Publicado en: 02/06/2023 Carla Caterina Comentarios: 0

Tiene la piel lozana a pesar de sus casi noventa. El pelo a manera de copa gris armado con spray. Se desliza con rapidez palpando los muebles, la vista es sin dudas el sentido que menos la acompaña. Igual no se da por vencida, resiste al bastón con toda su furia y se enoja y me grita ¡creen que soy vieja e inútil, ustedes creen eso! Y el gesto le arruga los párpados y le frunce los labios con la voz encrespada. La miro y guardo silencio, después sigue, ¡el día que me muera me van a encontrar en la cama dormida! Lo repite a modo de amenaza mientras me apunta con el dedo de la mano derecha.

Sabe de despedidas y entierros. Se han ido padres, hermanos, amigas y sobrinos. Su obligación con la vida parece ser indeclinable. Dice que hijos no tuvo, aunque, guardo mi recelo.

Me ofrece una taza té que prepara a tientas, ¿azúcar?, me pregunta dos veces, recuperando la calma. Da la impresión de ser la primera vez que nos vemos. De mi rostro nace un repentino disgusto por su repetición, por su vejez, por la vejez que ineludiblemente vendrá también y veo acá como un preludio. Luego, continúa:

— Era costumbre de mamá, nena. Nena, me dice. — Le gustaba dar órdenes: «Meté el carbón adentro de la cocina para calentar la leche que trae don Juan, después poné el agua para el té y la azucarera de loza sobre la mesa. La vida es amarga para beber té con leche sin azúcar».

Respira hondo varias veces, me cuenta que aprendió del yoga que ve en la televisión. Cierra los ojos y vuelve a la evocación de su madre: «Por la tarde viene don Francisco a tomar la merienda para pedir tu mano y no quiero que empieces con pavadas, tenés que casarte Carmencita, don Francisco es un buen hombre para vos».

Ahora los abre con la mirada sombría:

— ¿Le pusiste azúcar, nena? Repite.

No respondo. La miro con esa compasión que da el paso del tiempo y me pregunto si llegaré a los noventa. Después digo:

— ¿Pero no te casaste al final?

— Yo sentía que me quería casar, pero no con Francisco, ¡no! No con ese pobre infeliz, no.

Y la voz se le vuelve un susurro imperceptible, esa letanía que envuelve a las cosas que aún representan algo prohibido y castigado.

— Yo quería al cura. El padre alto y con esa luz en la cara, las pupilas oscuras, las manos que a veces me tocaban…

Después me mira con complicidad, ríe y se tapa la boca con su mano izquierda hasta que finalmente acota:

— Se armó un escándalo tremendo y mamá, pobre mamá, que en paz descanse, me pegó con el cinto que había dejado papá antes de morir, me pegó hasta que no me acuerdo más qué pasó.

Sirvo las tazas para aliviar sus movimientos temblorosos, miro el reloj sobre la pared, clavado en las doce de quién sabe cuándo, con un tic tac ausente como ilustración de un tiempo antiguo.

Oscuras nubes cubren el horizonte y la cocina se vuelve opaca. Me pregunto qué cura. Será aquél del que se hablaba cuando yo era niña, aquel flaco y alto de sotana marrón y sombrero en la mano que algunas veces vi en la puerta mientras jugaba en la glorieta. «Silvita, vení para acá, no molestes al Padre Mario que viene a dar la comunión, ¡Silvia!» La voz de mi madre enardecida hasta que se cansaba y me traía a la rastra y yo, insistente, desde la ventana espiaba al cura delgado y alto con sotana marrón meterse como un espectro dentro de la casa de mi abuela.

Eso al principio pasaba cuando mi abuela no estaba y, desde mi casa, que ocupaba el mismo terreno, yo veía esa rara secuencia de visitas, semejante a una película. Nunca hubo preguntas ni explicaciones, parecía que el pasado fuese parte de una zona prohibida, habitada solo por muertos.

— ¿Qué cura, Carmen?, ¿Mario? Pregunto en un hilo, temiendo desatar otra tempestad. Después revuelvo la infusión. Ella mantiene un momentáneo silencio y toma un atajo.

— Viste Francisco, el último paisano, el que me querían casar, me llamó la otra tarde para que vaya a visitarlo. Después hace una pausa, da un sorbo y sigue:

— ¡Pero para qué lo quiero ahora! Está viejo y gastado igual que yo. Agrega afinando las palabras para despojarlas de la nostalgia que trae recordar.

— Éramos jóvenes. Yo estudiaba maestra de grado, él no sé si era vendedor de panadería o repartidor de almacén. Digo vendedor porque siempre traía bandejas con masitas para mi madre. No sé si era para quedar bien o por interés. Venía los domingos y lo invitaba a almorzar. Sobre todo, después de la muerte mi padre. Pobre mi padre, mi padre y su cáncer, armando plumeros hasta el final, sentado en la silla del negocio; la cara dolorida, las manos curtidas. Pero el cura, el cura… venía cuando no había nadie, ese, el de la escuela del pueblo, ese que nadie quería porque decían que de noche andaba borracho durmiendo con mujeres de la calle. ¡Qué me importaba eso a mí, lo decían por celos, por pura chusma de vecindario! Todo él con ese porte y la furia de mis compañeras del magisterio obligadas al matrimonio, y yo locamente enamorada. ¡Pobre Francisco que insistentemente venía! Y yo tirándole la ilusión al tacho, si es que alguna vez la tuvo.

