Publicado en: 18/09/2022 Ebel Barat Comentarios: 0

Tanganica camina por el basural entre el pueblo chico pegado a la laguna y el pueblo grande pegado a los campos mejores de la provincia. Tanganica camina…una expresión de deseos, porque si a eso se le puede decir caminar…. Lo que pasa es que tiene una pierna bastante más corta que la otra debido a que se cayó de la antena del pueblo grande cuando tenía diecisiete años y todavía se dedicaba a las telecomunicaciones. “Se le acható la pata, gracias a que se salvó, caerse de semejante altura y contar el cuento”, dicen todavía en el pueblo. Tanganica no lo relata desde hace mucho. A lo mejor desde hace todo el tiempo que corrió entre el accidente y ahora. Dicen, también, en realidad no dicen, lo dice Caracú, que es casi tan alto como la antena desde la que se vino abajo, que antes de caerse gritó a los cuatro vientos “yo te saludo desde estas putas alturas pueblo inmundo” y que casi enseguida se vino abajo.

Se lo llevó la ambulancia del SAME y lo dieron por muerto porque se había convertido en una bolsa de sangre según relataban en la gomería de Martín algunos testigos presenciales que se enteraron dos horas después del accidente.

Tanganica volvió postrado en una silla de ruedas decrépita que exhibía manchas de oxido sobre el metal cromado y que alguno le habrá conseguido. Era joven y pudo volver a desplazarse por sus medios, ahora sí, pero ya no consiguió trabajo más que en la comuna del pueblo grande y le tocó el basural, salvo por un corto período en que se desempeñó como mozo del club, tiempo que le valió el apodo.

Se lo puso Orsi que no faltaba ninguna tarde para jugar al chin chon. Nadie supo bien cuál era la relación, parece que el apodo surgió en referencia a un payaso de circo menor que también era rengo y que se había ganado algún prestigio. Por lo menos para Orsi que empezó a llamarlo así cuando le pedía cualquier comanda en medio de la risa con la que quería invitar a los otros compañeros de mesa. La joda no le funcionó muy bien que digamos. Casi nadie se reía y nadie terminaba de comprender cuál era la gracia. Apenas si alguno llegó a sonreír hasta que el flaco Caracú, que con sus dos metros y veinte de altura solía mantenerse callado y atento a la conversación de los otros, le acercó su cara grande a Orsi.

―A ver si te dejás de romper los huevos con eso de Tanganica o preferís que te recague a trompadas.

Orsí se quedó mudo. Y blanco. La mesa se quedó muda, también, ante la reacción de Caracú al que todos tenían por manso.

―Qué olor a goma quemada, dijo por lo bajo el Pijuí mientras Caracú mantenía la vista fija adelante como si no aceptara ningún comentario respecto a su determinación.

―Mierda que se empacó el flaco, agregó Gallareto.

Aunque Orsi no habló más por esa tarde el apodo quedó instaurado y desde ese día todo el mundo empezó a identificar a Tanganica como Tanganica. Nadie, ya se sabe, se preguntó por qué le decían así.

Tanganica podría haber sido, si no alto, por lo menos espigado, pero se ha convertido en un hombre ancho y sobre todo lejano. Porque casi siempre se lo ve de lejos: anda durante el día por el basural y los vehículos pasan rápido. Conserva el pelo oscuro, apenas algunas canas aisladas acompañan las ondas largas de su peinado brilloso, tanto por la mugre como por el agua con la que moja el peine. Se afeita para ciertas ocasiones y, por eso, normalmente exhibe una barba de varios días. Las pilchas están tiznadas por el humo y el uso y brillan en el exterior de los bolsillos y los sobacos. Tiene unos cincuenta años y consiguió una pieza en el pueblo chico. Tanganica vive ahí y muchos piensan que es un renegado con el pueblo grande que le da laburo. Otros dicen que no quiere vivir allá porque le recuerda el accidente. Tanganica no gasta casi nada, tiene escasa vida social y se pudo comprar un Renault 12 viejo y en buen estado con el que va a la misa de los domingos para ayudar al cura. También va con el auto hasta cerca del basural cada día, lo deja a unos mil metros para que no agarre olor a humo. Y allí se queda dedicándose a avivar el fuego para quemar los desechos. Cerca del mediodía llegan las cuadrillas con los tractores y los carros para descargar lo que han recogido en ambos pueblos. Y hay quien lo saluda y quien intenta alguna conversación con ese hombre que, antes, trataba de colaborar en la descarga. Curiosamente es el grupo del pueblo grande el que, ahora, le da alguna conversación. Porque Tanganika no se acerca cuando llegan los del pueblo chico. Ellos lo miran y él controla ladeando los ojos. Se acerca, sí, cuando vienen los otros que son más y que, aunque no parezca, se cuidan en lo que dicen.

