Usted sabrá que las casualidades amables son veraniegas y de días sábados o domingos. A veces pueden ser de viernes también. Sus colores son de arcoiris.
Las horrorosas son de frío, irremediablemente grises y nos acechan cualquier día de la semana.
Todos los días de su anodina existencia, Marisa se avocaba de mañana, con prolijidad ascética y felicidad morbosa, a la lectura de los policiales y los muertos en el diario local.
Costumbre heredada de su padre tal vez, de su vivir sin matices.
O de esa curiosidad malsana que anidaba en su interior.
Había rescatado del basurero de la oficina una plancha de corcho. La limpió y la puso sobre el mueble oscuro y gastado del comedor. La casa de Marisa también era oscura y gastada, de cortinas siempre cerradas preservando una intimidad de la que carecia.
Su auto era oscuro y gastado. Su vida, sus muebles, su trabajo.
Marisa entera era oscura y gastada
Hizo con el corcho una especie de recordatorio o santuario. O vaya a saber qué retorcido símbolo artístico, al que le agregó chinches de patas filosas y destinos patológicos para ir completando su tarea.
Asi fue que una casi noche de miércoles, el Profesor F. cruzaba la calle Oroño con su portafolios de cuero y marca, hablando por celular, cuando un Sedán negro lo embistió sin aspavientos. Sedan: palabra sin personalidad, como los Formularios: 08, 257. O de policiales, como de cúbito dorsal, occiso, femenino-masculino, secreto de sumario.
Sin cámaras era solo un Sedán. Anodino.
El Profesor F. quedó tendido en el piso con los ojos endemoniados y abiertos y los exámenes de sus alumnos, de Penal Parte General, desparramándose en el viento, ya sin suerte y sinsentido.
También fue ese miércoles el ridículo e inesperado fin de la Hermana Superiora. Directora rapaz de un recoleto colegio de señoritas. Personaje abrumador, por cierto, alejada de la calidez y empatía que supone ser monja. Monjita de la caridad entregada al señor.
Fíjese usted que la Hermana terminó sus días después de rezar cuatro rosarios en su habitación de planta alta. La queja de una sirena hizo que se asomara a la ventana y, válgame Dios. La cansada cuerda se suicidó dejando al peso muerto de la madera de la persiana dar de lleno en la nuca de la hermanita. Forma teatral de morir.
Se fue de este mundo sin jamás saber que, ese sonido de trampa mortal, había sido el de la ambulancia que iba en busca del cuerpo inerte de F. Resultaba raro el apuro de la ambulancia ante los irrevocables ojos del Profesor, pero así son las casualidades. Incomprensibles.
Fue velada con pompa y circunstancia en la pequeña capilla del colegio, que destilaba vahos asfixiantes por tanta flor. La demostración hipócrita de afecto, cuando es póstuma, huele a suntuosas coronas.
Volviendo a Marisa, el jueves a la mañana no podía salir de su estupor. Muy de vez en cuando algo llamaba su atención y una imperceptible sonrisa se interponía al ritual del desayuno. Pero vaya que ese dia la sorprendió. ¡Qué casualidad, qué muertes absurdas!
¡Había conocido a los finados!. A los dos, pensó, reprimiendo el dos pájaros de un tiro, que se le vino a la garganta. Se persignó, por respeto.
Recortó las noticias y agarró algunas chinches. El acto de homenaje era riguroso. Incrustó los papeles sobre el corcho, con una regla y tiza -para quitar margen al error- trazó sobre el periódico una cruz con dimensiones exactas. Por lo general las líneas debían medir diez centímetros por diez -para lo que se ayudaba con un compás-, y abarcar el recorte. No toleraba que esa cruz escapara de los bordes.
Una vez hecho el primer bosquejo, se alejaba un metro y medio y lo observaba. Cerraba el ojo izquierdo, luego el derecho, y finalmente miraba con ambos. Con exactitud quirúrgica.
Cuando su neurótica voz interior le decía que era correcto, su cuerpo vibraba.
Es cierto que la voz interior podía demorarse. Pero Marisa era paciente. La justicia es lenta, pero llega. Como la venganza. Como la voz.
Recién entonces reemplazaba la tiza por un marcador indeleble. Negro, por supuesto.
A la del Profesor F. le pinto una cruz. Negra.
La duda sobrevino con el caso de la hermanita superiora. Marisa era respetuosa de los derechos de autoría y, el tema a estudio se prestaba a confusión.
Pero finalmente optó por dos cruces, para diferenciar las cosas.
Marisa estaba exultante. Si el azar le regalaba esa ficha, el camino era el correcto. Al fin de cuentas al autor material y al autor intelectual, se les podía sumar una tercera categoría: Autor de azar. Tal vez debería proponerla como un nuevo proyecto de reforma del Código Penal.
Se felicitó por su sentido del humor y su inteligencia sublime, poco reconocida por los mediocres, como los difuntos cruzados en el corcho. Pero sublime, sin dudas.
Y volviendo el tiempo, se dispuso a repasar. Los reconocimientos que no llegaron, las heridas narcisistas que echaron raíces. Sus estudios -prolijos y exactos como sus cruces- sobre la justicia y la venganza.
Asi es, recordaba a los dos occisos, ¡cómo para no! A la superiora de su escuela, esa mujer de rictus amargo, desconocedora del amor, el buen vino y otros placeres innombrables para una monjita. La misma que blandió durante años su dedo flaco muy cerca de los ojos de Marisita, aventurando con rigor de verdad: “Usted no va a llegar a nada en la vida, a nada”. Y recogía su hábito, no el de denostar sin piedad sino el negro, buscando alguna otra pobre condenada al infierno.
