Detuvo el movimiento de los dedos en el aire. Sus manos quedaron suspendidas sobre el teclado de la computadora. Se quedó quieta afinando el oído. Le pareció que el piso de pinotea de la escalera había crujido apenas, como si alguien estuviera subiéndola de forma sigilosa. Estaba sola en la casa enorme. Sacudió la cabeza para espantar los malos pensamientos, y se dijo a si misma que estaba paranoica. Se prometió que sería la última historia de miedo que escribía. Tantos monstruos, tantos horrores, la estaban afectando. Hasta había cambiado su aspecto sin proponérselo. No como al principio, cuando le publicaron el primer libro y decidió junto al editor, que a su público le resultaría interesante verla como un reflejo de sus personajes. Así fue como comenzó a vestirse siempre de negro, acentuando su palidez natural con maquillaje blanco y pintándose los labios perfectos con carmín rojo. Emulaba de ese modo a una vampira, una vampira contemporànea, altanera y displicente. En las entrevistas contestaba con un tono monocorde, transmitiendo sin piedad a sus interlocutores la abulia que le provocaba la estupidez de sus preguntas. Pero lo que en un primer momento había sido una impostura, una «mise en scene» con el tiempo se fue encarnando en ella. Hacía mucho que su actividad física se reducía a caminar desde la cama a la computadora, donde tipeaba durante horas historias terroríficas. Estaba encorvada, y las mejillas le chorreaban a los costados del rostro dándole un aspecto de perro bulldog envejecido. Sus cabellos, ahora grises, se alborotaban irreverentes formando una aureola electrizada. Ya no se miraba a los espejos, no le importaba su aspecto. Lo único que la motivaba era escribir.
Volvió a escuchar un sonido inquietante, como un murmullo apagado. Se levantó y caminó hasta la puerta. Apoyó la oreja contra la madera y se quedó muy quieta, expectante. Nada. Se acercó a la ventana. Miró la noche solitaria a través de los vidrios salpicados por alguna lluvia lejana. Pensó en su abuela. Se había hecho cargo de ella después del accidente que la dejó huérfana. Vivía en la ciudad de Corrientes, en una casona patricia y desvencijada, rodeada de imágenes de santos y vírgenes de todo tipo. En el altarcito levantado sobre una mesa cubierta con un mantel de hule celeste, el Gauchito Gil, San la Muerte y la Virgen de Itatí convivían pacíficamente. La vieja le rezaba a todos por igual. Un día la llevó a un rito Umbanda, todavía recuerda al gallo descabezado corriendo en zigzag, dejando un reguero de sangre tras de si, mientras los asistentes giraban bailando en un trance frenético Creció con miedo. Miedo a todo, a las sombras espectrales que se proyectaban sobre las paredes descascaradas, a las historias de aparecidos, a las imágenes de yeso que parecían cobrar vida si las miraba fijo mucho rato. Pero lo que más miedo le daba, era la vieja. Decía que se comunicaba con los muertos. En realidad que los muertos se comunicaban con ella Cuando fue mayor de edad y pudo hacerse de la herencia que le habían dejado sus padres, se fue a Buenos Aires, y nunca más volvió. Hasta ahora. La vieja había muerto y volvió a enterrarla. Le recomendaron un hotel, pero ella prefirió quedarse en la casona. Pensó que sería una forma de exorcizar los temores que la perseguían desde su lejana infancia. Por eso había comenzado a escribir, para domar sus monstruos. Con los años se convirtió en una exitosa escritora de historias de terror. Gótica, le decían los críticos, a quienes había encandilado. Para sus muchos lectores se había transformado en una gurú del espanto. Una especie de medium a través de la cual canalizaban sus propios fantasmas. Pero útimamente, la devoción de los admiradores, los numerosos premios y la abultada cuenta bancaria no la hacían feliz. Una inquietud permanente la perturbaba. Las madrugadas eran interminables, el alcohol y el clonazepam se habían convertido en sus mejores compañías. Por eso decidió que este sería el último cuento. Prendió un cigarrillo y se sentó nuevamente frente a la pantalla de la computadora. Ya casi había terminado. Estaba satisfecha
Releyó todo el texto. Tecleó la palabra fin. Se reclinó en el sillón mientras hacía crujir sus dedos. La puerta se abrió de golpe.
El grito se le atascó en la garganta y retrocedió trastabillando. Se paró de golpe. Los miró con una mezcla de terror y orgullo. Giró y comenzó a correr hacia la ventana. Se zambulló al vacio a través de los vidrios que estallaron, y cayeron como una lluvia estelar junto a ella, que quedó reventada contra la vereda en una posición imposible, mientras la sangre se escurría como tinta por las hendijas de las baldosas.
Releí todo el texto. Tecleé la palabra fin. Me recliné en el sillón mientras hacía crujir mis dedos. La puerta se abrió de golpe.
Autor:
Ileana Caprile