Echa la cabeza hacia atrás y lanza una risita sarcástica, se acomoda la pollera que todavía usa con enagua y me interroga qué tal mi trabajo, qué tal mis lecturas, como si volver al pasado pusiera su ánimo en un vaivén incesante, oscilando entre muecas de ironía y cambios de conversación.

Me levanto de la mesa con intención de saber más acerca de esas historias. Veo que afuera ha comenzado a llover. Son inicios del otoño.

— Y que tal Francisco, ¿cómo anda? Arrojo para continuar. Se tira una manta sobre los hombros antes de proseguir.

— Pobre Francisco, que al final se casó con la loca de enfrente – menciona con aire mordaz revolviendo en su memoria. Esa, la hija del carpintero. Hasta que enviudó porque la pisó un auto, no sé. Eso se comentaba en el pueblo, o vaya a saber si no fue el mismo Francisco con su auto cuando ya no la soportaba más de tanto que chillaba y temblaba porque dicen que tenía esquizofrenia. Pero no sé bien porque en esa época ya el cura venía por las noches a escondidas y no me interesaba qué pasaba afuera en el barrio.

Quiero tenderle la mano para llevarla hasta el living.

— ¡Ustedes, ustedes creen que soy vieja e inútil! Vuelve a gritarme. Después la miro y me vuelvo irónicamente hacia los costados buscando a los otros, buscando en el vacío del departamento a otras presencias. Hace mucho que sus gritos han espantado a la poca familia que le queda.

Las fotos dispersas, mustias y amarillentas, son de cuando niños: mis primos y yo, mi padre y su padre, mi tía y su madre. Este orgullo voraz no le permite disminuir su soledad que, lentamente, le va robando los años que le quedan.

— El padre Mario, el padre Mario – confiesa por fin, y se santigua mirando el cuadro de Jesús Crucificado, alargando un murmullo en forma de rezo como si él pudiese oírla.

Aguardo, poniendo toda mi atención sobre su discurso.

— Era guapísimo y de pocas palabras. Mi madre lo aborrecía, pero su investidura la obligaba a respetarlo y conservar modales. Además, nos proveía comida y daba la bendición para nuestras almas, y cuando murió mi padre y le dio la bendición para que fuera al cielo y vino una tremenda miseria y encima mi hermano se enfermó de encefalitis, tuvimos que aceptar todas sus ofrendas. Y también después fue generoso cuando me consiguió un puesto de maestra en la escuela y ya venía cada noche y se quedaba a dormir, y quizá el invierno siguiente al que murió mi padre fue el que recuerdo menos frío.

— Porque la casa era grande y helada, viste Silvita – me dice. Y me ordena que prenda la estufa porque ese mismo frío pareciera invadirla de nuevo. — El carbón no duraba toda la noche y el cura estaba cerca y se iba bien de mañana para que las vecinas se atragantaran de envidia.

De golpe, mutismo absoluto, parece que la remembranza le hubiese robado el aliento.  La mirada color almendra se le vuelve turbia, entorna los ojos y…

— ¡Prendé la luz, Silvita!, me estremece. Noto que en su súplica llega aparejado aquel suceso. — Estábamos en la escuela, allá en la República, en un salón del fondo donde yo daba clase y el padre Mario prácticamente encima mío, y yo que ese día había ido sin enagua por el calor y el pelo se me había desarmado y me reía a carcajadas con los labios rojos sin importarme nada y él convertido en bestia salvaje sacándose la sotana, pidiéndole perdón a Jesús colgado de la cruz y se abrió la puerta que pegó de lleno contra la pared y el director Estévez, ese petizo asqueroso, ese que me perseguía por todos lados, lanzó un grito tremendo, y mi madre entró con el cinto y me llevó a los tirones y yo tenía veinte años y la vergüenza fue enorme. Y sus insultos feroces: «¡Tenés el diablo en la sangre, el diablo te lo voy a curar con el cinto, tenés el diablo en el cuerpo como tu tía Fortunata y ahora nos vamos a morir de hambre y vas a ir al infierno por hacerme esto, por desgraciada, por sucia! ¡Por sucia y loca Dios te va a castigar!»

Es casi de noche, la lluvia resbala fina sobre el cristal de la ventana. Para sortear el momento, prendo la radio. El relator grita el gol desaforadamente tal la final de un campeonato. Ella celebra con entusiasmo. Después me muestra la tabla con los resultados de la liga profesional, anotados en un papelito y comenta con sorna:

— Pasé un tiempo bastante largo encerrada en el campo de mi tío.  Un año que mucho no recuerdo entre el sopor y la bruma y el llanto. Cuando volví mi título de maestra ya no estaba en el cuadro. Mi madre era vieja y no sé si fue el veneno para ratas, porque había muchas ratas en ese entonces, por las palmeras, viste, o si fue el hambre, pero la cosa es que una de esas mañanas la encontré muerta en la cama y mi hermano hacía rato que se había ido del pueblo a vivir su vida. Los pecados son cosa seria, Silvita.

 

 

Autor:
Carla Caterina

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