Rio de Janeiro, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos tres meses, 6:30 a.m.
Infinidad de cuerpos yace diseminada en las calles de la ciudad.
Un chorro de agua helada golpea su espalda despertándolo. El hombre, que estaba dormido sobre las baldosas, todavía rígido por la postura tiesa que mantuvo la noche entera, tarda en reaccionar. No logra moverse demasiado antes de que un nuevo chorro arremeta contra él, arrollándolo como si fuera una bolsa de papas.
Todas las mañanas, desde muy temprano, el camión cisterna acostumbra a remover de esta manera los cuerpos que están esparcidos por las veredas. Ese robot gigante que aparenta tener vida propia, careciendo de corazón y de manos que lo conduzcan, dispara tiros certeros sobre todo lo que encuentre en su mira. Vuelan tachos, trapos, cuerpos, hojas, ramas. Se necesita limpiar la ciudad para que los citadinos comiencen su día en las calles sin basura que los estorbe. Este es su objetivo.
El anciano del puesto de verduras despliega los caballetes, apoya la tabla de madera sobre ellos y espera impaciente a los dos jovencitos que descargan los cajones del camión. Los muchachos deambulan como en cámara lenta. Mientras van y vuelven en el acarreo se pasan uno al otro el cigarro de hierba. Juegan propinándose pequeños empujones buscando desestabilizarse mutuamente la marcha. Ríen a carcajadas y sus ojos rojos lagrimean despejándose de lagañas.
El hombre de la vereda comienza lentamente a incorporarse, aventando su brazo a modo de protesta. Arrastrando sus pies de plomo, busca por los alrededores el envase descartable que la presión del agua hizo volar. Lo había dejado a su lado cuando quedó dormido anoche, después de hurgar en la sopa con la ilusión de descubrir algún trozo de carne grasienta escondido en el fondo. Abocado ciegamente a la búsqueda, no consigue encontrarlo y se resiste a convencerse de su pérdida.
Los muchachos comienzan a reírse con más estridencia al ver esa escena y luego prosiguen con su tarea ante el llamado de atención del viejo, que los amenaza con no pagarles si se entretienen con otras cosas.
Soplo el café. El humo empaña mis lentes interponiéndose entre mi vista y la ventana. Detrás de la nebulosa queda la imagen de la ciudad, que de a poco se va activando más y más, contrarrestando con la quietud de mi casa. Esta abertura es lo único que me conecta con algo de movimiento.
Hace tres meses que no puedo salir. Al principio, cuando lo intentaba, las palpitaciones y la falta de aire me impedían avanzar y el interior me succionaba. Ahora ya ni lo pruebo. Si al menos pudiera avanzar en la escritura, pero nada se me ocurre, no me atraviesa ni una minúscula idea que pueda activar mi cabeza y mis manos.
Rosario, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos dos meses, 7:00 a.m.
En el ventanal del tercer piso del edificio de enfrente la madre cepilla el pelo de su hija. La niña llora sin poder zafarse de las manos que sostienen con firmeza su cabellera. Esas garras tiran y tiran para no dejar ni un solo mechón fuera del amarre en una cola tensa y prolija. La otra niña, más pequeña, corre dando saltitos transportando bolsos, camperas y otros objetos. Por sus muecas se intuye que lo hace a los gritos. En realidad, todos parecieran gritar. El padre traspasa de una mano a la otra el pocillo al mismo tiempo que se pone el saco y acomoda su corbata. Es puro movimiento lo que se ve en el recorte de esos dos metros cuadrados.
Un potente bocinazo me despabila. La calle empieza a llenarse de personas y de autos. Los sonidos de las alarmas que se desactivan, las persianas abriéndose, el crujido de los motores y los gritos de los transeúntes van alborotando el ambiente. No me tengo que distraer. Continúo barriendo la vereda plagada de mugre, cuelgo afuera el cartel con la oferta de la lijadora circular y me apuro para terminar todo antes de abrir.
Por trasladar y colgar ese cartel ya arranco a trabajar cansada. No sé por qué mi hermano insiste con que sigamos ofertando esas lijadoras. Se entusiasmó porque las consiguió baratísimas y ahora el depósito está lleno de esas porquerías y nadie las compra. “Es incómoda -dicen todos- no sirve para lijar rincones porque es redonda”. Hace una semana se me ocurrió agregarle a la oferta una caja para guardar herramientas, para ver si así a alguien le interesaba, pero no.
Me recluyo en esta caverna, donde voy a estar metida hasta la hora de cierre.
