En el patio de la iglesia se oyó un sonido similar al de una pesada bocha cayendo sobre el piso. Pero no se trataba de una bocha, sino del cráneo del padre Eloy, párroco del templo, quien yacía inerte con los brazos abiertos y el rosario enredado en la cabeza, mientras ingresaba lentamente en el reino de los cielos. Así permaneció durante catorce horas, hasta que fue hallado por la catequista Amelia, pródiga en llantos y estériles invocaciones.
La trágica muerte del cura estuvo curiosamente asociada al antiguo reloj de la iglesia. El reloj de torre de origen alemán era el gran orgullo del pueblo. Donada oportunamente por el benemérito doctor Calatrava, la máquina fue colocada en la iglesia local y ostentaba un peso de 1900 kilogramos. Funcionaba con una cuerda que tocaba cada quince minutos, reproduciendo la hora oficial a los lugareños.
Por un desperfecto mecánico, o quizá un descuido del Señor, cierta tarde el reloj dejó de funcionar. Fue un verdadero engorro para los pueblerinos, ya que para la mayoría de ellos era la única forma de saber la hora. Era menester arreglarlo cuanto antes, pero nadie imaginó que el trámite duraría cuatro años y veintiocho días.
Cuarenta y dos relojeros (oriundos de Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires y países limítrofes) se apersonaron en la Iglesia, pero ninguno logró reparar la máquina. Diversas versiones intentaban explicar la extraña irresolución del caso: faltante de repuestos originales, incapacidad de los relojeros, una jugarreta de Satán, la maldición de un gitano evangelista y hasta un complot de los incipientes vendedores de relojes de mano.
El misterio y las crecientes sospechas envolvían al mentado asunto. Los ineficaces relojeros abandonaban la iglesia en un incómodo silencio, y en ciertas ocasiones con una solapada indignación. Cuando el racimo de ancianas devotas que solían pulular por el templo les pedían explicaciones, ellos acrecentaban el enigma con frases del tipo “Pregúntenle a su curita” o el aún más escueto “Diosito sabe”.
Una tarde de marzo, el padre Eloy convocó a Affe Uhrmacher, eximio relojero alemán. Cuando los 1,97 metros y 127 kilogramos de Uhrmacher arribaron al templo, el cura contempló aquella figura y, por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo y experimentó dudas sobre su inminente proceder. Con cierto recelo, lo condujo a la torre del reloj. Casi en penumbras, ascendieron los 48 peldaños de la escalera caracol y se toparon con la máquina en cuestión. El alemán dejó su bolso sobre el frío mosaico y comenzó a subir una escalerita para realizar su labor. Elevó un pie, pisó con firmeza y luego subió el otro. Cuando ya se disponía a repetir el procedimiento, el padre Eloy no pudo resistir a su eterna tentación y empezó a accionar la cremallera del pantalón de su prójimo. Al percibir la inquietante caricia de una mano fría, el teutón apretó el pescuezo del sacerdote y, sin dejarlo invocar a Dios ni a la Santísima Virgen, lo arrojó por un ventanal. El enjuto cuerpo del cura cayó en el patio interno y el alemán huyó para siempre en su camioneta.
La Iglesia, para no mancillar la memoria de su malogrado miembro, prescindió de cualquier tipo de investigación. “Trágico suicidio del padre Eloy”, se limitó a titular un periódico local.
Tres días después, el “Mudo” Barrandeguy, hombre de pocas palabras e ignoto relojero de un pueblo vecino, arregló fácilmente el sistema de sonería. No debieron esforzarse demasiado para comprar su silencio.
Para la historia oficial y eclesiástica, la tan celebrada reparación del reloj constituyó el primer milagro del Padre Eloy, finalmente devenido en “Santo Patrono de los Relojeros”.
Autor:
Matías Torno