Publicado en: 23/09/2022 Andrea Candia Gajá Comentarios: 0

Hay espacios habitados por ausencias, sombras y silencios. Es en ese vacío en el cual lo no dicho, habla. En estos lugares de realidades fantásticas y continuas búsquedas se desarrollan los personajes y circunstancias de Samanta Schweblin y Mariana Enríquez, dos escritoras argentinas que abren un portal a dimensiones a las que todos se acercan pero pocos se atreven a entrar porque se reconocen en ellas.

Referentes de la literatura fantástica latinoamericana del siglo XXI, ambas escritoras permiten atestiguar, a través de sus textos, que lo fantástico no se aleja de los problemas que aquejan a una sociedad que vivió, por siete años, bajo el yugo de la dictadura militar y cuyas consecuencias se perciben hoy en día.

A través del uso de lo fantástico, Enríquez y Schweblin dialogan con espacios que transitan entre lo espectral, lo misterioso, lo real y lo posible. Como integrantes de la generación de la nueva narrativa argentina han abierto brecha a nuevas formas de ficción en las que, a pesar de no formar parte inmediata de los escritores que componen el grupo de la literatura de hijos[1], logran plasmar aspectos, derivados de la dictadura, que han marcado a más de una generación y que quedan expuestos bajo las formas de la ficción y lo fantástico.

La vida ordinaria trastocada por eventos inesperados que se desprenden de la misma cotidianidad, despierta en el lector una misteriosa combinación entre la imposibilidad de detener la lectura y el temor a descubrir el desenlace de lo oculto. Como lo afirma Todorov (2011), “lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre […] lo fantástico es la vacilación que experimenta un ser que sólo conoce las leyes naturales, ante un acontecimiento al parecer sobrenatural” (24).

La vacilación acompaña a sus personajes quienes con determinación buscan algo que no  están seguros de querer encontrar, y en ese trayecto ven convertirse a la normalidad en acontecimientos inesperados que sorprenden a los protagonistas y a los lectores. Hay, además, una especie de apropiación que el texto hace del lector despojando a éste del control sobre el relato; las páginas corren con determinación y sin pausa hasta llegar a un punto final que pareciera ser, en realidad, el inicio de algo más.

En este universo de múltiples realidades se encuentran En la Estepa, cuento que forma parte de la colección que lleva por título Pájaros en la boca de Samanta Schweblin y Cuando hablábamos con los muertos del libro con el mismo título de Mariana Enriquez.

La voz femenina de las protagonistas que son, a la vez, narradoras de los textos muestra la vulnerabilidad de una monotonía que se fractura por hechos insólitos que acercan a sus personajes a experiencias inusuales, poderosas y transformadoras. De esta manera, se observan en los textos mencionados, tres conceptos que determinan a personajes y situaciones de la narrativa de las autoras: la ausencia, la búsqueda y el miedo al hallazgo de lo que se desea.

 

La ausencia

Personajes y situaciones que no vemos determinan la dinámica del relato; lo que no escuchamos, habla. Es decir que aquello o aquellos que faltan, explican lo que sucede. Hay una constante charla entre las ausencias y las presencias, los diálogos y los silencios. Como dijo Pascal Quignard (2015) “[…] hay, en toda imagen, una imagen que falta […] Hablar de la imagen que falta no es sólo una imagen. Y tampoco se trata de una mera forma de hablar” (8).

En el caso de ambos relatos, el no estar se presenta como el elemento que detona la búsqueda de lo deseado; la posesión de aquello que no se conoce. Hay algo o alguien que hacen falta y existe una necesidad de relacionarse y convivir con ello. La ausencia es, a su vez, una presencia permanente en el relato; una especie de silueta sin dueño.

En la estepa, los personajes de Ana y Pol viven cada noche la esperanza de encontrar algo que desconocen cómo será. Es el vacío de un deseo inconcluso vinculado a su propia trascendencia lo que los lleva a transgredir la confianza de Arnol y Nabel, la pareja que parece haber obtenido lo que ellos buscan.

El ambiente es el primer elemento que advierte al lector sobre la condición ausente y de infertilidad de los personajes; una infertilidad que por momentos parece manifestarse como el vínculo que une a la pareja. “No es fácil la vida en la estepa, cualquier sitio se encuentra a horas de distancia, y no hay otra cosa más para ver que esta gran mata de arbustos secos” (Schweblin, 2009: 21).

