Publicado en: 01/06/2023 Rubén Leva Comentarios: 0

—Se los llevaron.

—¿Usted lo vio?

—Se los llevaron, sí.

— ¿Pero cuándo? ¿Cuánto tiempo hace?

—No sé, hace bastante, diez años hará.

—Adónde los llevaron.

—Quién sabe.

—¿Pero, quién se los llevó?

El hombre hizo silencio.

—Estoy aquí para buscarlos ¿Por dónde empiezo? ¿Usted sabe?  Usted vio, no lo niegue, dígame.

—Yo no sé nada señor, déjeme, no sé nada.

El hombre que preguntaba se quedó parado en el lugar. El otro dio media vuelta y se metió dentro de la casa.

 

—Tenés que buscarnos, es tu obligación, pero nosotros no podemos ayudarte, no sabemos dónde estamos.

—¿Cómo? ¿Amalia? ¿Sos vos? No te oigo bien.

—Es que tengo algo que me llena la boca, es como una pasta. Esperá un poco, ya se me va a pasar, esperá, va a llevar unos minutos.

—Está bien. Pero no sé de dónde viene tu voz.

—Eso no importa. La cuestión es que viene, que me escuchás ¿no es cierto?

—Sí, te escucho. No sabés dónde están, dijiste, vos y quién más ¿Ricardo? ¿Está con vos Ricardo?

—No, no lo sé. Sí, Ricardo, está, pero él tampoco sabe, no sabemos. Nos llevaron con los ojos vendados, tabicados, dicen ellos. Nos metieron en un auto, ahí fue que me pusieron algo en la boca para que no gritara, tal vez era algodón, algo blando, fibroso, espumoso, que enseguida con la saliva se hizo como una pasta, me hicieron tirar al piso. En ese momento Ricardo no estaba conmigo, no hubiéramos entrado los dos en el piso de ese auto. Dieron muchas vueltas, muchas, me pusieron los pies encima, todavía siento el olor negro de sus zapatos o eran botas, no sé, y se reían y fumaban sin parar, y yo me ahogaba con el humo y pateaba con todas mis fuerzas, bah, todas mis fuerzas, las que me quedaban, estaba aterrorizada y el terror me había aflojado los músculos, estaba blanda, laxa, entonces me pegaron con algo duro en las rodillas y en la panza, dolía mucho, quedate quieta, puta, y vomité, hija de puta, me dijeron y me dieron un golpe en la boca, una piña debe haber sido, ahí me quedé quieta, qué tufo, carajo, ahora, cuando paremos, te vas a chupar esa porquería que largaste, yegua, me dijo uno. Ricardo no sé, creo que a él lo metieron en el baúl, no estoy segura. Después nos bajaron, ahí sé que él estaba conmigo, lo sentí, sentí su miedo, pude oler su miedo, su cuerpo junto a mí, casi rozándome, temblábamos, los dos temblábamos, y había pastos, creo, nos llegaban a las pantorrillas, estaban mojados, el rocío, tal vez. Debe haber sido de noche o de madrugada, no sé, yo no veía nada. Ahora mismo estoy mojada, muy mojada, algo me roza el cuerpo, me muerde, sí, pequeños mordiscos, como agujas, duele.

—No, tiene que haber sido de día, con el sol alto, muy alto, yo veía un fulgor a través de la venda y por debajo, por la hendija que se había formado entre la nariz y la mejilla, veía un terrón de tierra reseca o era una piedra marrón que brillaba, brillaba como si tuviera una incrustación de mica, o tal vez era vidrio, vidrio marrón, un pedazo de alguna botella, algo así.

-—Ricardo ¿Sos vos? Tierra reseca, piedra, vidrio, no había pasto, no había rocío entonces. ¿Dónde? ¿Los llevaron juntos?

—Juntos, sí, juntos nos llevaron. A mí en el baúl, sí, como dice Amalia.

—¿Pero a qué lugar?

—No sabemos, ya ves, para Ricardo un lugar seco y de mucho sol, para mí un lugar oscuro y húmedo, más que húmedo, como si fuera agua, pura agua. No sabemos. Pero aquí estamos. Vení a buscarnos. Estamos muy solos. Desde hace tanto tiempo, hace frío.

—Pero ¿están juntos?

—No sabemos. Ella cree que sí. Yo no sé. Creo que no.

—Ricardo, no digas eso, yo te siento junto a mí.

—No sé. Vos tenés frío, yo calor. Yo antes te sentía, siempre te sentía, aunque estuviéramos lejos, te acordás de aquel poema que te escribí desde París la primera vez que tuve que irme, esta distancia que nos une, te decía, ahora no, ahora no te siento. Qué triste, Amalia, nos han separado.