―¿Cómo andan las chicas, Tanganica?

―Más que bien, impecable, responde Tanganica con la sonrisa donde brillan los dientes blanquísimos.

―¿Y cómo se llama tu novia?

Tanganica sonríe sin contestar, porque cada tanto se enfiesta con dos negritas del barrio que se divierten también y no le sacan demasiado porque él, cuando puede, les compra alguna pilcha. Por eso gasta poco y la cosa se sabe más por el farmacéutico que por él mismo. Fue el farmacéutico quien le recomendó que no compre más Magnus que es caro y le vendió otro que anda bárbaro.

 

Hasta hace dos años no era así. Hace dos años el 1° de mayo cayó sábado y el jueves anterior estaban los del pueblo chico en el basural, descargando. Ese mañana olía peor porque entre los desechos había algunos bidones con restos que habían sacado de la Cooperativa. El humo no se iba por falta de viento así que la cuadrilla se alejó mientras Tanganica alimentaba las llamas. Después de un buen rato de conversación de la que se oían las risas, lo llamaron.

―Rajá de ahí Tanganica que te vas a tener que bañar con creolina para sacarte el perfume. Venite a fumar un cigarrillo.

Tanganica no fuma. Se acercó igual.

―El sábado festejamos con locro y empanadas en el galpón de Chidoro, venite, si tenés ganas.

Se notó que Tanganica no esperaba esa invitación. Sonrió

―Dale venite que Chidoro es un maestro para el locro, le pone de todo, mejor ni preguntar, ¿no Chidoro? Venite, así te olvidás un poco del cura.

Tanganica seguía sonriendo.

Dale, te esperamos. Traete la bebida.

 

―Voy a la peña de Chidoro a festejar el día del trabajador. No quiero caer sin algo así que deme facturas para los mates de la tarde. Que haya cañoncitos con dulce de leche, dijo Tanganica en la panadería de Lusso que estaba abierta desde las siete.

El mediodía del sábado vio pasar al Renault 12 hacia el galpón de Chidoro. Lo tuvo que dejar en la cuadra anterior porque estaban haciendo el piso de cemento de la entrada. Además la última cuadra era de tierra y había un poco de barro. Llevaba el paquete de facturas, un porrón de cerveza y una botella de vino blanco.

―Les traje blanco por si a alguno no le gusta el tinto. Las facturas son para los mates de la tarde, dijo Tanganica como si hubiera estudiado una lección.

Había algunos que eran de la barra y no trabajaban con la cuadrilla. Casi todos se miraron y sonrieron. Tanganica también.

Chidoro es un maestro para el locro, nunca termina de describir su receta, dice que el gran secreto está en los cortes de cerdo y vaca que usa, que el resto es cuestión de ingredientes y tiempo. O sea que no dice nada. Igual ya hace un año que se suspendió la peña. Así que habrá varios que extrañan su locro, o quién sabe.

Tanganica repitió dos veces. Estaba contento. Por más que los muchachos insistieran no quiso tomar vino y acompañó casi sin hablar ―lo habían acomodado en una de las cabeceras de la mesa larga.