En una especie de simulación del acto de la cacería, la pareja se prepara cada noche. La organización es el acto ritual una vez que oscurece. A su vez, Ana, en su profunda batalla por llenar ese vacío ritualiza su entorno, condición que, en su momento, comparte con Nabel estableciendo una complicidad transitoria que se ve truncada por el impulso de Pol de develar lo que el destino podría tenerles preparado. En el texto se observa de esta manera:

 

[…] cuando uno está desesperado, cuando se ha llegado al límite, como nosotros, entonces las soluciones más simples, como las velas, los inciensos y cualquier consejo de revista parecen opciones razonables[…] Pol limpia las cosas mientras espera a que se haga la hora. Eso de sacarles el polvo para ensuciarlas un segundo después le da cierta ritualidad al asunto (Schweblin, 2009: 21).

 

En esta continuidad automatizada de la monotonía, Ana y Pol conviven cada día con la cercana posibilidad de darle una representación física a lo que conforma una ausencia emocional. Siempre cerca, siempre posible pero nunca concretada.[2]

Cuando hablábamos con los muertos de Mariana Enriquez presenta la figura de la ausencia no solamente como una representación constante sino como el elemento que forja el sentido de pertenencia en una comunidad.[3] Lo que mantendrá a un grupo de amigas unido será el factor común de convivir con la idea de alguien, con una figuración, con la incertidumbre sobre el paradero de quien no está.

La situación de los desaparecidos que forma parte de la vida cotidiana argentina como consecuencia de la dictadura cívico-militar de 1976 a 1983 cambia de tono cuando se pretende establecer contacto, a través del espiritismo, con los padres de Julita de quienes se desconoce su paradero. El texto dice:

 

“Julita los quería encontrar con la tabla, o preguntarle a algún otro espíritu si los había visto. Además de tener ganas de hablar con ellos, quería saber dónde estaban los cuerpos. Porque eso tenía locos a sus abuelos; su abuela lloraba todos los días por no tener dónde llevar una flor” (Enriquez, 2013: sp).

 

El juego de “lo ritual” se deja ver, en este caso, a través de las continuas reuniones llevadas a cabo por el grupo de amigas en el que las conductas y actitudes se convierten en aspectos predecibles. El factor de la ritualidad es lo único certero y lo que marca el anclaje a la “realidad.”[4] La autora juega con la magia, con lo oculto y deja ver cómo sus protagonistas convierten a esta práctica en un eje fundamental de su convivencia. La señalización y “satanización” por parte de algunos de los padres de las chicas las llevan a buscar la manera de poder continuar con el uso de la ouija como medio de comunicación con otras dimensiones. Dicho elemento no se presenta de manera gratuita, hay una personificación del objeto que le otorga cierto poder sobre quienes dicen manejarlo. Es verdad que no funciona sin el contacto con quienes buscan acceder “al más allá”, pero llegado el momento, el objeto logra traspasar ese elemento y ser un personaje más dentro del relato; algo que actúa por voluntad propia y de manera autónoma. En el texto podemos verlo así: “Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La copa se movió sola. Nunca habíamos visto una cosa así. Sola solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni cerca. Se movió y escribió muy rápido, ‘ya está’” (Enriquez, 2013: sp).

Este hecho detona el elemento sorpresa del cuento cuando por primera y única vez, son testigos de la representación fantasmal que les da la pauta para saber que la Pinocha no debe formar parte del grupo que convoca a los ausentes.

La figura del desaparecido se muestra como ese vínculo de pertenencia, pero también como un elemento de quiebre social; como un antes y un después en los mecanismos para relacionarse. Esto permite pensar que hay una representación de la dinámica de la sociedad argentina que la autora simboliza haciendo uso de sus personajes en circunstancias particulares. “Julita me dijo, al oído, ‘es que a ella no le desapareció nadie’[…]  Nunca volvimos a juntarnos” (Enriquez, 2013: sp).

El deseo por llenar ese vacío y darle forma a la ausencia detona una serie de eventos que, finalmente, truncan el objetivo de los encuentros con la ouija.

Al igual que en el texto de Schweblin, Enriquez cierra un relato en el que muchas cosas cambian con excepción de los espacios ocupados por los ausentes. Pareciera que la ausencia es la única constante; la verdadera protagonista.

 

La búsqueda

Hacer de la búsqueda el sentido de vida. Existe una tensión permamente en el acto de indagar. Dicho ejercicio, en ocasiones, pareciera ser más poderesoso que el deseo del hallazgo de lo que se espera encontrar. La búsqueda se convierte en la rutina, en la única certeza.