—Me acuerdo. Por qué volviste. Tendrías que haberte quedado allá. Hubieras podido quedarte allá, estarías en la Sorbona, darías clases, seguro, escribirías libros, con tu inteligencia, Ricardo, qué desperdicio, qué pena.

—Pero vos estabas acá, Amalia.

 

—Usted los conocía, Padre, vivían acá cerca, a la vuelta de la iglesia. Esta es mi hermana con su esposo el día del casamiento -le alcanza una foto- mírela bien ¿no es un ángel? de chica quería ser monja ¿sabe?

—No, quizás los vi alguna vez, pero seguro que no venían a misa, su hermana debe haber cambiado mucho desde su niñez, alguna gente pierde el camino ¿no es así? – le devuelve la foto– No, ya le digo, si hubieran andado por aquí los recordaría.

—Pero usted debe saber ¿está seguro que no sabe? Alguien, un vecino, me dijo que hubo mucho alboroto esa noche, la puerta de la casa todavía tiene las marcas, se ve desde la vereda, yo vine a buscarlos porque estuve varios años afuera y desde entonces no sé nada de ellos, estuve en otro país ¿sabe? Y al volver me encontré con esto, y están los agujeros en la pared y las persianas desvencijadas. Parece mentira, después de diez años, que esté vacía, que nadie la haya ocupado, si se robaban todo, cómo nadie se apropió de esa casa, eso me llama la atención ¿sabe?

—No sé nada, hijo.

—¿A esta iglesia no venía siempre el Coronel Escalante?

—¿Y eso que tiene que ver?

—Es que de él me dijeron que se metió un día en la casa, que pensaba quedarse a vivir ahí, que iba a traer a su familia, pero nadie lo volvió a ver. Me dijeron también que los albañiles y el carpintero que había llamado para comenzar las reparaciones se fueron sin entrar porque cuando llegaron él ya no estaba y que desde entonces la casa está así, abandonada, ruinosa, oscura. No lo entiendo ¿sabe?  Por ahí él le dijo algo alguna vez. Seguro que él algo sabía.

—No sé. Él desapareció, por acá no vino más. Murió o se fue, nadie sabe..

—Sí, poco tiempo después del secuestro se suicidó, me dijeron, otros dicen que lo mataron, otros que está escondido vaya a saber dónde. Pero antes de eso, antes de que nadie lo volviera a ver ¿no le dijo nada a usted? ¿Nunca habló de eso con usted?

El Cura hizo silencio, se persignó, palmeó al hombre en un brazo y comenzó a caminar hacia la sacristía.

—Secreto de confesión ¿eh?

El Cura detuvo su marcha, dio media vuelta, torció la boca en algo parecido a una sonrisa y agitó una mano frente a sus ojos como quien quiere sacarse una mosca de encima.

—Ve con Dios, hijo.

Salió a la vereda, alzó la cabeza, el sol del crepúsculo le dio de lleno en los ojos, entrecerró los párpados y por entre las pestañas vio el campanario como si estuviera enrejado, las palomas se agitaban allá arriba buscando cada una su nido para refugiarse de la noche que se acercaba. Cruzó la calle y se sentó en un banco de la plaza. Encendió un cigarrillo. Es lo de siempre, pensó, por este lado no voy a conseguir nada.

 

Se detiene frente a la verja de hierro que delimita el pequeño espacio de césped frente a la casa, la puerta está entornada, la empuja, el chirrido de las bisagras oxidadas acompaña sus primeros pasos rumbo al porche de acceso, se para en el umbral, mira en todas direcciones para ver si alguien pasa en ese momento por la calle, no ve a nadie, también la puerta de ingreso está sin llave pero la madera se ha hinchado y trabado con la humedad, ayudándose con el  peso del cuerpo la fuerza con el hombro y consigue abrirla hasta la mitad. Entra, vuelve a cerrar la puerta empujándola ahora con el otro hombro. Todo es oscuridad, prende un fósforo y aprovecha para encender otro cigarrillo, comienza a recorrer la casa iluminándose con la tenue luz del fósforo, está casi vacía, se han llevado todos los muebles y artefactos que pudieran haber existido y ser de alguna utilidad, sigue explorando, el baño está bien aunque muy sucio, encuentra  un cabo de vela sobre el botiquín, la enciende con lo poco que queda del fósforo, abre la canilla del lavabo, brota el agua, presiona el botón de la cisterna del inodoro, funciona, recorre el pasillo que comunica el baño con el dormitorio, entra, hay un pequeño escritorio cerca de la ventana, abre el cajón superior, encuentra una pistola, la toma en sus manos, la mira, revisa el cargador, falta una bala, olfatea el caño del arma, si la han disparado alguna vez, eso ha sido mucho tiempo atrás, la deja dentro del cajón, se acerca a la cama, está intacta pero sin sábanas ni frazadas. Imagina que ahí ha pasado aquella única noche el coronel Escalante, tal vez de él ha sido la pistola, aunque no deja de ser curioso que un militar no se la llevara consigo. Decide no pensar más en eso, decide que esa noche no volverá al hotel, como el coronel, aunque por otras razones, se quedará ahí, ahí retomará la búsqueda, en el mismo lugar donde ellos fueron secuestrados. Se sienta en el borde de la cama. Tira el pucho al suelo, lo aplasta con el pie derecho, se saca los zapatos, apaga la vela con un soplido, se humedece el pulgar y el índice de la mano izquierda con saliva y moja la mecha para evitar el humo y el olor, hace frío así que se acuesta vestido.

