Publicado en: 28/09/2024 Eduardo Lowcewicz Comentarios: 0

El joven iba caminando lentamente por el callejón entre los escuetos yuyales hacia la casa del encargado de la finca, con la cabeza baja en esa especie de sumisión que lo invadía cada vez que tenía que pasar por la tranquera de las grandes propiedades. La brisa levantaba desde el campo recién arado un polvo seco y brillante por los rayos del sol de la mañana, a lo lejos los cerros se iban coloreando con los tintes ocre azulados de ese amanecer y todavía no se sentía el agobiante calor de esa época del año.

Cipriano, el encargado, un hombre robusto con el rostro curtido por largas jornadas de trabajo en el campo, estaba sentado en una banqueta de paja bajo la tenue sombra del cañizo que se extendía en el frente de la vivienda,  disfrutando de los primeros mates con los que habitualmente iniciaba el día. Al levantar la mirada, quizás alertado por los ladridos de los perros, lo vió venir a lo lejos. Lo conocía desde niño cuando todavía vivían en el caserío que se había desparramado a la orilla de la ruta a través de los años. Familias que se habían ido asentando en la estrecha franja de tierra que parecía no pertenecer a nadie entre el camino y la vía del ferrocarril.

Algunos, como su padre, se habían establecido en ese lugar cuando existía un puesto de señalización para los trenes de carga que pasaban a diario y solían contratar personal para algunas tareas de apoyo. Otros se sostenían con puestos de venta de frutas de estación, bebidas y comestibles debajo de tinglados de paja ubicados al borde de la carretera y eran frecuentemente requeridos por camiones y viajeros que, de alguna manera se preparaban para iniciar, a partir de ahí, último lugar poblado, el solitario y quizás peligroso recorrido de casi trescientos kilómetros de desierto.

Con el tiempo se fueron estableciendo en la zona pequeños productores agrícolas, interesados quizás por el bajo costo de los terrenos pese a que, el agua escasa que de vez en cuando corría por las acequias, apenas alcanzaba para la subsistencia de los pocos parrales de uva y algunos frutales que cultivaban con mucho trabajo y la esperanza de lograr alguna vez la gran cosecha que les mejore la vida.

Cipriano había ido aprendiendo las diversas tareas campestres en esas fincas cuando temporariamente necesitaban brazos adicionales para algunas actividades y entonces requerían, con bastante frecuencia, gente de la zona especialmente en la época de cosecha cuando la uva ya madura debía sacarse rapidamente antes de que comience a deshidratarse por el fuerte sol del verano perdiendo peso y calidad.  La cosecha era el momento del año más esperado, muchos días con trabajo seguro, y que además  se pagaba a destajo de acuerdo a los kilos de uva que cada uno volcaba en el camión. Era la oportunidad de sentir cómo el esfuerzo que realizaba, muchas veces ayudado por la familia donde todos colaboraban en llenar de racimos las gamelas, se veía de alguna manera recompensado económicamente, aunque sólo fuera en realidad una especie de competencia entre los mismos cosechadores, entre los mismos vecinos.

Esas noches de los sábados, luego de la paga, el pueblo entero se convertía en una fiesta, las familias sentadas en las puertas de sus casas disfrutaban en interminables tertulias de la fresca brisa de las montañas, los jovenes paseaban o se reunían en sus lugares preferidos y la mayoría de los hombres se juntaban en el único bar que había para beber, buscando que el alcohol los anime, les brinde aunque sea una fugaz dicha, un desahogo de los rudos trabajos que reiteraban día a día para sobrevivir, y la madrugada los encontraba retornando a sus casas “empapados en alcohol”, como dice Serrat en su canción.

Si bien las condiciones de vida del pequeño poblado eran dificiles y sufridas, las carencias que había, al ser compartidas por todos, de alguna manera hacía que fuera más tolerable la pobreza, puesto que tampoco tenían ante sus ojos otras vidas diferentes donde mirarse.

El joven traspasó la tranquera que estaba abierta acercándose a la casa.

  • Buenos días

El encargado lo miró, a pesar de que lo conocía, con esa cierta altivez que surgía del puesto que ahora ocupaba

  • Buenos días, que lo trae ?
  • Estoy buscando trabajo. Me han dicho que están por plantar algunas hectáreas. Acabo de terminar la escuela y quiero empezar a trabajar en el campo.
  • Venga, sígame que le quiero mostrar algo.

Caminaron hacia uno de los extremos de la casa, al costado de un recio y viejo algarrobo, de ramas fuertes retorcidas por el tiempo y por los vientos ardientes que a menudo bajaban de los cerros, un sobreviviente de los años y también del extenso desmonte recién terminado que se abría por detrás.

