tenemos que salir de este lugar –El hombre mayor toma del codo al chico y lo obliga a apurarse. La bolsa que lleva colgada del brazo contrario parece pesarle.
–¿Querés que los cargue yo?
–¡No, ni loco! Si algo les pasa a los tres paquetes de merca que tengo en mi bolsa, lo pagamos con la vida. Tenemos que apurarnos. Nos están esperando en el bunker del barrio “Las Flores”. ¡Dale, llevate el rosal en tu bolsa vacía! De lo más importante me encargo yo. ¡Como siempre!
Los dos siguen caminando, se acercan a una esquina. Cuando están a punto de cruzar la calle, la que separa un parque de otro, una camioneta de línea moderna casi los embiste. Del vehículo bajan dos hombres vestidos con ropas oscuras y anteojos espejados. Se acercan al adulto y al chico que robó las rosas y los inmovilizan tomándolos por las muñecas. La planta cae en el piso de adoquines grises. A la segunda bolsa que cayó la toma un tercer matón que sale disparado de otra de las puertas del blindado. La escena que sigue se desencadena tan rápido que apenas nos da tiempo para seguir mirando.
La camioneta arranca a toda velocidad. El vendedor de palomitas de maíz no parece haber visto nada. Los cuidacoches continúan conversando mientras lavan dos autos caros.
A pocos metros del lugar la chica que se llama Ana retoma el camino del parque. El taller de música está ubicado a unas cuadras de allí. La clase terminó. Le gusta caminar por el sendero angosto de piedritas rojas. Mientras lo hace trata de prestar atención a las últimas notas de la partitura que un amigo del taller de música le dio para que practicara. Una brisa imprevista la aparta de sus manos. Las notas se desparraman ahora en la calle.
“…El día que me quieras/ la rosa que engalana/ se vestirá de fiesta, con su mejor color/ y al viento las campanas/ dirán que ya eres mía/ y locas las fontanas se contarán su amor…/”
“El día que me quieras…”
Se apura a recogerlas. La canción no fue compuesta para ella, pero le gusta. Su amigo le había dicho que se trataba de un tango cantado por Carlos Gardel. ¡Qué buena la letra!
Desde lo alto dos chasquidos de picos huecos le hace levantar la vista. Son dos caranchos… Hace calor. La chica apresura el paso. Debe tomar el colectivo en la esquina. Pronto va a oscurecer. No alcanza a hacerlo. Un auto gris metalizado frena casi en paralelo a donde está parada. Se baja el vidrio de la ventanilla y una voz que conoce la invita a entrar.
–Subí al auto. Te llevo a tu casa. No estoy tranquilo sabiendo que caminás por estas calles sola. Además… No podía esperar hasta el miércoles. ¡Ah! Cuidado con la bolsa. Ubicala en el asiento de atrás cuando te sientes. Es mi computadora…
Autora:
Analía Rodríguez