Desde adentro, antes de que empiecen a llegar los primeros clientes, dirijo una nueva mirada hacia arriba y veo a las niñas besar a su madre e irse con el padre, que las espera mirando hacia una pared y sosteniendo la puerta abierta. Luego la mujer queda sola y permanece un largo rato parada con las manos en su cintura, como ordenando mentalmente los pasos a seguir. Ya comienzan a llegar los plomeros y gasistas que necesitan comprar los materiales antes de ir a las obras. Como de costumbre, están apurados y pretenden que los atienda lo más rápido posible.
Sé que pasará mucho hasta que pueda volver a levantar la vista.
Rio de Janeiro, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos tres meses, 9:30 a.m.
Aunque estuve toda la noche deambulando sin dormir desayuné como me sugirió el médico. Así voy instalando horarios que me ordenen una rutina, dijo. Ahora tendría que sentarme a escribir. No tengo el impulso de hacerlo. Me aproximo nuevamente a la ventana. El viejo terminó de acomodar las frutas y verduras sobre el tablón. Con su mano temblorosa agarra el pincel con pintura blanca y escribe sobre un pizarrón chueco “aguacate R$5”.
Los muchachitos se alejaron hasta el banco de cemento. Siguen balbuceando algunas palabras y sonriendo, ahora mudamente, con los ojos cada vez más entornados, esperando que les asignen la próxima tarea.
Un nutrido grupo de turistas sale de un edificio con las cámaras fotográficas colgando de sus cuellos. Rozagantes, cargan el ambiente de perfume, mezcla de jabón de tocador y protector solar, y se van metiendo en un minibús que los espera al cruzar la calle con “Así fue” de Juan Gabriel sonando a todo volumen. ¿Entrarán todos? Ingresan al vehículo apurados y vociferando a más no poder. El guía los va ubicando como sardinas en lata. Un par de minutos más tarde le indica con un silbido al chofer que están listos para salir y éste emprende raudamente la marcha. En media hora partirá el barquito que los va a llevar a recorrer las islas.
Por milésimas de segundos la calle recupera algo de calma y yo me sumerjo nuevamente en mi quietud.
Rosario, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos dos meses, 10:45 a.m.
Al fin la mujer del edificio se sienta a la mesa. Durante la mañana, en momentos en los que no había nadie en el negocio, pude levantar la mirada y verla ir y venir con los brazos colmados de ropa, juguetes, escobas… Ahora está abatida.
Ancla el codo en la tabla sosteniendo su cabeza con la mano. La palma abierta en la mejilla semeja estar prodigándole una merecida caricia. La otra mano mantiene el mate suspendido en el aire, cebado y sin tomarlo. Queda inmersa en sus pensamientos hasta que repentinamente se pone de pie, corre apenas las cortinas para atemperar el resplandor y se va a otra habitación que no puede verse desde aquí.
Un cliente empuja la puerta vaivén con vehemencia y me sobresalta. Hace poco se había ido y ahora regresa protestando porque olvidó comprar una llave inglesa para reemplazar la que se le rompió ayer. Aprovecha que volvió –según dice- y que no hay otros clientes, para pedirme tarugos de distintas medidas. Mejor así, pienso, si me mantengo ocupada no resulta tan monótona e interminable la mañana. Saco las cajas de la vitrina y comienzo a contar hasta llegar a veinte los tarugos de cinco, de seis, de ocho, de diez….
Rio de Janeiro, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos tres meses, 11:00 a.m.
No puedo concentrarme, no se me ocurre qué escribir. Ya tomé las tres tazas de café diarias permitidas por el médico y prácticamente recién empieza el día. Me acerco a la puerta, ¿hoy me animaré a salir? Las piernas comienzan a temblarme con solo pensarlo. No alcanzo ni a abrirla. Se me inundan de sudor las manos y vuelvo corriendo al sillón.
Faltan dos horas para que venga Matilde con las provisiones y, como es usual en ella, va a preguntarme si hoy no quiero probar salir hasta la calle. Otra vez tener que lidiar con su insistencia y la amenaza de que va a informárselo a mi hermana. El sermón que se reitera perpetuamente. “Ángel, ¿tomó la medicación? ¿Y, qué tal la inspiración hoy? ¿pudo escribir, aunque sea una palabrita? ¿vamos a probar ir a afuera a ver el sol?” Qué mujer tan tonta, es como si estuviera programada. Y a continuación “mire que le voy a tener que decir a su hermana”. Soy fóbico, no un niño caprichoso.
