Publicado en: 28/09/2024 Andrea Candia Gajá Comentarios: 0
Foto: www.revistaanfibia.com

De prolífica escritura, Héctor Tizón se dio a conocer en el universo literario como un autor que, entre muchas otras de sus características, se distinguió por un apego a su lugar de origen. Más allá de representar dicho espacio de pertenencia bajo la clásica mirada sobre una Argentina completamente porteña, Tizón situó sus escenarios narrativos en espacios que remiten a Yala, provincia de Jujuy, al norte argentino, donde el autor vivió su infancia.

Como los pueblos fantasma de Juan Rulfo en el México posrevolucionario de principios del siglo XX, que se alejan significativamente de la dinámica de la capital del país, Tizón hace de los paisajes montañosos de Yala una fotografía que rompe con el imaginario popular de la Argentina del tango y Caminito y nos muestra ese otro territorio de geografía caprichosa y montañas rojizas.

Por momentos, también parece acercarse a la escritura del peruano José María Arguedas que tan fielmente representó los paisajes peruanos y su enredada dinámica social en un territorio que, como muchos otros de América Latina, lucha entre el sincretismo y la imposición de la cultura dominante. No en vano Tizón se asumía como parte de la cultura altoperuana.

Escritor, abogado, periodista y diplomático, Héctor Tizón fue, a pesar de su arraigo a su tierra, un nómada. La ciudad de La Plata lo acogió como estudiante de Derecho en 1949. De igual forma, años más tarde viajó a México como agregado cultural lugar donde, en 1960, publicó su primer libro, un compendio de relatos titulado A un costado de los rieles, y se vinculó con escritores como el mencionado Juan Rulfo, Augusto Monterroso y Ernesto Cardenal. Fue cónsul en Milán y, finalmente, vivió en Madrid el periodo más largo de la lejanía con su tierra, cuando la dictadura militar lo desterró en 1976 para no volver hasta 1982, seis años después de su salida del país.

Para Tizón, como para muchos otros escritores que padecieron del mismo destino, el exilio representó algo más que sólo una transformación a nivel personal. Con todas las complejidades conocidas que implica el migrar de manera forzada y sin certeza alguna, el escritor volcó su experiencia en las letras de ese exilio. El destierro y la vida bajo el yugo militar previa a éste, se convirtieron en el lugar de sus relatos. Sus personajes y las dolencias que los acompañan, se vieron de pronto habitando en un espacio sin fronteras definidas en el que una cierta melancolía, recorre la cotidianidad de individuos sujetos a la incertidumbre.

De esta experiencia se desprenden textos como las novelas La casa y el viento, que transmite una sensación de la búsqueda por huir y salvar la vida y, El hombre que llegó a un pueblo, que representa la imposibilidad del retorno, problemática ampliamente trabajada desde la sociología y la historia del tiempo presente.

De igual forma, entre esa producción destacan, sobre todo, tres cuentos de Tizón que convocan al artículo presente. ¿Alguien ha llamado?, Los árboles y Regreso, se sitúan como muestras narrativas representativas de un periodo que hizo de la escritura del autor, un universo de figuraciones de la nostalgia, la pérdida y la posibilidad o imposibilidad de creación en el exilio.

 

La omisión como refugio. La infancia como patria.

 

“-¿Alguien llamó? -No” (Tizón, 2011, p. 314). La interrogación con la que finaliza el cuento ¿Alguien ha llamado? pone en evidencia que no es una pregunta retórica y que no tendrá una respuesta afirmativa nunca.

Fiel a la caracterización de los espacios en los que se desarrollan sus personajes, la historia se despliega en un pueblo en el que los protagonistas se mueven con la familiaridad que otorgan los lugares pequeños.

En aquel escenario, un pareja, la señora Noemí y Don Juan, se enfrentan a la repentina desaparición de su hijo Diego, mientras el pueblo se sumerge en una dinámica de incertidumbre y ausencias repentinas.

La descripción que Tizón hace de los personajes, es puntual y poderosa. Una mujer, la madre del chico desaparecido, que no tiene más de cincuenta años, aparenta ser mucho mayor. Con sólo ese dato, el texto introduce al lector en la personificación del dolor por la ausencia. No hace falta dar más detalles para comprender el daño que la incertidumbre sobre el paradero de su hijo ha provocado en ella.

