Publicado en: 05/02/2023 Graciela Roselli Comentarios: 0

Pensé en advertirle a Cecilia que debíamos revisar el estado de las paredes y de la ventilación y no lo hice. Como ella se entusiasma demasiado rápido cuando ve algo que promete belleza, y yo suelo ser el indeciso que plantea objeciones, esta vez procuré no analizar detalles ni cuestionar su elección. Y ahora, a destiempo, me doy cuenta de que tendría que haber insistido con que tomáramos más recaudos antes de alquilar esta casa.

Está en una zona residencial, alejada del pueblo, seguramente pujante en otra época. En la inmobiliaria nos comentaron que era de un empresario poderoso, con extrañas costumbres que no nos supieron especificar. Desde que él murió, sus descendientes la dejaron abandonada y ahora la alquilan por poca plata.

Después de atravesar el portón de entrada, una larga hilera de cipreses delinea el camino que conduce hacia el porche de la que aparenta haber sido una lujosa casona. Está rodeada por un inmenso parque con una pérgola de madera corroída y un estanque de cemento, vacío y resquebrajado; los dos angelitos que sostienen el cántaro tienen mutiladas las extremidades de sus cuerpos y un fino listel de acero lo mantiene a uno de ellos apenas amarrado al borde de la fuente. Ojalá no se le ocurra caerse mientras estemos aquí, sería un muy mal augurio.

Apenas apoyo un pie en el primer escalón del ingreso a la casa, el olor rancio que sale de adentro se impregna en mi ropa. El interior es tan oscuro que desde aquí no se puede advertir la imponencia del sol que enciende este mediodía. Las cortinas de pana marrón, gruesas y pesadas, cerradas completamente, no dejan paso ni a una mínima gota de luz. Las manchas de humedad de las paredes dan la sensación de que van a materializarse tomando vida, hasta llego a sentir que rozan mi cuerpo. Cuánto lamento no haber venido antes a revisar los pormenores.

Descansé en la percepción de Cecilia y en las imágenes de las fotos que me mostró, aun sabiendo que las fotografías nunca reflejan más que la realidad edulcorada por la lente. Enfrascada en su frenesí insistía en que era una oportunidad que no podíamos darnos el lujo de perder.

Desde que la conocí a Cecilia, su frescura y su despreocupación ante lo mundano me resultaron atractivas. Al ser más despojada de obsesiones y prejuicios, termino convenciéndome de que la opinión de ella es la conveniente. Pero esta vez tendría que haber sido más precavido e interiorizarme en el tema. Cómo me gustaría volver el tiempo atrás. Ahora ya estoy acá y no tengo alternativa. Ni siquiera cuento con la posibilidad de regresar al departamento porque ya se instaló ahí mi cuñado, ese eterno adolescente gustoso de tener un lugar exclusivo y sacarse de encima a mis suegros por unos días.

Al recorrer las habitaciones, la humedad se va instalando en mi pecho. El asma no me va a dar tres meses de tregua en esta casa. Tengo que dejar el inhalador a mano porque en cualquier momento lo voy a necesitar. ¿Dónde habré metido el estuchecito rojo? “Ponelo en el estuchecito rojo -me dijo Cecilia- así lo ves fácilmente”. No sé cómo hace ella para verlo con más facilidad, yo nunca lo encuentro antes de perder una hora dando vueltas enfurecido. Espero que aparezca antes de que sea tarde.

Cuando ella me pidió que opinara sobre esta propuesta que le hicieron le dije que era una oportunidad única para su carrera y que creía que no debía desaprovecharla. Instalarse en la mismísima zona donde ocurrieron aquellas misteriosas muertes, hace más de quince años, es la condición óptima para una periodista que debe investigarlas.

“Son solo tres meses, te lo prometo”, así comenzó su labor de convencimiento para que la acompañara. “Llevás la compu y trabajás allá. La casa es hermosa y tiene un patio repleto de árboles. Te va a gustar”, me decía entrecerrando expectante sus párpados y cautivándome con el encanto de sus ojos pardos.