Estoy viendo que el hombre de la vereda fue recuperando algunas de sus pertenencias. Ahora arrastra su manta apelmazada, que chorrea litros de agua, hasta el zaguán de la casa de la esquina. No levanta nunca la mirada. Si lo hiciera creo que me escondería. No podría soportar que me pesque espiándolo. Se recuesta en la tela y se acurruca como un bebé. Mueve levemente su cabeza y da la impresión de que esbozara una sonrisa. El canto del mar lo arrulla. Hace movimientos lentos y precisos, como si estuviera jugando con una pelota. Apenas la roza con el arco del pie izquierdo y vuela alto, alto. Baja. No la va a dejar tocar el suelo por nada del mundo. Están solo ella y él. La arena intenta molestarlo metiéndose entre sus dedos y él la expulsa con cada patada. Cabecea. La pelota vuelve a subir. Es tan, tan amarilla que allá arriba se confunde con el sol. Ahí vuelve. Levanta la pierna derecha, la bola resbala en su rodilla y ahora vuela altísimo. Sube y vuelve a él. Nunca la va a dejar caer, nunca va a tocar el suelo, nunca… Mientras sigue sonriendo tiernamente, levanta los hombros hasta sus orejas con un gesto de timidez y continúa agitando sus piernas.
Me sobresalta la estridencia del timbre. Es asombroso el ímpetu que pone Matilde para todo, pero claramente donde más se esmera es en su modo de tocar el timbre. Atiendo el portero y su voz repite, como todas las veces, con su característico cantito “Bueeeen día Ángel, soy yo, ¿se acuerda que me manda su hermana con las compras?”. Increíblemente todavía no entiende que tengo síntomas fóbicos, no dificultad en la comprensión. Qué mujer.
Matilde representa el único contacto cercano con otra persona que tengo últimamente. Me quejo de cómo es, pero también admiro su fortaleza para enfrentar la vida. Hace cinco años llegó de Paraguay con su pequeño hijo, escapando de la miseria y de la inevitable condición de prostituirse para poder comer. Como está indocumentada solo puede acceder a trabajos informales. Se encarga de limpiar el estudio de mi hermana, que la representa en sus reclamos legales; y a pedido de ella, que no puede hacerlo personalmente, todos los medio días me trae comida, cigarrillos, hojas de papel y algunos productos de higiene.
Aunque me fastidia a veces que mi hermana esté tan pendiente de mí tengo que reconocer que es un alivio que sea así. Vinimos a este país siendo adolescentes, cuando mis padres tuvieron que exiliarse con nosotros de Argentina. Hace varios años ellos murieron y ahora solo nos tenemos uno al otro. Por supuesto que ella no puede contar conmigo para muchas cosas. Toda la vida estuve mal de salud y desde hace tres meses, cuando me robaron asestándome un piedrazo en la nuca, no pude salir más de casa.
Rosario, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos dos meses, 11:30 a.m.
Enciendo la radio. Sintonizo la frecuencia de rock ochentoso que suele escuchar mi papá. Está sonando “Héroes anónimos” de Metrópoli. Cómo me gusta esa canción, me recuerda a cuando era chica y él la cantaba. Cuando intentaba acompañarlo él siempre me callaba, enojado porque no había forma de hacerme entender que la letra decía Ceferino, no Cederino.
“Estamos atrapados en la misma red, viajando por un laberinto…”
Las mañanas se hacen eternas cuando no viene gente. Releí los mensajes del correo unas cinco veces, miré un montón de videítos y todavía faltan un par de horas para que llegue el almuerzo. Con razón mi hermano dijo que prefería hacer cualquier otra cosa antes que atender la ferretería solo cuando se accidentó mi viejo.
En un comienzo trabajaba algunas horas para solventar sus gastos. Después, hace dos meses atrás, cuando mi papá chocó con la camioneta y se fracturó las dos piernas en uno de los viajes en los que iba a buscar mercadería, aclaró que no podía cubrir el resto del horario porque va a la facultad; y yo no tuve mejor ocurrencia que ofrecerme a hacerlo, pensando que así, ocupándome con algo, zafaría de tener que estudiar. Mi hermano empezó a venir esporádicamente, antes porque cursaba, más tarde porque rendía, hasta que dejó de hacerlo. Paulatinamente fui quedando yo sola con todo. Y acá estoy, con permanente mal humor porque las horas no se me pasan nunca y los días son todos iguales.