La transformación es total; no sólo en el aspecto de Noemí que parece haber envejecido abruptamente, sino en la dinámica de la vida cotidiana de la pareja. Como centinela, uno de ellos hace guardia permanente en casa atento al teléfono o a la puerta del hogar. Y como un faro que guía a buen puerto, la luz de la puerta de entrada permanece siempre encendida para que su hijo sepa que ha sorteado la tormenta; que está finalmente en casa.

La agonía de los padres incrementa con las suposiciones que la autoridad brinda sobre la desaparición de su hijo. Entre atardeceres que enmarcan la silueta de Juan y Noemí, la pareja espera siempre la presencia del hijo que no volverá, pero cuya sombra parece transitar las calles de la plaza del pueblo.

La neblina de la desaparición consume al relato como lo hace con el espacio que habitan los personajes. Las ausencias, se apoderan de la narrativa conforme vacían el espacio físico. Se nombra lo invisible; se relata la vida de un sujeto que ha quedado suspendido en un lugar inaccesible. Se le convoca en presente a la figuración de quien ya no se conoce, con certeza, qué tiempo habita.

Don Juan busca a su hijo Diego y anhela su regreso mientras Don Luis, el hombre con el que hablaba en el banco de la plaza frente a la iglesia, un día, inesperadamente, como ocurre con la desaparición, no vuelve más. En ese tiempo incierto, Juan y Noemí sobreviven en la espera de su hijo.

“¿Alguien llamó?” Pregunta Don Juan, el padre de Diego. No nombra al hijo que espera día y noche; al que busca en la plaza, en las calles del barrio, y para quien enciende la luz de entrada a casa. No hace falta que lo nombre, Noemí sabe que habla de él. Y ella tampoco lo nombra. Es evidente que la evocación refiere a la misma persona y, sin embargo, el eufemismo es desgarrador. Si el decir implica otorgarle presencia a alguien o a algo, ¿Qué pasa cuando se prefiere callar para evitar recibir la respuesta de lo que en el fondo ya se sabe?

En ese Alguien, con mayúscula, está el hijo de Noemí y Juan y, para Tizón, en esa difusa figuración, están todos los desaparecidos; todas las voces que se espera escuchar al otro lado del auricular.

La figuración de la ausencia es constante en los relatos del escritor quien, a través de distintas representaciones, evoca presencias que protagonizan historias que ponen de manifiesto la fractura del tejido social que se experimentó tanto para quienes se quedaron en Argentina, como para quienes partieron al exilio.

En el relato Los árboles, Tizón nos enfrenta, una vez más, con un hombre que, en el destierro, llega a un lugar desconocido en el que no cuenta más que con sus materiales de pintura, un poco de ropa y la fotografía de su hijo, de quien no sólo no habla, sino que pocas veces lo nombra. Como si la omisión pudiera borrar el recuerdo de una vida.

El amenazante sentimiento de extranjeridad, invade a un protagonista que camina, casi de forma automatizada, a la casa que deberá hacer propia pero que, más allá de habitar, utiliza como blindaje hacia el exterior al mantener las celosías permanentemente cerradas. Lo expresa de la siguiente manera: “Atrás quedaba el paisaje, la vida gris, ajena, su propio holocausto, para siempre. Ni siquiera le interesó el secreto placer de ir descubriendo los rincones desconocidos de la casa, fría y extraterritorial, que tendría que habitar en adelante” (Tizón, 2011, p. 415).

Una pequeña casa que hace pensar más bien en una cabaña, la sensación de ajenidad, y un clima que le dificulta establecer vínculos con el exterior, lo sumergen en una dinámica en donde el tiempo pierde cadencia.

El adentro y el afuera encuentran, en un árbol que el protagonista logra trazar en su lienzo, el único vínculo entre la tierra que quedó atrás y ese lugar ajeno; entre el pasado, y la patria que lo vio nacer, y un presente que parece no tener territorio cierto. El recuerdo de un árbol, y la viva imagen de otro, se contraponen y se transforman en una especie de hogar provisional para un protagonista que rememora constantemente su infancia y la casa en la que creció su hijo, ese del cual no habla. “Un árbol nuevo y semejante a algún árbol de mi infancia” (Tizón, 2011, p. 425).