Como ya se ha mencionado, el punto de partida de ambas escritoras para adentrarse en el difuso ejercicio de la búsqueda es el deseo de darle forma a quien no está. Tanto en la narrativa de Enriquez como en la de Schweblin, los personajes entran en un mundo caótico de señales imprecisas que al final los hacen encontrarse en el mismo sitio del cual partieron; distintos, transformados por la experiencia, pero en la misma base de salida. La búsqueda no se percibe sólo como el medio para obtener un fin, sino más bien como el anclaje a la realidad de los protagonistas de los cuentos.[5]

La persecución, casi cacería, de Ana y Pol cada noche en En la estepa permite entender que uno de los elementos que unía a la pareja era la búsqueda de ese “ser”.

Este ejercicio de complicidad los lleva a relacionarse con las únicas personas que pueden entender la extrañeza de su comportamiento. Dicho encuentro es, además, la posibilidad de presenciar y de mostrar al lector lo que buscaban cada noche. Sin embargo, la oportunidad se desvanece y el lector no alcanza a ser testigo de la monstruosidad que se escondía en casa de la pareja.

Podría pensarse, como se mencionó anteriormente, que dicha indagación por parte de los protagonistas es una representación de la búsqueda de su propia trascendencia la cual queda inconclusa una vez que Pol logra ver lo que Nabel y Arnol tenían en la habitación. Aún así, Ana guarda la esperanza de poder encontrar, en cualquier momento, el que les pertenezca a ellos, sea lo que sea la criatura vista por Pol. El personaje lo expresa de la siguiente manera: “Entonces pienso que también podría cruzarse uno de ellos: el nuestro. Pero Pol acelera aún más, como si desde el terror de sus ojos perdidos contara con esa posibilidad” (Schweblin, 2009: 25).

Las protagonistas de Cuando hablábamos con los muertos de Mariana Enriquez, también presentan un juego continuo con los procesos de búsqueda de lo oculto.[6] La cercanía con lo tenebroso y el desconocimiento de lo que verdaderamente pueden encontrar conforman la tensión del texto.

Es el propósito de la búsqueda lo que impulsa a seguir adelante a las protagonistas. Existe, sin duda, un deseo por encontrar respuestas, pero pareciera que la verdadera motivación fuera el proceso del hallazgo y no el descubrimiento en sí. El placer se manifiesta en lo desconcido y, de alguna manera, descubrir lo que hay detrás de la puerta haría perder el encanto y el motivo de los encuentros. “[…] el perro les ladraba a las sombras, a lo mejor por eso Julita blanqueó y se animó a decirnos con qué muertos quería hablar ella. Julita quería hablar con su mamá y su papá” (Enriquez, 2013: sp).

La búsqueda de Julita, da un giro a las exploraciones anteriores; se trataba directamente de ausencias vinculadas a una de ellas. El contacto que intentan enlazar las protagonistas cambia de condición cuando lo que se pretende no es hablar con alguien muerto, sino con personas desaparecidas, una especie de almas errantes, de presencias que no dejaron de serlo pero que, a su vez, son la representación de la ausencia. Y en este punto, el relato se entrecruza con aspectos sociales imposibles de ignorar para la actual Argentina. Hay quienes entienden de ausencias y también existen quienes nunca podrán comprenderlas. La comunión con el vacío es el punto de encuentro, la visibilización de las sombras es el campo de acción. Quien no lo entiende, no pertenece; hecho que obliga a la Pinocha a abandonar y desarticular al grupo. Existe peligro en la indagación, en desentrañar el misterio; el encuentro es ambivalente.

 

El miedo al hallazgo

La búsqueda se acompaña por el deseo del hallazgo como si fuera el propósito de la encomienda. Sin embargo, en el caso de los dos relatos mencionados parece que la finalidad no está necesariamente en el descubrimiento sino en la búsqueda. Existe un aparente temor hacia lo que se sospecha que se pueda encontrar; se teme que lo que se desea pueda cobrar forma y descubrir que, en realidad, no era lo que se estaba esperando.

Schweblin narra la perpetua búsqueda que ejercen Ana y Pol cada noche, el deseo por encontrar lo que aparentemente anhelan y la obsesión por descubrir lo que hay detrás de la puerta de Nabel y Arnol. Toda esa tensión se condensa en el momento en el que Pol lo tiene frente a él pero no puede tenerlo.

La huída en la escena final en la que la narradora describe la mirada aterrorizada de Pol y las rasgaduras en su ropa acompañadas de manchas de sangre nos hacen cuestionarnos, como lectores, si en realidad sabían que lo que encontrarían sería algo horroroso y entonces, el juego de la búsqueda era únicamente la proyección de un deseo que no pretendía ser cumplido. El sentido de la unión entre la pareja no se debía a la añoranza de poseer, sino a la práctica del acecho ejercida cada noche, a la posibilidad de lograr atrapar algo que continuamente los retaba a ser descubierto. Quizá el objetivo se encontraba realmente en lograr concluir la prueba más allá de obtener una presea.