“Todos somos héroes anónimos, …peleando con el corazón, combatiendo tanta soledad”. Esa canción sigue dando vueltas en mi cabeza.
La mujer del ventanal abre nuevamente las cortinas. Pone una caja de zapatos en la mesa y está sacando de ella pequeños objetos. Recorre cada uno con la mirada, los acaricia. ¿Qué son? No alcanzo a ver. Los contempla como si fueran su secreto tesoro, el que no puede sacar del escondite cuando están todos en la casa. Ahora parece estar llorando. ¿Es una foto lo que tiene en la mano? Sí, creo que es una foto. Toca sus labios con el dedo índice y luego lo desliza sobre la imagen, rozándola con ese beso. Saca después algo más grande y pesado. Es un libro. Lo abre y comienza a leer. Por momentos levanta la mirada como si estuviera escuchando amorosamente a alguien, pero no tiene a nadie enfrente suyo, o al menos eso es lo que veo. Baja nuevamente la vista y continúa leyendo. Sigue haciendo lo mismo, como alternándose con otra persona en la lectura, hasta que, como si se hubiera asustado con algún imprevisto, guarda todo de nuevo en la caja, la cierra y la lleva a otra habitación. Ya no alcanzo a verla.
Qué suerte, ahí está llegando el cadete de la rotisería con el menú.
Rio de Janeiro, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos tres meses, 1:15 p.m.
El bullicio que viene de la calle es tan intenso que despierta mi atención. A decir verdad, cualquier sonidito conseguiría hacerlo porque desde que se fue Matilde estoy en la misma silla, frente al papel en blanco, aplacado por la angustia y divagando.
Me acerco a la ventana y veo que son los mismos turistas, ahora regresando al hotel para almorzar. Tanto sol y mar parece haberlos alterado más en lugar de apaciguarlos. Todos comparten el modo de vestirse, de hablar chillando. Solo uno es diferente, un adolescente que desentona por su edad y por su cara de amargura. Da la sensación de que se hubiera equivocado de grupo.
Ver el fastidio en su rostro me recuerda a mí cuando llegué a este país. Tendría más o menos esa edad. Qué enojado estaba. Tuve que dejar todo de un día para el otro y de repente estaba rodeado de un idioma que no entendía y muerto de miedo. No pude ni siquiera despedirme de Marga, mi hermosa Marga, con su mirada tan tierna. Moría de amor al verla acercarse con la pollera gris del uniforme, enroscada en su cintura transformada en una cortísima minifalda, y dando saltitos con sus largas piernas hasta llegar a colgarse de mi cuello. Juntos pasábamos horas y horas leyendo poesías, un verso cada uno, y las analizábamos. Nada parecía tener la potencia suficiente para empañar ese amor. Y me tuve que ir. Nunca más la busqué, ni siquiera intenté volver a Rosario. Primero porque acá nos vivíamos mudando de una ciudad a otra y permanentemente estaba intentando acomodarme a un nuevo lugar, cosa que nunca lograba fácilmente; y después porque supe que se casó con Gonzalito Echagüe. Pensar que juntos nos reíamos de los comentarios pavos que hacía él, que solo se ocupaba de sus músculos y de tener chicas dando vueltas alrededor suyo. En el colegio lo habíamos apodado “el chico éxito”, deportista, musculoso, simpático, lindo y extremadamente narcisista. Hace unos años mi hermana estuvo allá y lo vio en un congreso de derecho laboral. Mi prima después le contó que Gonzalito, apenas se recibió de abogado, se casó con Marga y tuvieron dos hijas. Y que sigue siendo tan tonto como en aquella época. De Marga no pudo saber nada más.
Nunca logré tener la fuerza suficiente para volver, mucho menos para buscarla. Ahora ya pasó demasiado y todo quedó lejano en el tiempo.
Vuelvo a poner mi atención en la calle. Una señora muy efusiva, seguramente la madre del muchachito, con un pareo colorido amarrado a sus caderas, un sombrero alado de rafia blanco y gafas de moscardón, lo empuja con sus manos y sus palabras. Mientras tanto él infla los cachetes y, revoleando rítmicamente los ojos, suelta el aire de forma abrupta hacia arriba, como dando oxígeno a su cabellera fosca. Contrasta demasiado con los demás, a quienes pareciera no alcanzarle sus rostros para albergar semejantes sonrisas. Todos se despiden del guía, incluido -en esto sí- el jovencito, que agita levemente la cabeza; y se va el minibús, ahora también con Juan Gabriel de fondo, pero con una canción más lenta, acorde al clima de despedida. La algarabía de los turistas sumada al fondo musical de “Abrázame muy fuerte” se va disipando en el aire hasta perderse.