La incapacidad de crear con la que tropieza el personaje de Los árboles, desprende, a su vez, una sensación de vacío existencial. El protagonista percibe una cierta orfandad de una patria que lo ancle a un territorio. Y en ese desamparo en el que parece que el tiempo no pasa, también se detiene su proceso creativo. Sin patria, sin hijo, y sin certezas, el personaje se niega, incluso, a abrir las cartas que recibe del exterior.

 

La patria, para un hombre errante, será siempre algo que no fue; pero que lo condiciona permanentemente, y lo ata le sujeta el alma a una realidad remota pero viva y subyacente; una especie de pasaporte para nadar por el mundo o por la vida, en un largo viaje que, sin ello, sería totalmente absurdo. (Tizón, 2011, p. 413)

 

La evocación, el destierro y la muerte, se mezclan con la búsqueda de un lugar de pertenencia. En un sitio lejano y extraño, la casa que habita, la fotografía de su hijo y el árbol que logró representar en el lienzo parecen haberse transformado en esa patria esquiva.

En Regreso, Héctor Tizón narra el viaje de vuelta a su lugar de origen, de un hombre que debe poner en orden los papeles de su padre recién fallecido y cobrar su herencia.

La ruta para llegar, lo hace rememorar su infancia y a la vida familiar. Conforme avanza en el tiempo, sus recuerdos lo tiran hacia atrás. Como si el vínculo con esa casa perteneciera a un periodo que ya no es y el protagonista viviera, de manera simultánea, en dos tiempos paralelos: el que va hacia delante, y el que vuelve atrás.

El encuentro con una casa que, si bien fue el hogar de sus primeros años de vida, ahora pertenece más a la memoria de un espacio ajeno, pone de manifiesto la cuestión del lugar de pertenencia. ¿El protagonista es parte de ese lugar que dejó hace tanto tiempo?, o ¿Su verdadera patria es el recuerdo de su infancia? “[…] Las imágenes lo volvieron a tocar advirtiéndole –en vano- que el tiempo era sólo un capricho, pero, en definitiva, una forma inexacta de medir” (Tizón, 2011, p. 239).

Sin que se muestre de manera tan evidente como los dos relatos anteriores en los que la situación de los protagonistas está claramente marcada por la dictadura y el exilio, en Regreso Tizón dialoga, desde la metáfora, con la posibilidad del retorno.

El protagonista del relato recorre una casa que fue suya y que, en el presente, siente ajena. Al caminarla, la dota de imágenes de esa infancia que le permite poseerla de nuevo, aunque sea en la memoria. La enfermedad y la muerte de su madre, la presencia de su padre; los recuerdos en el patio y las habitaciones, inundan su evocación.

Los recuerdos se interrumpen constantemente por sonidos que lo expulsan de su estado de introspección. Parece percibir que hay alguien más dentro, aunque no consigue encontrarse con nadie.

En ese recorrido en el que escucha crujir los pisos y las escaleras, la habitación de su infancia lo encuentra con su muerte. Esta escena desata, como en los otros relatos de Tizón, más respuestas que certezas. ¿Vuelve para morir en el lugar que lo vio nacer?, ¿Realmente retornó al sitio del que partió, o ese lugar ya es sólo una ensoñación de la niñez en su memoria? La vuelta a la patria para sucumbir, o para ocupar, aunque sea por un momento, el espacio arrebatado, como una especie de conquista sobre el destierro. Volver a habitar la tierra que se le negó.

Algo queda de cierto: no se vuelve al mismo lugar, como tampoco se es la misma persona que lo dejó.

El silencio acompaña la narrativa de estos relatos. Desde la omisión lo dice todo, le da forma al vacío llenando el espacio de una nada cargada de historias y se esconde detrás de eufemismos que nombran al dolor.

La sutileza de la narrativa de Tizón es potente, tanto como la figuración de una sombra; como la belleza de la simpleza de un pueblo fronterizo; como la transformación de la infancia en el lugar de la patria. ¿Alguien llamó? Nos seguimos preguntando. Y en ese Alguien, como Héctor Tizón, se nombra a todas las ausencias.

 

Bibliografía

 

-Tizón, Héctor (2011). Cuentos completos. Alfaguara, España.

 

 

 

Autora:
Andrea Candia Gajá

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