 

Un resplandor verde atravesó sus párpados. Abrió los ojos. El agua caía como una cascada desde su cabeza, resbalaba por su cuello y sus hombros desnudos, rodeaba sus pechos y se deslizaba por su vientre y su pubis cayendo finalmente en línea recta por sus piernas hasta el piso, donde dejaba un charco iridiscente

—Amalia, estás acá –ella abrió la boca y una burbuja conteniendo un pequeño pez plateado escapó de entre sus labios yendo a caer en el charco que se había formado a sus pies y ahí quedó retorciéndose.

—Ellos creyeron que me llevaban y que no volvería, y yo también lo creí, pero ahora, no sé cómo, estoy de nuevo aquí. Estoy allá y estoy aquí y de aquí no me voy a ir.

—¿Qué te pasa, Amalia? Estás temblando.

—Es el agua, te dije, no puedo librarme de esta agua ¿ves mi pelo, mi piel? Mirá mis manos arrugadas, blancas, frías, toda mi piel estás así, resbaladiza, blanda, como un jabón humedecido, cada vez más blanca, cada vez más blanda.

—Yo quiero encontrarte, Amalia. A vos y a Ricardo quiero encontrarlos ¿el agua debería orientarme?

—No sé, no sé dónde estamos. Ahora estoy aquí pero allá no sé dónde es.

—¿Por qué no te quedaste? Nos abandonaste.

—Ricardo ¿sos vos? –Estaba parado a la entrada del dormitorio, Amalia, al verlo, dejó escapar un gemido, quiso acercarse a él, pero no pudo, algo la detuvo y quedó como clavada en medio del charco a sus pies, el pequeño pez plateado aún se retorcía.

Hay un olor a querosén en el aire, Ricardo ¿sos vos?

—Es mi cuerpo, lo que fue mi cuerpo ¿No ves este humo, no ves este brillo?

Yo no los abandoné, Ricardo, ustedes no quisieron acompañarme, yo les avisé, sabían que no estaba de acuerdo con lo que pensaban hacer, se los advertí, estamos derrotados, les dije, vengan conmigo, vámonos, no hay nada que podamos hacer aquí, nos van a perseguir, nos van a matar.

—Y escapaste ¿eh?

—Sí, tenía miedo. Me fui muy lejos, muy lejos, otro país, otro idioma, un idioma que nunca quise aprender, Por mucho tiempo no vi a nadie, me desconecté del mundo. No quería pensar ni acordarme, de lo que había vivido, no quería saber lo que estaba pasando acá. Cuando salí de ese estado autista me horroricé, pero me horroricé sobre todo de mí mismo. Entonces vine, Ricardo, Amalia, entonces vine y fui a verlo a Juan Pablo que también pudo escapar y hoy vive en el Tigre. Él me contó, él me habló del secuestro de ustedes y de la desaparición de Escalante. Algunos suponían que se había suicidado pero su cuerpo no fue hallado nunca, él me contó de cuánto los buscaron a ustedes y de cómo nadie pudo encontrarlos. Entonces vine para acá. Vine a buscarlos, me impuse esa misión, estoy aquí para buscarlos, estoy aquí para encontrarlos.

—Ya encontraste todo lo que podías encontrar, ahora volvimos aquí, no sé cómo fue pero volvimos. No sabemos dónde están nuestros huesos o nuestras cenizas o lo que quede de nuestros cuerpos.

—Lo que veo no son sus cuerpos, entonces.

—No. Nadie sabe dónde están. Escalante podría haberlo sabido, pero nunca quiso hablar con nosotros, no podemos obligarlo, nos odia y lo odiamos ¿sabés? Al menos pudimos evitar que se quedara con nuestra casa. Después de eso tuvimos que irnos, pero ahora regresamos. Tal vez fuiste vos, con tus ganas de encontrarnos, el que nos trajo.

 

 

 

Autor:
Rubén Leva

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