Cipriano, un poco divertido al ver la cara de asombro del joven frente a la inmensidad del terreno que se presentaba ante sus ojos, le dijo:

  • Son doscientas hectáreas, es gente de afuera, creo que de Buenos Aires y van a plantar uva fina para hacer vino.
  • Pero de dónde van a sacar agua para toda esta tierra?
  • Dicen que van hacer unos pozos profundos, una gran cisterna para acumular el agua y de ahí van a regar todo manejado desde una computadora. Toda la finca la quieren manejar con una computadora, pero la verdad es que no lo creo hasta verlo.
  • Y donde se aprende eso?
  • Según escuché en la agrotécnica que está por la ruta cruzando las vías donde todavía pasa el tren.
  • Y podré tener trabajo si me enseñan estas cosas nuevas?
  • Me parece que si esto anda, se necesitarán trabajadores que sepan cómo hacer funcionar cada cosa.

Esa noche el joven se juntó con sus amigos de siempre y entre botellas de cerveza les contó lo que había hablado con Cipriano, de la enorme finca que se iba a establecer cerca del pueblo, de las nuevas tecnologías que pensaban implementar para mecanizar y automatizar la mayoría de las tareas agrícolas que requerían los viñedos, tareas que hasta el momento se hacían en su mayoría con el esfuerzo físico de los trabajadores.

Estaba muy entusiasmado al sentir que por primera vez se presentaba la posibilidad de tener un trabajo fijo que no fuera estar todo el día con la anchada encalleciéndose las manos, y que el estudio le daba una oportunidad de poder vivir un poco mejor sin tener que pensar en irse de su terruño. Y ese entusiasmo se los transmitió al grupo con el que compartía momentos de su vida.

  • Por qué no vamos mañana a la agrotécnica para averiguar por los cursos – propuso con cierta firmeza.

Al día siguiente el joven y varios de los convocados partieron en bicicleta hacia el establecimiento educativo que se encontraba a unos quince kilómetros, iban divertidos como iniciando una gran aventura por la ruta bordeada de hileras de álamos alargados  que se agitaban con la suave brisa de la mañana.

Todos se inscribieron en los cursos de capacitación sobre nuevas tecnologías agrícolas especialmente aplicadas al cultivo de la vid. Las clases empezaban la siguiente semana.

En los meses sucesivos, el pueblo entero que ya estaba al corriente del establecimiento de la gran finca, se vió invadido por un montón de camionetas y vehículos con los que se trasladaban los agrimensores, los ingenieros agrónomos, los técnicos de las varias especialidades que requería el proyecto, los contratistas, los proveedores, todo un mundo de caras nuevas que alteraba la tranquilidad a la que estaban acostumbrados.

Pero también aparecieron muchas oportunidades, se abrieron algunos bares, se pusieron comedores que se llenaban al mediodía, pequeños mercaditos que empezaron a vender comestibles y bebidas de marcas costosas, ferreterías y otros comercios para satisfacer las múltiples necesidades de los que trabajaban en el proyecto.

Los cursos terminaron casi simultáneamente con la puesta en funcionamiento del sofisticado sistema de riego de la finca, el joven Marcos aprobó todos los exámenes obteniendo el ansiado certificado que por fin lo habilitaba para trabajar. Radiante se dirigió a la casa del encargado, el paisaje había cambiado notablemente, grandes galpones donde se alcanzaban a ver varios tipos de máquinas esperando ser utilizadas,  un enorme reservorio lleno de agua cristalina con una leve coloración azulada que reflejaba los rayos del sol, y la enorme extensión de tierra desmontada que lo había asombrado, ahora estaba cruzada por largas hileras de mangueras negras que con pequeños goteros iban regando las estrechas franjas a su lado, dándole vida a los miles de plantines que empezaban a erguir sus hojas de un verde intenso salpicando de color el amarillo ocre del suelo aún sediento.

Más allá vió a Cipriano parado cerca de una de las hileras, estaba mirando las gotas de agua que caían ritmicamente al costado de cada plantita, como si todavía no creyera lo que estaba viendo. Se lo veía un poco desanimado puesto que si bien se consideraba parte importante del emprendimiento, la complejidad de las tareas lo había ido relegando de su lugar de encargado, pasando a ser un colaborador más del ingeniero.

  • Como está, don?  Las plantas se ven muy bien, parece que la tecnología funciona.

Le dijo al acercarse.

