Publicado en: 28/09/2024 Analía Rodríguez Comentarios: 0

Ojalá se cumpliese cuanto dices, Oh forastero, que bien pronto conocerías mi amistad, pues te haría tantos regalos que te considerara dichoso quien contigo se encontrase.

La Odisea, Canto XIX, Encuentro de Ulises con Penélope

 

La mañana en que se cerró el trato resultó ser algo fresca y con un pálido sol que apenas calentaba.

La ciudad de Rosario todavía dormía, cuando en uno de sus barrios que luego tomaría el nombre de “Barrio Pichincha”, para ser más precisos, en una habitación de una de las tantas casas de “Tolerancia” que para ese entonces funcionaban en el corazón de la gran urbe una muchacha acababa de despertar. En otra de las salas de esa misma casona llamada en forma peyorativa por los vecinos como “La casa de las chivas” se preparaban los firmantes para dar fin a un extraño contrato.

Acuso recibo por ciento cincuenta mil pesos ($150.000), valor estipulado por acuerdo de mutuas partes, para la desvinculación de obligaciones contractuales que la señora Ana Antonia Macró contrajo en concepto de prestación de tareas domésticas y afines con la señora Lys Peiró, propietaria de la “Casa de Señoritas”, finca ubicada entre las calles Vera Mujica y Tucumán de la ciudad de Rosario.

El texto de pocas líneas alcanzó solidez legal cuando las partes se inclinaron para firmarlo al pie: la “Madama” y el señor que venía de la ciudad de San Rafael (provincia de Mendoza) y que “acompañaría en el viaje de regreso a la residente Ana Antonia Macró, oriunda también de dicha localidad”.

Esa misma mañana, Ana Macró despertó muy temprano, sobresaltada por el canto del gallo apodado el “Rojo” y los gritos de la rubia del sexto que había llegado el día anterior. La chica lloró casi toda la noche. En la madrugada intentó consolarla, le golpeó la puerta, pero la muchacha no le abrió. Cuando más tarde pasó cerca de la cocina, la Madama le salió al paso para encargarle un pedido.

–Ana, andá ahora a comprar el pan. Hoy tenemos un asunto que negociar y te necesitamos temprano en la cocina. Posiblemente tengas que arreglarte para salir más tarde. ¡Dale, apurate!

Cuando regresó y dejó las compras en la mesada del comedor, observó que afuera, en la galería, se percibía una luz clara algo amarillenta. Tuvo curiosidad de saber quiénes estaban en la sala de estar. Entonces lo vio. Estaba atento a lo que se leía, y tenía la mirada puesta en un papel que parecía ser un contrato. Al fin él la había encontrado.

–Ana, el señor te lleva de nuevo a San Rafael. Buscá tu ropa y partí nomás. Las chicas están en el patio. Que tengas un buen viaje.

La gerente se despidió sin demasiadas ínfulas, pensando en que tendría que contar de nuevo el dinero y esconderlo bajo del colchón.

En la pieza, Ana metió la única muda de ropa que tenía en un bolso de tela. Cuando llegó al patio corrió para abrazar al grupo de mujeres que querían saludarla. Las “chivas” se acercaron lo más que pudieron para tomarle por última vez las manos. Caminaban por el patio, entre los yuyales y las cabras. Iban descalzas. Algunas se movían lentas como si llevaran en sus espaldas el peso de años malos.

–¡Ya, Ana! ¡Estaremos bien! ¡Andate, ahora! –El grupo de mujeres se reunió para flanquear el paso de cualquiera que pudiera interponerse en la partida. Ana corrió hacia el alambrado que separaba el patio con la calle de tierra. Una voz que conocía la llamó.

–¡Vamos, Ana, mirá hacia adelante! Dame la mano. Ya no estás en peligro. Llegué ayer de San Rafael. Hoy volvés a tu casa.

Ella se aferró al brazo de su salvador y caminó derecho, siguiendo el rumbo que le marcaban los pasos del otro… Por fin alguien había escuchado sus plegarias.

–Sí, ¡es lo que quiero, que me devuelvas a mi casa! Y… ¡Perdón! Tomé una mala decisión. El hombre que me mintió se hace llamar el “Porteño”. ¡Un rufián! ¡Me dijo que trabajaría en una finca cuidando una manada de cabras… ¡Tremenda mentira! Las chivas son prostitutas. Me dijeron que tenía que cuidarlas…

–No te disculpes, no tuviste la culpa. Esta gente que te engañó trabaja sin impunidad. Algún día van a pagar por lo que hacen… pero ahora tenemos que irnos.

Cruzaron la calle hasta que llegaron a un camino adoquinado en donde estaba estacionado el Fort T. Atrás dejaban “La casa de las chivas”. Un lugar muy diferente al que los dos habían conocido en San Rafael. Aquella finca de verdad en la que sí se criaban cabras.

Mientras manejaba, Emanuel abrazó a Ana. Recordó que la historia entre ellos había comenzado una mañana de primavera. Una de esas en las que el sol pincela de luz el paisaje. Su padre era un ingeniero agrónomo que atendía campos en las inmediaciones de la ciudad de San Rafael. Él había viajado en el asiento de atrás de la furgoneta. El viaje que los llevó hasta la finca del padre de Ana le había entrado por los ojos. En esos tiempos tendría unos dieciséis años, y mucho después recordaría el momento en que su mirada casi se fundió con el paisaje: por momentos llano y cubierto de pasturas secas y en otros ondulado, de cuchillas serpenteantes que se perdían en el horizonte.

