Publicado en: 28/09/2024 Cristina Girardo Comentarios: 0
Foto: Hernán Zenteno. Imagen obtenida de La Nación

La escritura de Héctor Tizón, en buena medida, se define en torno a un paradigma cuyo eje reside en la recreación de un territorio -la Puna jujeña- el lugar donde vivió desde muy pequeño. Territorio que recrea a través de la memoria, como lo expresa en una entrevista:

“Un escritor, además del lápiz y el papel, necesita de la memoria. Un escritor escribe con la memoria, escribe inclusive siempre “para atrás”.

“Eso es lo que hacemos los escritores: cerramos los ojos para recordar.”

“Vivir es recordar. Hay escritores ciegos, sordos, pero un escritor amnésico no puede existir. En absoluto. Uno escribe todo con la memoria”[1].  

Me gustaría detenerme en un aspecto parádojico, respecto a la escritura/memoria de Héctor Tizón, muy representativa, en sus idas y venidas, de Yala, su territorio-des-territorializado y re-territorializado. Podemos incluso decir, un territorio llevado a cuestas o en sus entrañas, que revive en otros lugares.  No escatimó en viajar por el mundo, ya sea cuando fue cónsul en Milán, Italia,  de 1950 a 1962, desde dónde viajó y conoció muchos lugares, o como exiliado de 1976 a 1982, primero en España, dónde vivió en Madrid, pero también en París y luego en México.

Parece que Tizón como muchos narradores, incluído su amigo Juan Rulfo, escriben desde un lugar sobre otro lugar de manera casi obsesiva, conviertiendo en técnica narrativa esa des-territorialización. En el supuesto de que la dimensión espacial y la territorialidad son componentes indisociables de la condición humana. Ambos escritores mantienen en sus cuentos o novelas ciertas marcas de oralidad, y ofrecen una visión nostálgica de aquellos lugares traídos al presente con la ayuda de la memoria. Tizón y Rulfo fueron amigos y ambos comulgaban y celebraran su parentesco paisajistico.

“En cuanto a Rulfo hay gente que me encuentra cierto parentesco con él […] Fuimos muy amigos. Nos contábamos historias. Él decía ‘eso sucedió en mi tierra’, ‘no, decía yo, eso sucedió en la puna’. Es que en lo esencial la gente de acá y la de su tierra son muy parecidas (Giglio, 1975, p.44)”[2]

El gran dilema de Tizón fue convertir en literatura las vivencias en diferentes territorios a lo largo de su vida, reconstruyendo constantemente el propio.

Sus paisajes se desdibujan, a veces, entre ficción y realidad, y, entonces, se territorializa en otro lugar.  Asimismo, logra colocar al lector en su propia intimidad, y es así que podemos leer el registro de una vida, de un lugar y de una época.

Sus textos representan un recurso de supervivencia, tanto propia como de su gente, pero también de esos lugares impregnados de “tierra árida y soberbia”, que acarreaba en lo más profundo de su esencia.

La multiterritorialidad, que a Tizón le tocó experimentar por curiosidad o por necesidad (con el exilio forzoso acaecido en la década del setenta) marcará definitivamente su obra. Pero, también su destino. Su vuelta a Yala para pasar sus últimos años de vida, relatado en “Regreso” o en su novela “El hombre que llegó a un pueblo” (1988) expresan nuevamente esa obsesión tan suya de un territorio/des-territorializado, ya anticipado en sus cuentos “Los árboles” (1980)  cuando descubre “en tierra ajena una síntesis entre el paisaje de su tierra lejana y el de la tierra que lo acoge”. Ese sincretismo de un territorio paragonado con un árbol evidencia algo nuevo pero que, a su vez, contiene lo viejo.

 Su producción literaria extensa y rica, a veces no valorada en su merecimiento, está marcada por el exilio que significó una bisagra respecto de su estilo. Novelas como “Fuego de Casabindo” (1969) y “El cantar del profeta y el bandido”, (1972) y los cuentos “El Jactancioso y la bella” (1972” y “El traidor venerado” (1978) se ubican en el primer período de arraigo profundo, dónde el paisaje es algo mítico. Sandra Lorenzano, escritora argentina exiliada en México, admiradora y estudiosa de la obra de Héctor Tizón[3], no duda en reconocer un punto de giro en la narrativa de Tizón a partir de su novela “La casa y el viento” (1984), dónde el escritor narra una crónica del exilio y su soledad. También Lorenzano, en su entrevista publicada por  (En) tropí@ (2023)[4] nos cuenta que cuando Tizón le  conoció a Juan Rulfo y le dijo:

Mire, Rulfo, usted me ve así como un joven funcionario de una embajada, pero quisiera escribir y no sé en qué lengua hacerlo, porque yo como jujeño, sumando además la lengua de mis niñeras indígenas, pero la mía no es la lengua literaria de mi país. Y entonces yo no sé si tengo que abandonar esta lengua para escribir en aquella lengua que privilegia el centro”. Y Rulfo le respondió:  “Escriba para su gente. No trate de ser ecuménico. Solo el Papa es ecuménico y habla mal en todos los idiomas”.  

Tizón evidencia otra preocupación, la contradicción entre la lengua aprendida en la biblioteca dónde leía los libros de su padre, el castellano de Calderón de Quevedo, de Lope y la lengua de su gente los indígenas,  cómo él mismo recuerda “el dulce habla de las criadas”. Osvaldo Aguirre[5] interpreta esta dualidad abogando al concepto de frontera, “las fronteras separan y en el mismo acto ponen en contacto” mostrando cómo esos territorios enfrentados se confunden y se reconocen al mismo tiempo. Para Lorenzano es asumir esa doble pertenencia, esa doble raíz.

Expatriado de su tierra, de su lengua en su éxodo hacia otras ciudades, apelará al sincretismo para resolver estas cuestiones. En este trabajo hemos denominado estos procesos como des-territorialización/re-territorialización, concebida como un “proceso genérico en una relación dicotómica y no intrinsicamente vinculada a su contraparte, la re-territorialización, vinculado a las disociaciones entre espacio y tiempo, espacio y sociedad, material e inmaterial, fijación y movilidad” (Haesbaert, 2011:28). [6]

 

 

[1] Tizón, H.; Príncipi, A.; Castro, B. (2002). Morder la manzana para conocer su sabor: Conversaciones con Héctor Tizón. Orbis Tertius, 8 (9), 67-77. En Memoria Académica. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.3050/pr.3050.pdf

[2] Giglio, María Esther. Mateando con el diablo y los muertos (Entrevista). Crisis n° 21, 1975: 40-47.

[3] Lorenzano,  Sandra. Escrituras  de  sobrevivencia.  Narrativa  argentina  y  dic-Tadura. México: Universidad Autónoma Metropolitana, 2001.

[4] Cristina Girardo “Conversando con Sandra Lorenzano”, En Revista (En)tropí@.  2023, 1- N. 1-2-3

[5] Eduardo Aguirre. Las palabras y las sombras. Radar Libros. Página 12, 20 de Agosto 2006.

[6] Para los fines de esta nota usado como desterritorialización/re-territorialización literaria, con recursos como la memoria para la recreación en otro espacio y tiempo.

 

 

 

 

Autora:
Cristina Girardo

Compartir