  • Ahí lo ve, parece que sí. Pero hay que ver si esto que se ha instalado se va a aguantar los rayos de este sol que quema en verano, los vientos fuertes que traen una polvareda que penetra en todos lados y a veces no nos deja respirar, las heladas y también la permanente sequedad en la cual nosotros y las plantas nos acostumbramos a vivir.
  • Ya terminé los cursos en la agrotécnica y bueno, vengo por el trabajo.
  • Sí, hace falta personal que sepa de ésto. Vaya por la oficina y dígale a Graciela que lo mando yo para le haga los papeles así puede empezar el lunes.

Cuando salió de la oficina el sol ya se estaba ocultando detrás de las montañas, era un atardecer sereno, algunas nubes rojizas que estaban estacionadas sobre los cerros parecían reflejarse en el campo. Comenzó a caminar hacia el pueblo en ese silencio apenas interrumpido por el aleteo de algunos pájaros y el rumor de sus pasos en la tierra suelta,  en un momento, sin poder contener la alegría  empezó a correr entre los retamos florecidos. Sentía que el futuro estaba un poco más cerca.

Unos días después empezó a trabajar como operador del sistema automatizado de riego. Los técnicos que habían puesto en funcionamiento los equipos y que todavía permanecían resolviendo algunos detalles fueron instruyéndolo en el manejo de cada uno de los controles. Hasta que pudo desenvolverse solo.

Las plantas fueron creciendo, necesitaban al menos tres años para empezar a dar sus primeros racimos y sólo entonces realmente empezarían a verse los resultados del esfuerzo invertido. Marcos disfrutaba de las tareas que diariamente cumplía y confiaba  en que se lograrían estupendas cosechas, lo que le daba alguna certeza sobre la continuidad y probable mejoramiento de sus condiciones laborales.

Unos meses antes de la primera cosecha una grave crisis económica afectó al país, en el pueblo como en otras ocasiones no le prestaron mucha atención a esas noticias, estaban tan lejos de Buenos Aires que para ellos era como si vinieran de otro mundo, lo que allá sucedía en ningún momento había llegado a modificar sus carencias y las condiciones de pobreza en que vivían.

Pero en esta ocasión todo iba a ser muy diferente, el establecimiento de la gran finca  había creado puestos de trabajo de nivel técnico con buenas remuneraciones a los que habían accedido Marcos y otros jóvenes de la zona, además  generaba un importante movimiento de personas, de camiones, de máquinas que se abastecían en los comedores, mercaditos, y demás comercios que aparecieron en el pueblo, en suma se había mejorado la vida de muchos, ahora tenían una cierta continuidad en los ingresos, una perspectiva de futuro de la que antes carecían, y también casi sin darse cuenta habían empezado a conocer el mundo del consumo.

No pasó mucho tiempo para que la crisis que parecía tan ajena se empezara a sentir, lo primero que Marcos advirtió es que los técnicos de los proveedores de equipos tecnológicos que regularmente se acercaban para verificar su funcionamiento dejaron de venir, luego por el gran aumento de los combustibles y la energía se fueron modificando o eliminando muchas de las tareas mecanizadas, también se fue reduciendo el personal de mantenimiento y se suspendieron las compras de repuestos, especialmente los importados.

En el pueblo,  día a día fue menguando la cantidad de personas y de vehículos que pasaban, cada vez menos se ocupaban los comedores y los bares, también se fueron reduciendo las compras de distinto tipo que realizaba habitualmente la administración de la finca para su funcionamiento.

Lo que parecía para todos algo pasajero se fue extendiendo largamente en el tiempo. Los comercios se fueron cerrando, algunos volvieron a instalar sus puestos de venta al costado de la ruta,  otros comenzaron a hacer algunos trabajos en la finca que antes  hacían las máquinas.

El programa de riego que operaba Marcos continuó funcionando varios meses más hasta que, poco a poco, algunos sectores dejaron de andar por la falta de componentes importados, la tecnología avanzada empezó a fallar en ese lugar remoto no sólo por las duras condiciones climáticas a las que se veía sometido sino porque los costos del mantenimiento que necesitaba lo hacían inviable.

Una tarde Cipriano, que había recuperado su función de encargado, se acercó al recinto donde trabajaba Marcos,  cruzaron una fugaz mirada, ambos sabían que ese momento podía llegar, Cipriano casi sin palabras le entregó una anchada indicándole con un leve y taciturno gesto las viñas donde ya se empezaba a notar las falencias del sistema de riego.

Marcos salió con la herramienta en sus manos, era un atardecer sereno, algunas nubes rojizas estaban estacionadas sobre los cerros, miró con tristeza las largas hileras de verdes y frondosas plantas que se extendían más allá de donde se alcanzaba a ver, y entonces soltó el mango de madera que cayó casi sin ruido sobre la tierra suelta, lentamente se dió vuelta y comenzó a caminar.

 

Autor:
Eduardo Lowcewicz

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