Publicado en: 28/09/2024 Ebel Barat Comentarios: 0
Foto: www.poemas-del-alma.com

La experiencia de abordar la literatura de Tizón puede compararse ―si nos imaginásemos recorriendo un delta como el que hay frente a mi ciudad― con tomar un afluente escondido del gran curso principal. Ese riacho, firme y menudo, exhibirá su propia enramada, su propia agua corriendo con la energía de la mansedumbre, sus recodos, sus coloridos pájaros de vuelo bajo, su animal muerto, en fin, las cosas que lo definen como tal. El riacho habrá de quedar en la memoria del navegante a canoa y será una idea, un testimonio que nunca termina de exhibir lo que atesora y deja para después, (siempre después) revelaciones, sorpresas, despojos, cariños.

Si lo que no es explícito es tan o más importante que lo que se dice, así el riacho habrá, en principio, de velar aquello que no muestra de inmediato, aunque, a poco de recorrerlo con la atención y el ritmo adecuados, nos permitirá acceder a la riqueza desplegada en esos detalles que son filones de un vasto universo.

La palabra podrá remitir a un exceso que quedará invalidado si se consideran las innúmeras vetas que se extienden desde los fragmentos, las trazas, incluso los silencios propios de la narrativa de Tizón. El universo reside completo en el cuerpo de una hoja, aproximadamente así reza una frase leída al acaso y bastará pensar en “Hojas de hierba” del gran Whitman.

Desde lo pequeño, el esbozo, la sensación, suele izarse la literatura del autor y adquiere rasgos universales. No es que esa literatura evite sucesos tan fatales como trágicos: habrán de estar presentes siendo necesarios en cada historia donde tantas fuerzas convergen. Será imposible describir esas ilimitadas fuerzas, pero posible sugerirlas subyaciendo en los intersticios de los escuetos hechos que se narran.

Si bien aplicable a Tizón por sus méritos, no es el elogio la intención de estas reflexiones, sino un breve intento de acercarnos al ánimo de la obra del autor argentino con su originalidad, su costumbrismo y su consistencia. Porque Tizón pertenece a la comunidad de escritores que hablan de lo que conocen acabadamente. Es por eso que, aún con rasgos que pueden rondar lo fantástico ―con elementos del disparate o la parodia― su escritura detenta la verosimilitud necesaria para que cale hondamente en el lector. Tan regionales como profundamente humanas son sus historias y sus personajes que, sin incurrir en excesos de estilo, se acercan a arquetipos a los que les es imposible sustraerse a sus destinos: nadie o casi nadie evita cumplir lo que tiene asignado.

Queda, entonces, un residuo de mansa tristeza frente a las fatalidades. No vemos en Tizón la posibilidad de mitigar esa tristeza por medio de credos o desenlaces edificantes como podía suceder en la obra del autor al que nos dedicáramos en el número anterior: Jon Fosse. No existe otra posibilidad que recorrer el camino, aunque, como contrapartida, es inherente a la condición humana, la aptitud para valorar y disfrutar lo que ofrece la naturaleza. Esa naturaleza cuya gloria se percibe como una suerte de divinidad que se vierte en sorbos poderosos como los del aguardiente.

Tizón es un escritor intervenido por el entorno. Si bien la afirmación es aplicable a cualquiera, en su caso, la influencia es flagrante y definitoria. No hay muchos autores argentinos hechos en la atmósfera de nuestro norte. Ese marco, ese medio, se trasunta en la escritura del jujeño dándole rasgos propios para constituir una estética difícil de encontrar en otro.