No sé dónde podré ubicarme para trabajar. Miro de soslayo cada rincón sabiendo que ninguno me va a terminar de convencer. El que no me resulta oscuro es demasiado húmedo, o ambas cosas. Al abrir las ventanas me topo con las ramas de los árboles, de la bella arboleda de la que, tan entusiasta, me hablaba Cecilia y que tapan absolutamente toda la superficie de las aberturas. ¿Nunca se les ocurrió podarlos un poco? La descontrolada vegetación va a terminar invadiendo el interior de la casa. Estas plantas no oxigenan, agobian e impiden respirar. Presiento que no va a pasar demasiado tiempo hasta que despierten los silbidos en mi pecho. ¿Por qué accedí a venir? En realidad, no podría no haber venido a acompañarla; además, cuando viaja sola, aunque sea por pocos días, la extraño terriblemente.

Son solo -y nada menos que- tres meses los que tengo que aguantar y después volvemos a casa.

 

Me gusta ser testigo del apasionamiento con el que Cecilia arma el itinerario a seguir en cada jornada. No creo que el tiempo le resulte suficiente para hacer todas las entrevistas que programó. Recorre el pueblo de día y de noche y vuelve siempre con alguna novedad. Los ratos que está en la casa se prepara un té, recoge su cabello con un broche dejando su magro y hermoso cuello descubierto, y se sienta a escribir. Y yo hace una semana que no encuentro, ni siquiera, una silla que me resulte medianamente cómoda. Encima Álvarez ya me recordó un montón de veces que no me va a permitir que dilate el tiempo para la presentación de estas traducciones. “Esta vez es urgente, no me vengas después con que se te complicó por algo. Si no las haces cuanto antes los de la editorial me comen vivo. Estás avisado”, me dijo alteradísimo en su último mensaje.

Tengo que encontrar alguna solución rápida porque el tiempo transcurre vertiginosamente y no puedo sentarme a trabajar.

Ceci va y viene. Ya entrevistó al cura, a la directora del colegio, a las vecinas que se cruza en las veredas… Hoy está muy nerviosa porque al fin la van a recibir en la delegación municipal. Cada pequeño dato que obtiene lo siente como un logro importantísimo. Mientras tanto, en lo que a mí respecta, no dejo de pensar en el tiempo; que deseo que sea fructuoso para ella y que yo dejo pasar, malgastándolo, sin avanzar en mi trabajo.

Aunque hace meses que no llueve, el fervor de estas plantas por crecer no se atempera nunca. Cada vez que intento abrir las ventanas tengo que hacer mucha fuerza para darle paso a los postigos a través de la enramada. Qué fastidio, no consigo sentarme a traducir y por las noches ya no duermo. Deambulo por la casa viendo pasar las horas; a medida que transcurren las siento eternas y al caer la noche parecieran haber volado. En estos días envejecí de repente. Me asusta ver mi rostro en el espejo del baño; estoy cada vez más demacrado, pálido y ojeroso. Con frecuencia percibo mi cuerpo como si fuera un tronco seco, esperando inmutable que llegue la muerte. Esa sensación horrible, que me acompañó en períodos oscuros de mi vida, recrudeció estando acá. Tal vez tendría que salir a caminar un rato para despejarme porque permanecer encerrado me sofoca.

Como no tengo posibilidad de irme a casa, antes de caer en la desesperación, decido internarme entre los matorrales para ir hasta el pequeño galpón que está en el fondo del parque. Tal vez haya una tijera de podar o algo por el estilo que me sirva para abrir un mísero agujero entre las ramas, necesito hacerme de un hilo de luz antes de desfallecer.

Ingreso entre las chapas herrumbradas, reviso y solo veo en un rincón del suelo unas cuántas sogas con nudos -resecas y atacadas por las polillas-, jirones de telas amarillentas con festones percudidos, un aparador vacío con las bisagras de las puertas rotas -como si alguien encolerizado por no encontrar lo que buscaba las hubiera arrancado de cuajo-, y un inmenso cortinado de telarañas que estorba la vista e impide avanzar. Nada que me sirva.

