Publicado en: 23/09/2024 Martín Francés Comentarios: 0

Cuando la historia es muy profunda, y esgrime cierta crueldad, hay que tomar recaudos en la forma de contarla, para no herir susceptibilidades y en esos casos, se suelen omitir algunas cosas importantes.

 

Vivía desde los doce años en Esquina, Corrientes, pero no había nacido ahí, sino en un campo del centro de la provincia por la zona de Mercedes, en la Estancia El Lucero, de la familia Azurduy, donde su padre fue, por años, puestero del lugar.

Una mañana tórrida como casi todas las mañanas del mes de enero, donde en Corrientes el sol pareciera asomarse antes del amanecer, su padre se encontraba sentado en la galería con la mirada perturbada apuntando hacia las copas de los paraísos que apenas se movían con la brisa pretenciosa de la madrugada y sin poder eludir el comienzo de su faena, al rato, se entregó a los colmillos del monte.

Las horas matinales fueron corriendo. Entrado el mediodía ya, el sol acusaba una verticalidad fulminante y su padre no había regresado aún, despertándoles cierta intranquilidad a ella y a su madre, no solo por lo rutinario que era sino por lo que representa el sol sobre esas horas.

Se asomó a la galería, desde donde se alcanzaba a ver a mucha distancia, y no había ningún indicio de él. Humedeció con la regadera el piso de ladrillos para refrescar el ambiente, se higienizó y se sentó a comer junto a su madre, quien repetía con controlada insistencia que lo había notado un poco preocupado desde el día anterior.

Alrededor de las tres de la tarde, momento del día en que la muerte tiene cara de atmósfera, comenzaron a preocuparse. Las horas de la siesta en Corrientes, suelen estar acorazadas por un silencio absoluto que solo puede interrumpir la algarabía propia de las cigarras, haciendo más desoladora aún la espera.

A la modestia de su vivienda, la contrastaba la belleza del entorno. El parque, no de grandes dimensiones, alternaba una arboleda añosa y diversa constituida por cítricos, palos borrachos, ceibos, guayabos, palmeras y un césped mantenido siempre corto por las ovejas que criaban. Luego y hasta el horizonte, un pastizal natural denso y brilloso, típico de la región, que entregaba sus límites a una laguna repleta de juncos, camalotes e irupés, allí donde comienzan a gestarse los primeros indicios del Iberá. Ellos lo llamaban “el tajamar”.

No mucho tiempo después, el advenimiento de nubarrones espesos y un aire caliente presagiaba el desenlace de una tormenta.

El temor iba en aumento porque además la penumbra crepuscular anunciaba  la inminencia de la noche y su padre no regresaba aún.

Al cabo de pocas horas, la oscuridad se hizo absoluta, el calor agobiante, el eco de los truenos regurgitaba en el vacío y todo se avenía a anticipar el olor inconfundible de la tierra mojada. El diluvio duró hasta un rato antes del amanecer, sin exabruptos pero sin pausa. El caudal que cayó fue inconmensurable y la preocupación de ellas, apabulladas por el hechizo cínico del desvelo, también.

A la mañana siguiente amaneció soleado y con un aire liviano que parecía dar tregua al agobio, contrariamente a lo que sucedía con su angustia y desazón. Pasaron casi toda la mañana sentadas en la galería, su lugar sagrado: ahí se conversaba todo lo que había que conversar.

  • Habría que ir a la comisaria para averiguar si saben algo o al menos dejar asentado que tu padre no viene desde ayer.
  • Esperemos hasta la tarde, algo me dice que tiene que volver.
  • Bueno, esperemos un rato, además no me animo a ir sola, me gustaría que me acompañes.

La lluvia había llegado después de un largo período de sequía, permitiendo que para las primeras horas de la tarde, al menos a caballo, los caminos estuvieran transitables. De repente oyeron el ritmo de un trote que se acercaba; era el comisario montado en su yegua marrón que venía a traerles la noticia: “Aparentemente hubo un enfrentamiento con cuatreros y su padre, en defensa de lo ajeno, se llevó lo peor”. La tragedia les había golpeado la puerta. El comisario las acompañó por un largo rato intentando consolar su dolor y antes de retirarse le pidió a su madre que por la tarde se acercara a la comisaría, ya que había algunos detalles que aún no estaban claros y por “secreto de sumario” todavía no los podían adelantar.