―Ah la mierda, ¿Qué hace tu mujer cuando volvés con la bazuca cargada después una joda como ésta, Chidoro?  ¿Se va a la casa de tu suegra un par de días?, dijo Garrón después de probar el picante que Chidoro había puesto en varios platitos.

El Cumpa y el Perco, que estaban sentados en la cabecera opuesta a la de Tanganica, se habían levantado apenas empezaron y no volvían. Pasó más de una hora hasta que aparecieron. Se pusieron a comer en silencio sin retirar la vista del plato. Parecían cansados. Todos seguían con la conversación. Tanganica sí los miraba: el silencio de la punta sobresalía.

Tanganica se quedó fuera de la conversación general, pero mantenía la sonrisa un poco embelesada de quien aprecia el encuentro. Apenas si Garrón le preguntó un par de veces si quería otra presa de lechón. La tarde se iba a extender, era feriado y nadie trabajaba. Había vino de más y las botellas corrían. Tanganica tomó un vaso de cerveza y siguió con soda.

Alrededor de las tres se levantó el Perco y avisó que se iba a la casa que tenía que ayudar al hijo con el karting. Inmediatamente se levantó el Cumpa. Se fueron levantando uno por uno, como si se hubieran puesto de acuerdo, para decir que se iban por cualquier motivo hasta que Tanganica se quedó solo en la cabecera de la mesa.

―Quedate todo lo que quieras Tanganica, no te preocupés, yo también tengo que hacer, le dijo Chidoro como si estuviera apurado.

Tanganica no atinó a nada por diez minutos y después se incorporó cauteloso. No sabía si levantar la mesa o dejarla así. Decidió que no porque no sabía a donde llevar los platos.

Empezó a irse mientras miraba disimuladamente a ambos lados para ver si alguien lo estaba espiando.

Nadie, parecía que toda la gente se hubiese ido. Tanganica iba como si tuviera miedo en dirección al Renault 12. Quería apurarse, pero no se animaba.

Cuando llegó encontró al auto montado sobre cuatro tacos de madera y sin ninguna de las ruedas. Lo contempló un minuto y las lágrimas le inundaron los ojos. Volvió a la pieza caminando y mirando el piso.

Cada uno de los muchachos estaría en su casa.

Al día siguiente el gomero le mandó a decir que a las cubiertas las habían dejado apiladas en su gomería, que él lo ayudaba a ponerlas. Tanganica no quiso. Consiguió una carretilla y las llevó hasta el auto a las cuatro. El gomero las había lavado y se veían bien oscuras, como si fueran de otro auto. Eran tres tuercas por goma nomás y el gato en cruz era muy cómodo. Las puso a todas en poco más de media hora. Devolvió la carretilla a los de la obra donde la había pedido prestada. Caminó hasta el auto y se fue muy despacio, tal vez más de lo habitual.

 

Por medio año dejó de saludar a los integrantes de ambas cuadrillas. Cuando llegaban se iba hacia el lado opuesto de la gran fosa donde se tiraba y quemaba la basura. Los que recibían a los operarios eran los perros, casi todos flacos y oscuros, muchos picados por la sarna, alguno viviendo no se sabía cómo.

Tanganica empezó a andar con un palo muy recto (sería de una acacia) y en el extremo había fijado un vástago de metal de unos 20 centímetros con la punta afilada. Nadie le preguntaba para qué lo tenía. Después de unos seis meses uno de los del pueblo grande se acercó para darle un frasco de miel. Era Musselli que tenía colmenas. Cuando se acercaba Tanganica permaneció mirando el suelo y con el palo bien agarrado.

―Te la traigo. No te preocupes, producción propia, es de lo mejor, la saco de las colmenas de La Sombreada.

Tanganica dejó de alejarse cuando llegaban los del pueblo grande. Era un pacto tácito, ellos no lo jodían y le hablaban con cuidado. No dejaban de saludarse, muy formales, cuando llegaban y cuando se iban.