La desesperanza me agobia. Hace un mes que estamos acá y siento que no llegará nunca el final de esta pesadilla. Cecilia no entiende cómo no puedo solucionar semejante pavada, así me dijo. No quiero enojarme por su incomprensión porque sé que está inquieta y preocupada. Aparentemente se fue encontrando con trabas y silencios que le impiden avanzar. “Siento que estoy empantanada en el fango. Esto me huele cada vez más a podrido. Al principio todos colaboraban; pero ahora, con tanto hermetismo, creo que prefieren no ahondar en el tema”, me dijo anoche.

Lo que se supo desde aquel momento fue que los cuerpos de las tres jóvenes aparecieron flotando desnudos en el arroyo con pocos días de diferencia. La permanencia en el agua había durado -en todos los casos- solo algunas horas; lo que explicaba, según los peritos, que no presentaran demasiadas alteraciones. No tenían más lesiones que marcas en sus muñecas -como si hubieran estado amarradas- y delgados rasguños de espinas en las manos. No mostraban signos de haber recibido golpes. Nunca pudieron encontrarse sus pertenencias ni más indicios que orientaran sobre lo sucedido.

Aparentemente se creía que las chicas no estaban relacionadas entre sí, que solo las igualaba la proximidad de sus edades y que eran introvertidas y solitarias. Pero después de sus muertes pudieron vincularlas, y varios conjeturaron que pertenecían a una secta; e incluso algunos, hasta hoy, sonriendo con los dientes apretados, las nombran “las brujitas”.

Cecilia me contó que los pocos familiares que tenían, con el transcurso de los años, dejaron el pueblo, y estos casos fueron quedando en el olvido. Solo una monja anciana se ocupó de seguir hablándolo con la gente y de investigarlos, hasta que murió.

Cuando decidió tomar este trabajo me pareció formidable que lo hiciera. Ahora, verla tan desanimada me angustia y no sé cómo ayudarla. Además, mi constante alteración no me permite transmitirle ni un poco de tranquilidad.

 

Hoy descubrí que la hiedra terminó de cubrir la pared por completo. Estas plantas crecen tanto, tanto, que entre un abrir y cerrar de ojos van a tomar absolutamente toda la casa. Arrastro la mesa del comedor con la computadora encima, ya no la levanto, la arrastro cada vez con más ímpetu hacia distintos lugares. Nunca llego a instalarme cómodamente. Quiero que el tiempo pase para volver a casa y a su vez necesito que se detenga porque no avancé ni diez líneas de los tres volúmenes que tengo que traducir.

Ya ni siquiera descanso, cuando alcanzo a dormitar un rato me invaden las pesadillas. Soñé que las ramas abandonaban su natural tonicidad y se oscurecían de repente, convirtiéndose en lianas negras y brillosas. Serpenteaban hasta enlazar mi cuerpo, comprimiéndolo con tanta fuerza que ya no me dejaban respirar. Intentaba gritar y me resultaba imposible. El piso comenzaba a derretirse formando un río pantanoso en el que me hundía… Desperté sudando y casi sin aire.

Necesito terminar con este calvario. Voy a ir a pedir auxilio a algún vecino, alguien tiene que poder ayudarme.

Cuando vinimos, la casa más próxima parecía abandonada. Ahora que me estoy acercando corroboro que no es así, solo necesita una esmerada mano de pintura. Golpeo las palmas y después de un largo rato se asoma un hombre indicándome con un ademán que pase. Abro el portillo de hierro e ingreso, lentamente. El parque está ornamentado con decenas de cañas clavadas en el césped que sostienen llamativos objetos: un chanchito de goma con las orejas cortadas, la cabeza de una muñeca con una larga cabellera colorada y los ojos vacíos, una zapatilla de baile plateada…

– Adelante, buen hombre, pase, ¿qué lo trae por acá?, me inquiere el dueño de casa interrumpiendo mi cavilación.

– Buen día, caballero. A ver si usted me puede sacar del paso. Estamos con mi esposa viviendo temporalmente en la propiedad lindera y ando necesitando una tijera o machete para podar un poco la vegetación que me estorba.

– Espéreme y veo qué tengo para ofrecerle, algo vamos a encontrar.

