“El tiempo aniquila el amor y las ilusiones, desengaña la inocencia. Pero, si al menos nos dejara la piedad, antes, aunque sea muy poco antes de que nuestro cuerpo encerrado quede confundido con la tierra y las cenizas”
Héctor Tizón. La belleza del mundo.
No existía en el pueblo quien no conociera a Estela, inconfundible por sus largos atuendos coloridos, su abundante cabellera canosa, larga hasta la cintura y el andar liviano de gacela. Se la veía venir desde lejos como salida de la nada y su extravagante figura, recortada sobre el fondo polvoriento de las calles de tierra, semejaba a una reina de carnaval extraviada de su comparsa. Solía caminar desde bien temprano acompañada por un puñado de flacos y fieles perros, que a su lado tenían asegurado el mendrugo. El mal clima no la amedrentaba, tampoco el sol hiriente de los tórridos veranos. Su rostro, surcado por profundas huellas daba fe de ello. Prefería andar por los escasos barrios de calles pavimentadas y bares complacientes: en todos entraba para mendigar café, cigarrillos o golosinas. Para sacársela de encima o quizás por compasión, los encargados respondían sin dudar a sus insistentes peticiones. “Un vaso de agua no se le niega a nadie” solían decir a modo de explicación a los clientes, incómodos con su presencia y aliviados con su partida. Estela se alejaba con su botín y riendo a carcajadas. Éstas dejaban expuesta una boca de escasos y ruinosos dientes que sus enormes ojos azules distraían de mirar.
Cuando uno curioseaba sobre ella los comentarios eran definitivos: “está loca”. Si se pretendía indagar en la causa de su locura, los más se encogían de hombros por toda respuesta. No obstante, algunos decían que hasta los trece años había sido una chica sana y que los signos de su extravío se manifestaron después de una rara enfermedad por la que estuvo ausente durante meses, recluida en algún lugar lejos del pueblo. Esta versión o cualquier otra no podía ser dada por cierta ya que sus padres –única familia- habían fallecido y los más viejos, eventuales testigos de los hechos, también.
El periplo matutino finalizaba para almorzar en el bodegón de “Don Ídalo”, reducto de bohemios, artistas y marginales. El negocio, sin cartel indicador, estaba ubicado en una esquina frente a la plaza principal, en la que había sido un siglo atrás la imponente casa de un potentado, caído en desgracia años después. Era una propiedad de paredes de adobe, modificada en su interior varias veces y apenas mantenida por los sucesivos inquilinos, entre ellos el viejo Ídalo. El viejo acogía a Estela sin miramientos, con la generosidad que reservaba sólo para los que no tenían dónde caerse muertos. Herido en múltiples batallas calibraba la conducta de los otros según la propia. Ningún pecado le era ajeno y más de una vez estuvo a punto de perder la cordura. ¿Acaso ella estaba más loca que los demás? Algo había provocado en Estela lo que la ginebra lograba de a ratos en muchos de los parroquianos: el olvido. Bastaba con escucharlos cuando soltaban la lengua para comprender que nunca lo conseguirían.
Lo sorprendente era que allí Estela se transformaba, tanto, que se podía dudar de su extravío. Sentada a la mesa más retirada del local, esperaba en silencio el infaltable guiso de lentejas que el viejo le servía por ninguna moneda. Los otros comensales charlaban animadamente y no dudaban, al finalizar el almuerzo, en incluirla en sus conversaciones. “Vení Estela, hacete amiga”, le decían. Ella aceptaba a regañadientes, quizás temiendo ser víctima de burlas –aun cuando eso nunca había sucedido- y se limitaba a asentir o negar con la cabeza las aseveraciones de tal o cual. Al cabo de unos pocos minutos, un tanto inquieta, abandonaba la tertulia para hacer lo que más le gustaba: mirar los dibujos y pinturas colgados sobre las descascaradas paredes que casi siempre eran los mismos.
El lugar tenía además otro atractivo para Estela. El hijo de Don Ídalo era curandero y atendía en un cuarto situado al fondo del bodegón. Se llamaba Aurelio, nombre que sus padres le pusieron apenas nacido quizás para conjurar un destino de soledad que presumieron al verlo tan delgado, oscuro y feo, apariencia que fue empeorando con el correr de los años. Ahora era un muchacho flaco y desgarbado, andrajoso, calzado en toda estación con unas alpargatas remendadas de color indefinible. Sus ojos eran vidriosos y su mirada inescrutable. Su palabra era concedida sólo a los que acudían por su ayuda. Para llegar a él había que atravesar un gran patio repleto de trastos semiocultos por las hojas o por los frutos -según la época- de un añoso plátano situado contra la medianera. Al parecer a nadie le impresionaba la sordidez del sitio quizás porque los que consultaban no lo hacían por cuestiones menores sino por verdaderos tormentos del alma que su luz dorada e invisible, aliviaba. Lo cierto es que Estela, invariablemente, después de unos minutos absorta ante la exposición pictórica del local, se adentraba en la trastienda para contarle sus cuitas que, a juzgar por el tiempo que permanecía con él, eran muchas.