Rosario, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos dos meses, 2:30 p.m.
La mujer del tercero abre las cortinas y a escasos minutos comienza a ir y venir cargando gigantes pilas de ropa. La va dando vuelta, la dobla y la distribuye en distintos montoncitos. Huele las sábanas asoleadas. Ese perfume parece transportarla hacia gratos recuerdos porque se la ve sonreír abrazándolas. Se seca una lágrima con el envés de la mano. No es tristeza lo que la invade, es plenitud.
La sonrisa persiste en su rostro cuando regresan el marido y las niñas, que la besan y tiran sus mochilas y abrigos para salir corriendo hacia otra habitación.
Quedan los dos solos y se saludan con un distante choque de mejillas. Luego permanecen eternos y tensos minutos ensimismados y sin interactuar, ignorando cada uno la presencia del otro. Fugazmente él abandona la escena y ella continúa allí, doblando la ropa con la mirada dura clavada en un punto fijo.
Rio de Janeiro, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos tres meses, 3:30 p.m.
El hombre de la vereda perdura aún en la manta. Súbitamente se incorpora, camina encorvado un par de metros, se acerca hasta un bote de basura y revisa su contenido. Saca un vaso plástico y sorbe el líquido que aún le queda. Descubre asombrado un paquete, lo abre y come con desesperación su contenido, unos trozos de pan mordisqueados y embebidos en salsa que sin duda debe estar rancia.
El viejo verdulero ve al camión doblando la esquina y llama a los muchachos, que acaban de terminar la cuarta botella de cerveza, para que carguen nuevamente los cajones. Caminan como anestesiados hasta el puesto y empiezan con la labor que les demandará una eternidad.
Y yo continúo acá, encerrado y sin escribir. Tengo la certeza de que nadie va a venir ni iré a ningún lugar. Estoy solo y seguiré estándolo. Si llamo al doctor y le cuento que estoy mal, probablemente él pueda revisar la medicación y… no, me va a decir que vino a verme hace poco, que tengo que tener paciencia, que… todo lo mismo de siempre.
Rosario, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos dos meses, 4:30 p.m.
Creo que ya no va a venir nadie más. Estoy tan cansada. En media hora voy a poder irme a casa a mirar series hasta dormirme. Mañana me espera una jornada igual a la de hoy, y a todas las venideras. Quizás si hubiera elegido estudiar algo, como mi hermano, tendría otras cosas más interesantes para hacer al salir de acá.
Si cierro los ojos puedo adivinar qué está pasando a esta hora en el tercer piso de enfrente, porque todos los días ocurre lo mismo. Y de la misma manera, si alguno de ellos, la mujer, por ejemplo, que está todo el tiempo en la casa, mirara hacia acá también vería siempre lo mismo.
Levanto la vista. El hombre reposa en el sillón con la mirada atenta y fija. Seguramente frente a él está el televisor encendido. Ya se cambió el traje y la corbata por ropa deportiva. En media hora permanecerá un momento parado al lado de la puerta antes de abrirla, como hace cada vez que va a salir, chequeando su apariencia frente a lo que debe ser un espejo colgado, y se irá a correr o al gimnasio.
Las niñas, sentadas a la mesa hacen sus tareas escolares. ¿Y la madre, dónde estará?
Van a ser las seis de la tarde. Descuelgo el cartel y lo entro. Cierro y me voy.
Rio de Janeiro, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos tres meses, 8:00 p.m.
Los negocios cierran sus puertas y persianas y las calles de la ciudad se van vaciando. Cada uno guarda sus pertenencias y acude a su hogar para refugiarse antes de que llegue la oscuridad.
El hombre de la vereda se sienta apoyado contra la pared y saborea la sopa que le entregaron hace instantes los de asistencia social en el envase de plástico. Luego se recuesta resguardando el único bien que posee, su propio cuerpo, y se dispone a descansar terminando el día, igual a todos los días de los últimos tres meses.
Rosario, martes 5 de octubre, igual a todos los martes de los últimos dos meses, 9:30 p.m.
Me acomodo en el sofá para ver algunos capítulos de la serie masticando una porción de tarta que compré al salir del negocio. No creo que aguante mucho sin dormirme. Además, no debería trasnochar porque tengo que levantarme muy temprano.