Se da vuelta, embute su cabeza en un sombrero negro de fieltro y se aleja despacio, tarareando una melodía rasposa e inentendible, hacia el fondo de la casa. Deambula como un hombre anciano, aunque no lo es. La barba cana al igual que su cabello -largo hasta los hombros y demasiado despeinado-, el torso enjuto al desnudo, pantalón sastre negro arremangado y ceñido a su huesuda cintura con un lazo de cuero curtido, gigantes mocasines plagados de lodo y grietas. Mordisquea un palillo de dientes paseándolo constantemente de una comisura a otra y lleva, incrustada entre el cráneo y su oreja derecha, una ramita de tomillo fresco.

Al irse deja la puerta de la casa entreabierta y me resulta inevitable ver una de las paredes, empapelada con recortes de diarios y revistas. Desde el interior parte un olor penetrante y desagradable, el mismo hedor que emite la vivienda en la que nos hospedamos. Intento asomarme un poco más sin darme cuenta de que vuelve a acercarse.

-Entre, entre…, me insiste al advertir mi interés, trayendo una lustrosa guadaña en sus manos.

Se aproxima un poco más y veo las innumerables excoriaciones rojizas de su rostro, que contrastan con la palidez cadavérica de la piel. Sostiene la guadaña con la mano izquierda, y con los huesudos dedos de la mano derecha señala cada una de las imágenes. Mientras va rascándolas suavemente con las uñas largas y amarronadas, me cuenta que se trata de noticias que hablan de las tres chicas encontradas muertas, e imágenes de ellas en vida. Hay, pegadas con cinta, infinidad de notas periodísticas y fotos de cada una, en las que posan luciendo vestidos blancos con puntillas -atuendos característicos de la primera comunión o de quinceañeras-.

Al notar mi asombro me dice:

-Eran mis alumnas. Desde que no vinieron más fui recolectando toda la información posible para conocer qué fue lo que pasó con ellas, por qué me las arrebataron.

-Por lo que sé fueron encontradas en el arroyo sin vida.

-Sí, así dicen. Yo no vi los cuerpos, pero eso es lo que comentan. Aunque poco alcanzo a oír, porque todos optan por callarse cuando paso. Continúa efusivamente: a ellas yo les enseñé a despojarse de lo material para conocer el bien supremo de la libertad. Les transmití el don de usar las manos para curar heridas, y ¿dónde están ahora?, dice entornando su mirada dirigida hacia el techo, con tono de invocación. Venían siempre a mi casa. Me adoraban y yo a ellas. Nunca hubieran elegido dejarme, alguien las alejó de mí.

-Pero, lo que está diciendo es muy importante, tiene que informarlo.

-¿A quién?, ¿quién va a escuchar a un loco?

-Mi esposa está aquí investigando esas muertes. Lo escucharía con mucho gusto. Voy a hablar con ella para que lo entreviste.

-No se moleste, sé lo que le digo.

-Y, ¿qué más sabe de lo que pasó?

-Solo lo que publican en los periódicos y lo que murmura la gente. Pero yo tengo la sospecha de que no se fueron por propia voluntad, como andan diciendo. El suicidio nunca es una alternativa para quienes perseguimos el sueño de la libertad, no, señor, dice balanceando su dedo índice y emitiendo un molesto chasquido con la boca. Nosotros no despreciamos la vida, la amamos y pretendemos vivirla sin ataduras. Por eso se lo digo, no creo que lo hayan decidido ellas. Se ve que alguien de por aquí no tolera nuestro modo de pensar, vaya a saber por qué. Ya me estoy ocupando de averiguarlo.

No pudiendo controlar mi inquietud por el tremendo hallazgo, tomo presuroso la guadaña que me ofrecía con su mano estirada desde hacía largo rato, me despido con la promesa de devolvérsela al día siguiente y me voy a esperar el regreso de Cecilia para contarle.

Apenas abre la puerta, las palabras empiezan a desprenderse de mi boca a borbotones, tan desordenadamente que tiene que levantar la voz para pedirme que me calme porque no entiende nada de lo que intento relatarle.

-Bueno, empiezo de nuevo, hoy fui a la casa del vecino de al lado a pedirle una tijera para podar las ramas.

-¿A la abandonada?

-Sí, pero no está abandonada. Vive un extraño personaje que conocía a las chicas que murieron.

