¡Parece increíble! Repetía Sandrigo una y otra vez, ¡como si fuera una pesadilla contada por alguien! decía mirando al cielo en busca de una respuesta a algo que ya no tenía vuelta atrás. Consciente de la continuidad de la vida y lo irreversible del hecho, se sentó en la vereda del bar de en frente de su oficina y pidió, como todos los mediodías, un aperitivo con soda y limón, pero esta vez les aclaró que lo quería muy cargado.
Meditabundo mientras revolvía con cierta lentitud su trago, sumergiendo lúdicamente los hielos junto a un trozo de limón, pensaba con un perturbador estado de incertidumbre, en cuánto haría que su mujer ya estaba con la persona por la cual lo había dejado y comenzaba a atar cabos, muchas cosas no le cerraban, mejor dicho se estaba dando cuenta de que esa persona hacía varios meses ya que se había metido en medio de ellos dos, concluía al tiempo que iba partiendo, en varias partes, la cuchara de plástico con que revolvía el vaso. Estaba tratando de quebrarlo en la mayor cantidad de trozos posible.
Una de las tantas veces que tomó el celular, pensó en llamar al analista para ver si lo podía atender por tercera vez, en lo que iba de la semana pero cuando estaba por marcar su número entró en razón y lo tiró sobre la mesa provocando su caída. En ese momento a su angustia la empezaba a tutorar la ira.
Contemplaba el entorno buscando que su cabeza reposara un poco. Observaba en la mesa de al lado a una señora mayor que aparentemente estaba al cuidado de su nieta. No podía ver con claridad por su permanente estado de sollozo, pero aun así había algo que le llamaba la atención: Qué feliz se la ve, me quedaría mirándola todo el día. Siempre me cruzo con gente que encuentra la manera de ser feliz, quisiera apoderarme de su deidad. Está en uno poder salir de los meollos oscuros que se suscitan en la vida. Tengo que hacer algo por mí. Su estado emocional no le permitía pensar, ni mucho menos disfrutar el momento de descanso. Pobre Sandrigo.
Unos minutos más tarde, en una mesa un poco más alejada, dos jóvenes se sentaron, y sin poder parar de reírse pidieron dos cervezas. Sandrigo los miraba con peligrosa insistencia y al mismo tiempo con un poco de recelo dado que a él también le hubiera gustado tener algún motivo por el cual la carcajada lo envolviese, aunque sea unos minutos. Luego de observarlos por un rato largo y ellos ignorándolo por completo, se arrellanó en su asiento y al pasar unos incontables segundos, empezó a sentir una vibración, dejando que afluyera en él su condición de desahuciado. Las cabezas de los jóvenes se alejaban de sus propios cuerpos estirando el cuello, para acercarse y entrelazarse helicoidalmente en el suyo hasta asfixiarlo. Cuando los ojos de Sandrigo estaban a punto de salirse de la órbita, los rostros volvían a su lugar para luego volver a fagocitarlo. Esa sensación que le duró unos minutos, lo llevó al borde de la desesperación.
Sabiendo de estos desequilibrios emocionales que lo persiguieron toda la vida, tomó aire, lo contuvo unos instantes y lo exhaló suavemente repitiendo la secuencia cuatro o cinco veces. Comenzó a transpirar frío y luego fue volviendo con paulatina calma a la normalidad. Se puso de pie y se les acercó enfrentando su ataque de pánico.
- ¡Dame fuego! Increpó Sandrigo esperando alguna reacción por parte de los jóvenes, los que en absoluto silencio y con provinciana amabilidad, ambos a la vez, le arrimaron sus encendedores en llamas.
- ¡Gracias! Se escuchó la tajante respuesta de Sandrigo y se volvió a su mesa con el sinsabor de su anodina provocación.
Los jóvenes solo asintieron con la cabeza y volvieron a reír. Estaban viajando en paz y no podían percibir su caos espiritual.
Sandrigo siempre se permitió pensar cosas terribles. Muchas veces manifestaba esos pensamientos y otras veces no. Si incurría en alguna clase de introspección, sufría hasta el dolor más interno, al punto tal de odiarse por el solo hecho de existir.
Se sentó nuevamente y pidió otro vermut, aclarando enfáticamente que fuera cargado, para poder fumarse el cigarrillo permitido del día. En cada pitada que jalaba, acompañaba al humo que iba ingresando en su cuerpo tratando de encontrar algún rincón de su ser, en donde hubiera un poco de armonía. Luego de varios segundos de retenerlo, lo exhalaba y sentía que se iba desgranando desde adentro hacia fuera, que su cuerpo era tan frágil que, si volvían esos rostros a querer entrelazarlo, se iba a romper en mil pedazos. Sandrigo se estaba quebrando por dentro.
Revolvió su segundo trago, pero esta vez a la cucharita de plástico no la rompía con las manos, sino con los dientes, algunos fragmentos los escupía y otros los ingería con el aperitivo, que ya lo tomaba con cierto desquicio. Y se pidió el tercero.
Cuando iba casi por la mitad de su vaso, se acercó un mendigo pidiéndole algo que le sobre o que ya no use y Sandrigo sin dudarlo y con la impunidad e hidalguía propia del desconsuelo, se sacó la alianza de oro y se la dio. El mendigo lejos de entender el mensaje, se la puso en su dedo meñique porque el tamaño de su mano era descomunal, y le esbozó una sonrisa vacía de dientes pero tan pura que Sandrigo se puso a llorar. El mendigo azorado por una profunda confusión, alzó sus hombros disculpándose y se marchó contemplando el brillo de su alianza que contrastaba con la mugre de sus manos. Daría todo lo que tengo por un ratito de tu alegría, aún con el precio que implica tu despojada libertad. Quisiera estar en tus zapatos aun sabiendo que a la noche sólo me cobijará el infierno de la intemperie… y lo siguió con la mirada hasta que su imagen se fue esfumando entre el resto de los transeúntes.
Sandrigo levantó el vaso vacío dando a entender que quería una cuarta medida de ese tan cargado aperitivo, pero cuando se acercó el mozo, le trajo la cuenta y una taza de café. Lo conocen de toda la vida.
Autor:
Martín Francés