La tarde comenzaba a caer cuando Ana invitó a Emanuel a pasear por los campos preparados para el pastoreo. Quería que la acompañara a conocer los establos bajitos, preparados con fardos para albergar a la manada de cabras madres.

–¿Sabías que las cabras tienen crías dos veces al año? En invierno hay que cuidarlas del frío. Las crías pueden morir si no están bien atendidas. Más allá, ¿ves? Ahí, en ese lugar protegido por una tapia de piedras, duermen los chivos y las chivas.

–¿Por qué ese grupo de cabras está separado del resto de la manada?

–Porque se llama “chivos” a los ejemplares jóvenes del ganado. Son lo que sería el conjunto de adolescentes en nuestro grupo humano. Ellos son muy activos y a veces agresivos. Están viviendo en una edad similar a la tuya… Son como vos, ¿sabés? –Y rio bajito, como no queriendo ofender.

Mientras Ana le mostraba el lugar donde dormían los chivos, Emanuel la miraba de reojo. La chica era mayor que él. Quizás unos siete años más grande. Pero ¡qué linda era! Tenía rasgos finos, ojos muy claros y un cabello rubio que usaba trenzado a la manera de las pastoras que alguna vez Emanuel había visto en las ilustraciones de los cuentos que su madre le contaba de chico. El padre de ella era un francés inmigrante que en esa tierra de promesas había decidido inclinarse por un oficio autóctono practicado por los pueblos originarios del lugar, el de los indios puelches y el de los araucanos: la cría de cabras de raza criolla.

–¡Bah! El año que viene cursaré quinto año, el último de la secundaria. Vos parecés más grande que yo, ¿terminaste la secundaria?

–Sí, por supuesto. Por ahora ayudo a mi papá con las tareas de la chacra, pero con el tiempo pienso ir a la ciudad a estudiar la carrera de maestra. Me gustaría enseñar –Ana se detuvo para acomodarse el pelo en un gesto de coquetería–. Mi mamá falleció hace dos años y por ahora no quiero dejar solo a mi papá…

–Lo siento mucho. Yo hace tiempo perdí a la mía… ¿Y cuántas cabras viven en estos campos?

–Unas setecientas. Es un número adecuado que da una buena renta si uno se decide a criar cabras…

La tarde caía cuando llegaron a tomar el té a la casa. Ana y su padre conversaron con el ingeniero y su hijo por un largo rato. Esa primavera y la siguiente Emanuel visitó muchas veces a la familia de inmigrantes franceses que había elegido criar cabras, sembrar olivares y atender vides.

En una noche de enero, bajo un cielo pesado de estrellas, Emanuel le contó a Ana que quería estudiar la carrera de contador. Había terminado la secundaria y cursaría en la ciudad de Mendoza. Ana lo felicitó y se arrimó más a él para saludarlo. Acercó la mejilla y quedó petrificada cuando recibió un roce en la boca que luego se convirtió en un beso más sostenido.

Ese verano se vieron más seguido. Hasta que en marzo el muchacho partió.

El tiempo siguió pasando y jugó su juego de decisiones que no se toman. A Emanuel se le hizo difícil volver. Terminó la carrera de contador y logró consolidar una clientela importante en la capital. No obstante, no había podido enamorarse de otra chica que no fuera Ana. Era inevitable volver a verla. Fue así como una mañana de otoño decidió ir a buscarla. No la encontró en la finca…

 

Un par de nubarrones grises anunciaban lluvia y un escalofrío del alma se adueñó de su cuerpo.

En la ciudad de San Rafael, el comisario a cargo de la oficina de personas extraviadas conversaba con un joven preocupado por la desaparición de su amiga.

–Perdón que le pregunte nuevamente por más detalles de lo que acaba de contarme… ¿Podría darme alguna información sobre la persona que se llevó a la muchacha Ana? Me dice que no era francés…

–Pero, ¡nooooo! Es un rufián que se hace llamar el “Porteño”, un estafador que engaña a las mujeres y se las lleva a Rosario. Allá dicen que las recluta una amiga suya… La fulana regentea el lugar.

–¿Y tiene algún dato de la propiedad en donde la tienen retenida? ¿Cómo se llama la mujer que las recluta? ¿Hay alguna forma de rescatarla?

–Lo que voy a decirle es confidencial, pero conozco al francés Antoine desde hace mucho tiempo. Está desesperado por la desaparición de su hija, pese a que la muchacha le dejó una carta de despedida. Pase, conversemos. ¡Una pena! Seguro que la chica llamó la atención de esta gente… ¡Era muy hermosa! y ¡francesa!

 

Los hechos que siguen a este relato ya se conocen. Después del rescate, Emanuel y Ana se casaron y colaboraron con la reubicación de mujeres desaparecidas en la provincia por más de una década.

En Rosario una Ordenanza de unos seis artículos pondría fin al doloroso problema. Aquí mencionamos los dos primeros.

Art. 1: El primero de enero de 1933 quedarán ipso facto derogadas todas las ordenanzas, permisos o concesiones y demás resoluciones que reglamenten el ejercicio de la prostitución.

Art. 2: En la fecha que establece el artículo anterior el D.E. procederá a hacer clausurar de inmediato todas las casas de tolerancia existentes.

 

 

 

Autora:
Analía Rodríguez

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