La familia Azurduy se caracterizaba por algo bastante común en la zona y en la época: pagar salarios menos que magros y además, no todo lo que correspondía, como ser las indemnizaciones. En poco tiempo el arribo de un encargado nuevo con su familia relevaría el lugar vacante provocando que para ellas ya no hubiera más lugar en ese establecimiento. Dos semanas más tarde tuvieron que dejar la casa en busca de nuevos horizontes y sin contar con algo de dinero que las ayudase. Se encontraron de frente con el fantasma de la desolación y el desamparo que gobierna en la calle. Así fue que les otorgaron asilo por unos días en la capilla de Nuestra Señora de Itatí en Mercedes hasta que, a través de un catequista, consiguieron abrirse un nuevo camino.

A su madre, caracterizada por su carácter duro, tenaz pero de una belleza espiritual poco común de ver en el ambiente que se manejaba, le habían ofrecido un trabajo de servicios domésticos en una casa en Esquina, con la posibilidad de que ambas pudiesen vivir en dicho lugar.

Fueron muy compañeras: compartían el dormitorio, se ayudaban con las tareas, la muchacha pudo comenzar el cursado de sus estudios secundarios y todo de a poco fue recuperando dignidad, que con el tiempo se transformó en un modesto progreso.

Su madre había comenzado a coser para afuera en su tiempo de ocio, con una máquina usada que pudo adquirir. La actividad fue creciendo gradualmente pero quitándole horas al descanso, además de los ruidos molestos que retumbaban por toda la casa durante la noche. La salida no fue otra que emanciparse de la familia que las acogió, sin dejar de estar agradecidas por el resto de sus días.

Alquilaron la planta alta de una casa muy vieja, ella aprendió el oficio de su madre y juntas trabajaban por las tardes y hasta entrada la noche por varios años. Al finalizar sus estudios e intentando independizarse trabajó algunos meses con el turismo de pesca de la zona sin ser de su agrado. Algo de su vida en Esquina no le cerraba y una relación de verano, a pesar de su fugacidad, la llevó a desafiar su destino, al menos por un tiempo, en la ciudad de Santa Fe.

Era alta, de tez trigueña, ojos verdes, pelo algo ondulado, un perfil exquisito, bella por donde se la mirara.

En Santa Fe las cosas tampoco fueron fáciles al principio pero el tiempo las fue  acomodando paulatinamente y algo de eso tuvo que ver con la tenacidad que le dieron los golpes a lo largo del camino. Se había ido con una promesa de trabajo en el bar del puerto y un lugar para vivir en una pensión que le facilitó un turista que conoció en Esquina. La vida parecía ir dando los pasos que al menos pretendía su madre: los del orden, los del trabajo, los de la decencia, los del honor. Pero seguía sin ser lo que ella buscaba o al menos pretendía.

Una mañana de invierno, benigno como casi siempre suele ser en Santa Fe, le sirvió un café por tercer día consecutivo a un hombre que dijo ser el dueño de una barcaza que andaba por las aguas del Paraná acopiando pescados de los pescadores de la región. Era de rasgos rectos, angulosos, piel no arrugada pero sí de grietas profundas, brillosa, pelo negro, duro y tupido, y de apariencia apática que contrastaba con un modo de ser afable. Un hombre del río.

A través de las ventanas del bar se palpaba la actividad flemática del puerto, y se podía apreciar la belleza del rio Paraná, en el que a esa altura comienzan a emerger las entrañas voraces del litoral.

Sin dejar de hacer sus tareas, lo observaba disimuladamente y él hacía lo mismo.

 

―Disculpe que la moleste señorita, pero… ¿hace mucho que trabaja aquí?

―Ninguna molestia. Sí, hace un tiempo pero siento que hiciera como cien años ya.

―¿Nació aquí en Santa Fe?

―No, soy del campo, nací pegadito a Mercedes, Corrientes. Mis padres son de Formosa pero por trabajo terminaron ahí.

―¡Ahh! le iba a decir que tenía me pareció reconocer una tonada correntina. Yo también soy de por allá.

―¿Aja?! ¡qué casualidad!

―Así es m´hijita…

―Yo soy de ahí porque mi papá trabajaba en un campo de la zona. Cuando murió y quedamos en la calle, enseguidita nos fuimos con mi mamá a vivir a Esquina.

―¿La puedo tutear? Le dijo el hombre clavándole la mirada un tanto exhausto.