-Ay, Gustavo, ¿qué estuviste tomando? ¿O es que el encierro te está trastornando? Me voy a bañar.

-Ceci, es cierto. Revisé el galponcito del fondo y no encontré tijeras, entonces fui a la casa del vecino a pedirle una y me prestó esta guadaña, ¿la ves? Y cuando se fue a buscarla vi una pared enteramente empapelada con notas periodísticas y fotos de esas chicas. Y ¿sabés qué me dijo?, que eran sus alumnas, que él les enseñaba a curar, no sé qué…

-Gustavo, me estás preocupando…

-No, pará… además supone que alguien tuvo que ver con lo que sucedió. Dice que no cree que se hayan suicidado como comentan. Parece estar convencido de que las mataron. Hasta te diría que tiene un sospechoso, porque algo insinuó. Por eso recolecta tanta información, está investigando. Tiene cientos de recortes de diarios de la época, hasta copias de las exequias…

-Y, ¿de quién sospecha?

-No sé, tanto no le pregunté. No te estoy diciendo que me desesperé y vine rápido a esperarte para contártelo. Además, dice que nadie le cree porque lo consideran loco… y yo le dije que vos lo ibas a entrevistar.

-¿Qué?, pero debe ser un delirante que ocupó la casa e inventó esta historia para vos.

-Ya sé que todo esto suena raro, pero te propongo que hagamos lo siguiente… Yo quedé en que mañana le devuelvo la herramienta. Voy a llevársela y aprovecho para preguntarle cuándo podés ir a hablar con él.

-Bueno, no sé. Esperá que primero averigüe un poco sobre quién es. No tengo tanto tiempo disponible como para andar desperdiciándolo con un fabulador.

-Pero Ceci, te estoy diciendo que nadie le cree ni lo tiene en cuenta. Te van a decir que no le hagas caso. Cómo será la indiferencia hacia él que ni siquiera saben que vive ahí y que conoció a las chicas. Mejor hagamos así, mañana te espero a que llegues y vamos juntos. Ahora me voy a poner a podar un poco a ver si al fin logro trabajar un rato.

 

A la tarde del día siguiente, estoy acomodado en el ínfimo haz de luz que fui capaz de fabricar y entra Cecilia, un poco más temprano que de costumbre. Supongo que es por la ansiedad de contactarse con el vecino, pero no.

-Gus, ¿ya fuiste a devolver la guadaña?

-No, estaba esperándote para ir juntos.

-Estuve preguntando por ese hombre. Se lo describí a varios y todos coinciden en sus apreciaciones.

-Ah, ¿sí?, ¿y qué te dijeron?

-Que era un loco que vivía en esa casa, “El loco Vitrola” le decían. Que creía tener poderes curativos y recorría las calles con su perro tarareando melodías; se detenía unos instantes emitiendo un chasquido con la boca y luego continuaba, simulando el funcionamiento de una vitrola, de ahí su apodo.

– ¿Vitrola, le dicen? qué creativos, qué buen sobrenombre. Sí, él me dijo que no lo tienen en cuenta porque lo consideran loco. Además, se ve que ahora no sale nunca.

– Ese es la cuestión. No lo tienen en cuenta porque ya no está. Y no sale nunca porque, unas semanas después de la muerte de las chicas, encontraron también su cuerpo flotando en el arroyo, sin ningún indicio de haber sufrido violencia. Para todos, la muerte de él pasó casi inadvertida porque no dudaron en asociarla a su locura y su alcoholismo. Es más, cuando pregunto se asombran de que sepa que él existió.

– Ceci, yo lo vi, hablé con él, me prestó esta guadaña que acordé devolvérsela hoy. ¿Cómo podés no creerme? Vamos y te lo presento.

– A ver, hagamos esto…, me dice Cecilia ya fastidiosa, yo no voy a poder ir porque se me están acotando demasiado los tiempos y tengo que reunirme en un rato con la bibliotecaria. Andá vos a devolvérsela a ese tal loco Vitrola, tratá de sacarle algunos datos más y preguntale cuándo le parece bien que me acerque a charlar con él. Después lo evalúo y si puedo voy.