A esta hora se deben estar cerrando las cortinas del tercer piso del edificio de enfrente de la ferretería y la familia se estará yendo a descansar. Cuando amanezca comenzarán el día de la misma manera que todos los días laborables de los últimos dos meses.
Rio de Janeiro, miércoles 6 de octubre, 6:00 a.m.
Incontable cantidad de cuerpos duerme desperdigada en las veredas. Algunos tendidos en pedazos de frazadas o cartones, otros directamente sobre las baldosas.
Me está resultando inevitable que los ruidos de la mañana me encuentren despierto. El insomnio se ha convertido en mi más incansable perseguidor.
El camión cisterna comienza con su tarea cotidiana. Un estruendoso torrente de agua arremete sin piedad, saca abruptamente a la ciudad de su letargo nocturno y comienzan a volar por los aires envases, ramas, papeles, cuerpos…
Me asomo a mirar, allí está la mole escupiendo sus característicos chorros que empujan todo lo que esté a su paso. ¿Dónde está el hombre de la vereda? Usualmente amanece en el mismo rincón y ahora no lo veo. Sin embargo, su manta está allí. Estuve toda la noche en vela y no oí nada que llamara mi atención. ¿Qué sucedió con él? No tengo a quién preguntarle porque no puedo traspasar la puerta de mi casa. Tampoco sé su nombre, es uno de los seres anónimos que habitan esta ciudad.
Me preparo un café y vuelvo a acercarme a la ventana. No está. Transcurren las horas, todo continúa el ritmo habitual pero el hombre de la vereda sigue aún sin aparecer. No creo que Matilde pueda decirme algo sobre eso.
Rosario, miércoles 6 de octubre, 7:00 a.m.
Salgo a barrer la vereda, miro hacia el edificio y las cortinas del tercero están cerradas. Saco el cartel, lo cuelgo y vuelvo a mirar. Se mantienen sin correrse ni un milímetro.
Pasan los minutos, las horas, y no hay movimiento en el ventanal. ¿Qué habrá sucedido con esa familia? Y dónde estará la mujer, que era la única que continuamente permanecía allí. No sabría a quién preguntarle por ella. Nunca la vi en la calle ni conozco su nombre.
Rio de Janeiro, miércoles 6 de octubre, 12:30 p.m.
Miro una y otra vez y el hombre de la vereda no está. La intriga me carcome, ¿qué habrá sucedido con él? ¿Dónde estará? Ya tomé los tres cafés y no puedo mantenerme quieto.
La incertidumbre ahora no me paraliza, al contrario, no encuentro la manera de aplacar la inquietud que me provoca. Empujado por el impulso de la impotencia, me ubico frente a la hoja en blanco y al fin comienzo a escribir “Seres anónimos. El hombre de la vereda hoy desapareció…”
Rosario, miércoles 6 de octubre, 13:30 p.m.
Transcurrió toda la mañana y las cortinas del tercer piso todavía no se abrieron. La presencia de esa mujer me acompañaba y ahora no está. ¿Qué habrá pasado con ella? Con frecuencia se la veía muy triste. Tal vez si en alguna oportunidad hubiera mirado hacia afuera me habría visto y quizás hasta llegábamos a saludarnos. De alguna manera estaba conmigo. Y a ella se la veía tan sola… Somos seres anónimos una para la otra. La veo constantemente y no sé cómo se llama. Ella ni siquiera sabe que existo. Las dos combatimos con nuestras soledades y siento que vamos perdiendo.
Hoy se me está haciendo insoportable estar acá. La aguja del reloj de pared apenas se mueve, el tiempo está detenido, no pasa nunca. ¿Cuánto más voy a soportar? Esta rutina me sofoca, ya nada me motiva. Estoy harta de los plomeros, de los gasistas y de todos los que vienen buscando “el cosito para el cosito” y no te saben explicar qué es lo que necesitan. Cansada de los comentarios sobre la no practicidad de la lijadora circular y sobre cuánto hace que tenemos publicada la misma oferta. Qué les importa. Si supieran que el depósito está repleto de esas benditas lijadoras inútiles y que, si por mí fuera, estaría dispuesta a tirárselas por la cabeza a cada uno que hace un comentario despectivo. Creo que ya es evidente que mi período acá terminó. Ya está, basta. Hoy mismo le voy a decir a mi papá y a mi hermano que no cuenten más conmigo. Tengo que frenar las vueltas y ponerme a pensar seriamente en qué carrera podría gustarme seguir en la universidad.
Autora:
Graciela Roselli