―¡Claro, por supuesto!

―¿Así que tu papá trabajaba en un campo cerquita de Mercedes y cuando murió, tu mamá y vos se fueron a vivir a Esquina?

―¡Aja! Así fue la historia, Don. Muy dura pero es lo que tocó… Una propone y Dios dispone ¿vio? Aunque considero que Dios fue un invento del hombre…

―¿Cómo?

―Sí… Se lo inventó el hombre para no ser libre, creo bah, que se yo…

―Y… ¿qué decirte? Algo de eso comparto.

―¿y usted siempre anduvo con los barcos?

―No, de joven fui maestro rural y a los cuarenta años más o menos empecé con esta actividad ¿y de qué murió tu papá? Si se puede saber…

―En un enfrentamiento con unos cuatreros de la zona… una desgracia…

El hombre la dejaba hablar y después de unos minutos de silencio absoluto irrumpió diciendo:

―Conozco muy bien esa zona, muy bien, muy bien… repetía bajando el tono de su voz hasta llegar a ser casi imperceptible y mirando para todos lados menos a los ojos de ella que seguía en lo suyo.

Se retiró lento, ya había pagado, y esta vez la saludó con cierta displicencia, no por destrato sino por el agobio del asombro. Subió a la barcaza, anotó algunos datos más en el cuaderno en donde llevaba el registro de los pescados, se llevó un cigarrillo apagado a la boca y arrancó entre el humo y los borbotones del motor a un ritmo muy lento río arriba, abriendo una estela de agua que iba arrinconando camalotes sobre la costa. Ya no volvería por un largo tiempo.

Ella también siguió inmersa en sus quehaceres sin haber notado, nunca, el estado emocional del hombre. Su vida, su crianza y las dificultades que tuvo que sortear hicieron que perdiera capacidad de asombro. Su madre era igual.

Pasaron algunas semanas sin que el hombre anduviera por las inmediaciones del puerto, presumió que podría deberse a un temporal pasajero que no permitía que se diesen las condiciones para navegar. No se olvidaba de él, había algo que hacía recurrente su evocación.

Una tarde en la que ya se apreciaba el remanso del invierno, cuando nada parecía transgredir la estanqueidad de la rutina y el final del día comenzaba a emerger, ingresó al bar el hombre de la barcaza pesquera. Se quitó el sombrero y juntando las manos en el centro de su pecho como disculpándose, le preguntó si estaba a tiempo de tomar una cerveza. Con gesto de asombro y agrado le respondió que nunca iba a ser tarde para facilitarle un momento de descanso y lo invitó a pasar. El hombre se sacó el impermeable, lo colgó en el respaldar de la silla junto al sombrero y se sentó en la mesa de siempre, al lado de la ventana para poder ver la barcaza. Nunca olía a pescado. Por la edad podría ser su padre. El trato era cordial y respetuoso y empezó a gustarles llamarse por sus nombres. Ese día era ella quien sacaba temas de conversación y él respondía de forma amable pero sin ahondar en las respuestas.

Iba a pasar la noche amarrado en el puerto y por la mañana, ni bien alumbrase el sol, emprendería su regreso. La saludó afectuosamente y se retiró. A ella le llamó la atención que hubiera ido hasta ahí solo a pasar la noche pero en realidad nunca supo demasiado de su vida.

A primera hora del día siguiente, apesadumbrado y molesto por no haber podido conciliar el sueño en toda la noche por pesadillas que lo transportaban al abismo, decidió emprender el viaje antes de lo pensado, pero previo a zarpar, tomó la decisión de no pasar por alto el motivo por el cual había ido hasta ahí. Arrancó una hoja del cuaderno de registros y con mucho temor y prolijidad le escribió la siguiente nota:

 

Querida Lucía:

He venido hasta aquí para contarte la verdad sobre tu historia porque creo que no la sabés, aunque tu madre sí, pero el paso del tiempo me ha ido quitando hidalguía y hay momentos de la vida que ya no puedo enfrentar.

Tu padre está vivo y es mi hermano. A quien vos considerabas tu papá, no lo mataron en un asunto de cuatrerismo. Fue mi hermano que nunca toleró que tu madre se haya ido con él y encima llevando en el vientre, su sangre apenas latiendo. Te quiero aún desde antes de haberte conocido y te voy a querer por el resto de mi vida.

 

El Tío Oscar

 

 

Autor:
Martín Francés

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