– Bueno, está bien. Aunque, quizás podrías obtener más de él que de la mujer de la biblioteca. Pero está bien, no dije nada…. –digo al ver la furia deformando su rostro-. De cualquier modo, hoy no voy a ir porque ya se hizo tarde. Voy mañana temprano. Después te cuento.

 

Esta mañana Cecilia se fue apenas terminamos de desayunar. Anoche avancé en mi trabajo y pude recuperar bastante del tiempo perdido. El impulso me impedía dejar para ir a acostarme y después me resultó terriblemente dificultoso conciliar el sueño. A eso se sumaba la expectativa por el encuentro de hoy con el vecino y la culpa por haberme retrasado en devolverle la guadaña.

La limpio para dejarla tan lustrosa como me la había entregado y me dispongo a ir a llevársela.

La dejo recostada contra el portón para poder golpear las manos. Juraría que este tejido estaba repleto de madreselvas florecidas. Espero unos segundos, vuelvo a llamar y nadie se asoma. Fuerzo el portón, que está un poco atascado, y voy ingresando. Ya no veo las cañas ni el césped. Una leve brizna envuelve la tierra árida por la escasez de lluvias formando torpes remolinos. Sigo acercándome a la puerta. Buen día, grito. Insisto, subiendo cada vez más la voz, y no obtengo respuesta.

La puerta está cerrada y no se perciben movimientos. Golpeo -primero suavemente y después con vehemencia- y se abre unos centímetros. Vislumbro que la pared empapelada ahora está vacía. No entiendo qué pasa. Abro totalmente la puerta y veo que la casa está desierta, sin los muebles y con el revoque de las paredes desmoronado en varios lugares. Estoy seguro de que todo eso estaba, no pude haberlo imaginado. Comienzo a desesperarme, una corriente helada recorre mi cuerpo y me paraliza. Mejor salgo de acá antes de que se me agote el poco aire que conservo. Me siento en un banquito enclenque para tranquilizarme. No logro dejar de temblar. Respiro profundamente para recuperar el oxígeno.

Cuando consigo calmarme un poco, miro mi mano y caigo en cuenta de que aún sigo empuñando con firmeza la guadaña. Giro levemente la cabeza y me espanta ver la imagen de mi cara, desencajada, reflejándose en el angosto brillo del metal curvado. La tiro contra el piso y salgo corriendo, corro a toda la velocidad que mi respiración y mis piernas me lo permiten.

 

Al llegar, aun tambaleante, acomodo la silla en el hilo de luz que propaga el miserable agujero que pude abrir entre las ramas y me siento esperando calmarme. Durante largo rato continúo tembloroso y bañado en sudor. Estoy confundido. Mis pasos y mi cabeza me trasladaron en el tiempo. No pude haber inventado todo eso. ¿Cómo puedo imaginar lo que existió y ya no está? Pienso en ir a corroborar si en el galpón están todavía las sogas, pero no tengo la fuerza suficiente para incorporarme. ¿Serán las que usaron para amarrar los cuerpos de esas chicas? ¿Quién era el extraño personaje que vivió aquí? Y, ¿dónde está ese loco Vitrola con el que hablé? Cierro los ojos encandilado con el recuerdo del penetrante brillo de la guadaña. Quizás el que está enloqueciendo soy yo. El tiempo regresa al pasado y vuelve; pasa, se detiene…  ¿Qué está sucediendo?

No debí haber venido a este lugar. Presentía que nada bueno me esperaba. ¿Por qué siempre termino acatando las condiciones de los demás? Desde que conozco a Cecilia mis tiempos están supeditados a los de ella; desde que trabajo en la editorial, a los de Álvarez, y así fue toda mi vida.

No entiendo qué me está pasando. De lo único que estoy seguro es de que mi tiempo acá se agotó. No soporto permanecer en esta casa ni un segundo más.

Logro incorporarme con dificultad. Embalo todas mis pertenencias y vuelvo a refugiarme en el centro del haz de luz. Permanezco aquí, parapetado; resguardándome en este pequeño fragmento de realidad, que va atenuándose poco a poco, esperando la llegada de Cecilia.

No sé qué querrá hacer ella. Yo, hoy mismo, me vuelvo a casa.

 

 

 

Autor:
Graciela Roselli

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