En Cuando hablábamos con los muertos, la escritora también deja ver una especie de miedo al hallazgo. La incertidumbre acompaña a las protagonistas hasta el final de la historia, pero el terror parece consumir sus deseos de conocer la realidad. Cuando se encontraban cerca de establecer el contacto que las guiaría hacia la verdad de la historia de los padres de Julita, la reacción de la Pinocha corta de tajo con el ritual de búsqueda.

Hasta cierto punto, da la sensación de que las protagonistas sintieron alivio de no destapar la verdad sobre la desaparición de los padres de Julita. La sociedad de amigas se disuelve y el tema queda flotando en el ambiente como esa ausencia permanente, como esa sombra sin dueño; como aquello que nadie ve, pero que todos saben que está ahí, vigilando, esperando a ser resuelto.

En universos que fluctúan entre lo real y lo imaginario, Mariana Enriquez y Samanta Schweblin nos acercan, a través de algunos de sus relatos, a personajes que parecen encontrar el sentido de la vida mediante la exploración de lo incomprensible, lo extraño o lo fantasmal. Situaciones que se desarrollan en espacios fantásticos nos sumergen en circunstancias verosímiles en donde la interrogante no gira en torno a la posibilidad de que pueda suceder lo que acontece en los relatos, sino en torno al deseo de emprender una búsqueda sin el conocimiento preciso de lo que se espera encontrar o de hacer del vacío el lugar para acceder a otras realidades.

 

 

Bibliografía consultada

-ENRIQUEZ, Mariana (2013) “Cuando hablábamos con los muertos”, en Página12, Buenos Aires, 22 de febrero de 2013.

-QUIGNARD, Pascal (2015) “La Imagen que nos falta”, Programa de Apoyo a la Traducción (Protrad), México.

-SCHWEBLIN, Samanta (2009) “Pájaros en la boca”, Random House Mondadori, Argentina.

-TODOROV, Tzvetan (2011) “Introducción a la literatura fantástica”, Paidós, Buenos Aires.

[1] Este grupo literario se refiere a hijos e hijas de desaparecidos, asesinados o exiliados que han explorado en años recientes nuevas formas de representación de las consecuencias de la dictadura en la segunda generación en el ejercicio escritural. Algunos representantes son, por ejemplo, Laura Alcoba, Félix Bruzzone, Mariana Eva Pérez, Verónica Gerber, entre otros.

[2] Podría pensarse la posibilidad de entender que lo que busca la pareja sea un hijo o una especie de referencia que marque su trascendencia. En esta dinámica no resulta descabellado relacionar dicha búsqueda con el trabajo que se ha hecho en Argentina por encontrar a los niños y bebés robados durante la dictadura cívico-militar (1976-1983).

[3] Organizaciones como H.I.J.O.S. surgen del común denominador de las desapariciones forzadas. Esto genera en el grupo un sentido de pertenencia entre los militantes que se extiende a parte del resto de la sociedad que empatiza con la recuperación de la memoria y la restitución.

[4] Dicho ejercicio hace, a su vez, una simulación a los antiguos aquelarres, reuniones de brujas y brujos que se llevaban a cabo con la finalidad de ejecutar rituales y hechizos.

[5] La búsqueda es otro de los temas que ha marcado la dinámica social dentro de la vida cotidiana argentina. Los grupos de Madres de Plaza de Mayo y Abuelas de Plaza de Mayo emprendieron hace más de cuarenta años un ejercicio continuo por la recuperación de sus hijos desaparecidos y/o nietos robados. No resulta gratuito que en la narrativa de ambas escritoras aparezca el objetivo de la búsqueda como un referente de vida imprescindible y casi obsesivo por parte de sus personajes.

[6] En el cuento “El desentierro de la Angelita”, Mariana Enriquez plantea una vez más el proceso de búsqueda. En ese caso, la protagonista (también voz femenina) tiene una fascinación por desenterrar objetos del jardín. Dicha práctica la lleva a encontrar los huesos de la hermana de su abuela, hecho que la acompañará por el resto de su vida sin importar el lugar donde se encuentre. Llega a haber, incluso, una especie de arrepiento por haber desenterrado los huesos, que podría traducirse, quizás, en un arrepentimiento por la búsqueda en sí.

 

Autor:
Andrea Candia Gajá

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