Con los del pueblo chico empezó a saludarse al año. Fue él mismo el que les levantó la mano desde el lado opuesto de la fosa. Todos le devolvieron el saludo.

Se encontró con el Perco en la estación de servicio. El Perco lo miró, como esperando.

―Hola Perco. No te hagás problema, ya se me pasó. Fue una joda, ya lo entendí. Todo bien. Me calenté al pedo.

El Perco, que nunca había sabido expresar lo que le pasaba, salvo con gestos de la mano, lo señaló con el dedo índice haciéndolo repicar como afirmando lo que Tanganica le decía.

―Eeeeehhh. Eeeeehhh, dale dale, Tanganica.

―Decile a los muchachos que quiero hacer un chivo. Asi arreglamos, decile que lo hago yo en la parrilla de Chidoro. Que pongan la bebida el pan y la ensalada. Llevo el postre. Decile, si quieren el jueves a la noche.

―Eeeehhh. Eeeehhh, dale, dale , Tanganika, les digo. ¿No estás enojado?

―No, no, entendí, fue una joda, fue una joda. Yo igual la pasé lindo. Son buenos. Fue una joda. Ya se me pasó.

 

Tanganica cayó con su bolso y adentro el chivo expiatorio envuelto en papel madera. Se había bañado y olía a jabón. Tenía puestos un par de vaqueros limpios y una camisa a cuadros. Era abril y la noche estaba impecable. Encendió el fuego con prolijidad, había mucha leña, y mientras esperaba las brasas tomó un vaso de cerveza.

Después extendió la res completa sobre la parrilla. Y se puso a asarla con fuego abajo y arriba ―la parrilla tenía unas columnas en los vértices para apoyar la chapa.

―Lo hago de abajo y arriba, pero despacito así sale tierno. Abajo y arriba, si no tardo mucho, aclaró mientras los muchachos se acercaban para decirle algo y palmearlo en la espalda.

―Gracias Tanganica, te pasaste, Ya está, le dijo Chidoro. ¿Seguro que no querés una copita de vino?

―No, gracias Chidoro, con la cervecita voy de primera.

Tanganica se tomó dos buenas horas y media para asar. Preguntó si preferían que lo trozara. Le dijeron que sí. Había traído un cuchillo pesado para romper los huesos, pero casi no le hacía falta por el tiempo que se tomó en asar.

Sirvió una bandeja con la mitad y la dejó en el centro de la mesa.

―Ahora a meterle muchachos. Asunto arreglado.

Había hambre y el bicho no era muy grande. Terminaron la tabla con las presas bastante rápido y Tanganica esperó un rato para que comieran un poco de pan y ensalada. Se iba a terminar enseguida, si no. Nadie se animó a pedirle más, pero estaba claro que esperaban.

Hay que ir despacio así no se comen todo de golpe, Se levantó después de una media hora y trajo el resto.

La conversación se animó y Chidoro empezó a joderlo al Perco porque dejaba la llave de la chata puesta de noche y un falopero se la había afanado para ir a comprar droga y como nadie podía hacer los cambios, salvo el Perco, el falopero anduvo en primera siempre y la terminó fundiendo.

―Yo dejé toda mi vida la llave puesta de noche y la voy a seguir dejando. Aquí fue siempre igual.

Todos se rieron, incluso Tanganica.

Enseguida se terminó la carne, casi toda. Los muchachos parecían satisfechos.

Tanganica se levantó, fue a buscar algo.

Sacó del bolso un bulto envuelto en papel madera. Caminó hasta el centro de la mesa con su paso discordante.

―Vamos con el postre, gritó Garrón. ¡Tanganica presidente!

Le hicieron lugar y en el medio de la mesa Tanganica desenvolvió el paquete y puso el cuero y la cabeza de un perro negro, lleno de sarna, uno de los que vivía de pedo en el basural. Tanganica no tenía armas salvo el palo con el pinche y seguro que algún cuchillo.

Chidoro se metió los dedos en la garganta. Los demás pensaban.

 

Autor:
Ebel Barat

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