Y también había conocido al pobre Profesor F. Cuando en el penúltimo año de su carrera casi invicta, Marisa se dispuso a dar su examen de Penal Parte General, y el Profesor F., largó sin anestesia, y sin buenas tardes: “dígame el inciso 24 del artículo tanto del Código”. Relámpago irremontable. “No podemos seguir si no sabe este inciso, fundamental” -alargando la ele para remarcar la importancia del mismo-, dijo sin inmutarse. Otra oportunidad por favor profesor. “Lo siento, nos veremos en la próxima mesa”, dijo y llamó al siguiente alumno.
Marisa estrenó ese día su hoja limpia de aplazos con una tristeza de atardecer de día destemplado. Pobrecito el difunto Profesor F.
Pobrecito sí, pero envalentonado el desgraciado. Más adelante la aplazó de nuevo y con renovada antipatía por culpa de los crímenes agravados por odio. O crímenes de odio.
Antipatía inmerecida, crimen, odio. Las casualidades de la vida son excelsas, pensó ella con regocijo mientras se persignaba una y otra vez. Por respeto, y como homenaje a su libreta universitaria, manchada tiempo atrás y sin posibilidad de ser limpiada. Aunque siempre hay tiempo para la justicia. Por mano propia o impropia. O azarosa, como su proyecto de reforma.
La muerte de Profesor B. fue distinta. Casualmente titular en la misma Universidad del Pofesor F. Y amigos del claustro. Al Profesor B. lo sorprendió un lunes de mañana una bala perdida calibre 357, que atravesó sin piedad su grueso sobretodo. Es importante destacar los detalles, la modificación del modus operandi.
El martes Marisa -entre tosesitas risueñas- leyó atentamente el artículo. No había sospechosos, ni pistas, sólo silencio. Al principio se deslizó la posibilidad de una amante despechada, pero los días pasaron sin pena ni gloria. Claro que, en una ciudad tan de narcos, tan insegura y tan ajuste de cuentas, el pobre del Profesor B. quedó sin prensa.
Mi Dios, pensó Marisa. Tijera y chinche. Compás y tiza en mano, cumplió con su sórdido ritual. ¡Si ella también conocía al Profesor B! Y con elegancia marcó una nueva cruz.
Recordó, persignándose siempre y por las dudas, el episodio de su tercer y último aplazo. Pomposo y un tanto afectado como era, el Profesor B. le tiró como clavo ardiente. Primera pregunta. “Análisis histórico del divorcio en el mundo y en nuestro pais. Sus consecuencias”. Lo único que alcanzó a musitar Marisa fue que no estaba en el programa, y luego agregó: pero claro, lo entiendo profesor, es un tema candente y tan desquiciado, ese proyecto acabará con las familias bienpensantes y bienunidas en minutos. Una bomba atómica, el fin del mundo.
Pobrecito el hipócrita Profesor B. Desde su asesinato se hablaba de una amante despechada, imposible de creer en la moralina del doctorcito, tan Dios y Familia. Los diarios mienten. No solo mienten. Los diarios acusan, defienden y dictan su veredicto.
Esa misma semana, para ser exactos el jueves, Marisa estacionaba en la cuadra de la oficina, a las corridas, insultando al tránsito y a sí misma por demorarse buscando noticias negras como su auto.
En esos trajines, al bajar, una conocida la encaró de prepo y sin saludo, le preguntó si se había enterado lo sucedido con E., el ex de Marisa. La pudo más la curiosidad que el marcar tarde la tarjeta de ingreso. Que su vida era un infierno, que lo habían visto mendigar sin rumbo, cabeza blanca y encorvado, por las calles desiertas e invernales.
¡Qué horrible, pobre E.!, pensó Marisa, haciendo la señal de la cruz con una mano y marcando su ingreso con la otra.
Deseando el momento de la coronación con las chinches de patitas filosas y destinos innombrables. La liberación de ese ritual exorcizaste.
Está bien que era un malnacido, que sembró odios y campos minados que explotaron a sus gentes más débiles, a quienes debía proteger, un carente de escrúpulos, soberbio. Y bruto. Pero terminar así… El jueves se fue y Marisa no pudo hacer mucho.
Como el viernes no correspondía por ese termita de las casualidades, Marisa debió esperar al lunes a la noche.
Subió a su Sedán negro, recorrió calles, basurales, vio gente sin techo. Dio vueltas y más vueltas con una paciencia volcánica y piadosa. Tarde ya, casi al amanecer, encontró a E. dormido entre frazadas mugrientas al resguardo de un edificio.
Sacó la Magnun 357 del bolsillo y le tatuó un tercer ojo. Impecable, prolijo y liberador.
Esta vez lo logró sin tiza, en borrador. La paciencia y la justicia pueden ser exactos como una regla y un compás. El compás de espera de la venganza por mano propia. Impropia o azarosa.
Ya en el auto, se persignó, como siempre y por las dudas. Hacía demasiado frío para un último homenaje. Pobre E., no era vida.
Ni siquiera buscó la noticia durante el desayuno del día siguiente. Los sin techo no salen en los diarios. Simplemente clavó una chinche. Y marcó una cruz. Uno menos, se dijo.
Autor:
Mercedes Andrada