Quizás porque había poco por hacer y nada con qué distraerse, la siesta era prolongada en aquellos tiempos; largas horas de silencio sepulcral sólo alterado por el ulular del viento o el canto de las chicharras. Y también por Estela que daba comienzo a su jornada laboral. Su rutina consistía en ir de casa en casa ofreciéndose para barrer las veredas. Se prendía a los timbres o golpeaba ferozmente las puertas y ante la falta de respuesta, llamaba a gritos a las amas de casa con un insistente y enfático “doña”. Por lo general las doñas, ya en cama, se tapaban los oídos con la almohada esperando que “la loca” desistiera. Si alguna desprevenida atendía al primer timbrazo entreabriendo la puerta, la mirada desafiante y el gesto imperativo de Estela, la convencían de aceptar su propuesta que no incluía el instrumento de trabajo. Había que prestarle una escoba. Escoba que muy pronto Estela dejaría abandonada sobre el piso. Es que nunca la usaba para barrer. Abrazada a ella se desplazaba girando por toda la vereda mientras tarareaba un vals de su inventiva. Al terminar, medio mareada, arremetía contra la puerta reclamando su paga. Todos sabían que era inofensiva, no obstante, ese comportamiento les inspiraba temor.
Ese temor cauteloso de los vecinos se transformó en un temor más profundo y reverencial después de ocurridos los hechos que voy a narrar. Fue como si todos hubiesen caído en la cuenta de que cualquiera podía atravesar la delgada e imprecisa barrera que los mantenía a salvo de la locura y que ese cruce involuntario podía ser irreversible.
Ocurrió un frío mediodía de otoño. El cielo estaba tan encapotado que sólo podía adivinarse el sol. Reinaba en el pueblo un silencio lúgubre preludio de lo que vendría. Era evidente que se agazapaba una tormenta, sin embargo, el artesano que frecuentaba el bodegón, eligió ese día para exponer allí sus más recientes obras. Entre ellas, una réplica en miniatura de La Piedad que, aunque poco fidedigna, lograba transmitir el desgarro de esa madre por la muerte de su único hijo.
Estela la tomó en sus manos y la observó unos segundos con atención. De pronto, un sonido seco y violento sobresaltó a los presentes y sacudió los vidrios de las ventanas. A su través todos vieron una sucesión interminable de relámpagos seguidos de truenos que taparon por un instante el alarido de Estela. Si hubiera estado a la intemperie se hubiese pensado que un rayo le había atravesado el corazón. Con La Piedad fuertemente apretada contra su pecho y llorando convulsivamente la pobre loca atravesó el patio en busca de Aurelio. El curandero no estaba en su reducto y eso desesperó aún más a Estela. En ese momento comenzó a llover furiosamente, como si desde el cielo un ser divino y enojado arrojara baldazos de agua, que impiadosos, cayeron sobre ella haciéndola caer.
Los que presenciaban la escena quisieron llevarla bajo techo y ante su resistencia no tuvieron más remedio que arrastrarla entre varios. La pusieron en un rincón y cerraron la puerta trasera. Estela se acurrucó cubriendo con su cuerpo a la miniatura. Otros, mientras tanto se encargarían de buscar al curandero. Pero no hizo falta. Todos lo vieron venir bajo la lluvia con su típico andar cansino, indiferente al frío y al agua. Según algunos testimonios sus ropas estaban secas.
Aurelio se agachó frente a ella y colocó suavemente las manos sobre sus hombros.
-No dejes que me lo quiten –imploró Estela sin dejar de sollozar.
-Está bien, puedes quedarte con él esta vez. –La voz de Aurelio sonaba segura y convincente. Giró la cabeza para mirar fijamente al artesano, quien bajó la suya condescendiente. Después ayudó a Estela a levantarse, la abrazó con ternura y le dijo algo al oído que nadie pudo escuchar.
A partir de ese día nunca más la vieron deambular ni entrar al bodegón de don Ídalo. Parecía que se la había tragado la tierra. Muchos especularon con su probable partida de este mundo, otros tenían dudas y no les faltaban motivos. Es que hasta el momento de este relato – y me atrevo a pensar que será por toda la eternidad- cada tanto y pasada la medianoche se escuchan gritos y llantos desgarradores desde todos los puntos cardinales. Algunos insomnes y valientes que se aventuraron hasta los confines del pueblo juran que en esas noches vieron a la Llorona con su clásica túnica blanca. Los que se atrevieron a mirarla aseguran que su boca era desdentada y sus ojos, grandes y celestes.
Sólo Aurelio conocía la verdad, pero –cual médico respetuoso del juramento Hipocrático- jamás la reveló ni aún en su lecho de muerte.
Autora:
Sofía Masnatta