Tizón nació en los confines de lo que fuera el Virreinato del Río de la Plata y en un territorio influenciado por el centro de la colonia, es decir el Virreinato del Perú. Las costumbres, los rituales de nuestro extremo norte se asemejan a los de los países que se sitúan en ese rumbo, como se asemejan el clima y la geografía. La sierra es un macizo que cruza Ecuador, Perú y Bolivia hasta llegar a la tierra del escritor Jujeño. Consideremos además la presencia de las naciones aborígenes en la sociología de esas comarcas y todo el caudal de su cultura volcado en su manera de afrontar la vida. Esas condiciones predisponentes distinguen a Tizón de otros autores argentinos afincados geográfica o culturalmente en el centro del país como proyección de las populosas áreas que se irradian desde el Río de la Plata y en las que el paisaje y la sociología son diferentes.

Los registros de Tizón, entonces, son autóctonos porque remiten a lo que lo forjó de niño: la cultura de su tierra.

Sin embargo, los avatares de su vida lo llevaron a emprender un largo periplo: primero hacia los centros urbanos donde le tocó estudiar, luego a la capital de Argentina y después a ejercer la diplomacia en México, país en el que, seguramente, habrá encontrado mayores homologías con su propia tradición. Vale la pena registrar aquí sus contactos con Juan Rulfo cuya obra bien puede emparentarse con la de Tizón.

Queda considerar otro hecho definitorio entre sus experiencias: nos referimos al exilio forzado por la irrupción del golpe cívico militar de 1973. Siguieron sus años en España signados por una improductividad literaria angustiante. Esta larga temporada habría de operar como bisagra en su obra ya que, después y, recuperado el hábito de la escritura, su producción experimenta un cambio que la vuelve más alegórica y recorrida por una suerte de bruma que difumina tanto los hechos como las localizaciones. No aparecen los registros ciertos de poblados o parajes. Incluso el discurso, con la indeleble marca de lo regional presenta rasgos más eruditos y propios del lenguaje universal. Lo consideramos como un emergente lógico de una vida que desde el pueblo natal se proyecta a un variado concierto de países y, en especial, de lecturas en las que, lógicamente, no faltan los clásicos.

Hijo de ferroviario, el tren ha resonado con especial frecuencia en las historias de Tizón. Es dable pensar que ese tendido rectilíneo traía la conexión con “el afuera” relativizando el aislamiento propio de los pueblitos norteños. Un sentimiento de posible contacto y pertenencia a algo mucho más grande ha, sin duda, influido en el ideario del niño de Yala y de todos los habitantes. No solo la gesta del tendido (de por sí dramática y abordada con poderosa severidad en “La mujer de Strasser”) sino las noticias recibidas, los intercambios, el arribo por trabajo de otra gente y más aún la posibilidad de ir lejos, han producido una marca inevitable en las comarcas del norte y en Tizón en particular.

Si bien el autor ocupó más páginas con sus novelas, son categóricos sus cuentos cortos en donde la parábola, las alusiones y los símbolos tienen la contundencia que recomendaba Cortázar al analizar las posibilidades de ambos géneros.

Al igual que en Hemingway el culto de la novela es posterior y en el resultado pueden objetarse cuestiones de estilo como intercambios de los tiempos narrativos que, a veces, suenan erráticos y la interpolación de sub historias que parecen no definirse aportando poco a la trama principal. Aquí creemos adecuado comentar que es probable que, al profundizarlas cobren sentido e incluso enriquezcan los poderosos hechos centrales. Poderosos son también los personajes que, especialmente en sus silencios o en su economía expresiva, se muestran atrayentes por su rotundidad. Sin ser arquetípicos se van delimitando con la fuerza necesaria para asegurar la calidad del drama. Silente poderío, entonces, y hondura extendida.

En el extrarradio del canon, concisa, silvestre en las expresiones y severa, está la narrativa de Tizón y su experiencia suele calar en el ánimo del lector.

El recorrido por su obra, a la manera del bello riacho, ofrecerá, también, sugestión y misterios.  Estarán presentes las potencias universales que debe afrontar y protagonizar la vida humana, dura faena, aunque aliviada por la capacidad de comprobar, a cada momento, la belleza del mundo.

 

 


Autor:
Ebel Barat

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